Una de rupturas

"...enterrar el cadáver del amor. Doler: hacer duelo, despedirse, dejar
ir lo que (se) ha partido, no temer a la disolución de lo que es
soluble, después de todo, nada hay que no tenga su solvente. Aún el
cuerpo muerto del amor se descompondrá de alguna manera y admitirá su
derrota, víctima del tiempo (ese mismo tiempo que se empecina en
obligarnos a repetir incansablemente, con monotonía de secundero, que
es aquello que todo lo cura, que todo lo borra, que todo lo puede).
Enterrar el cadáver del amor..."

Carne de diván

Algunos de ustedes quizás lo saben, pero resulta que hay analista y hay analizante.

Veamos: hay pianista pero no pianante, guitarrista pero no guitarrante. Hay cantante, sin que haya cantista.

Hay amantes, amoríos, amistades, pero no amoristas.

No hay naveguistas por más que haya navegantes; hay comediantes sin que haya comedistas; hay anarquistas y anarquizantes.

Hay corazones palpitantes para los que, a veces, el dolor es torturante: un contorsionista que extrema sus esfuerzos contorsionantes, un artista hartante.

Quizás esto sea simplista. Acordarán que, en todo caso, no es simplante. Cuando llegue el turno de lo importante no habrá manera de distraerse en lo importista: reconocerse anhelante, mas no anhelista.

Adelmiro

Lo conocí porque formaba parte de una sociedad que fué uno de mis primeros clientes, y sólo por pocos meses como cliente porque yo mismo integré luego esa sociedad, también por pocos meses como socio porque partí hacia otros horizontes en busca de experiencia.

Por esos tiempos hacía ya un par de años que era Intendente y conversábamos mucho acerca de los asuntos municipales. Quizá de esas charlas surgiera mi interés por los temas del pueblo.

Recientemente me enteré vía Facebook que estamos próximos al 10º aniversario de su partida, y me pareció buena idea poner un comentario aqui, no tanto para refrescar su memoria, algo que resulta innecesario porque, invariablemente, en cualquier conversación sobre política local, alquien lo recuerda; sino para introducir a los jóvenes que no lo conocieron en la semblanza de un personaje dueño de características muy particulares.

Muchas veces le escuché contar que, cuando chico y viviendo en el campo, leía La Voz de San Justo y soñaba con ser intendente. Siempre vió la intendencia como el cargo máximo, no como un simple primer paso en una carrera hacia una banca. Uno de esas personas que vivieron "para" y no "de" la política.

Como intendente primero y como interventor luego, cubrió siete años de mandato en una época en que "radichetas" y "chuchumecos" alternaban oficialismo y oposición, con respeto mutuo sin excluir chicanas que lucen refinadas frente a las prácticas actuales.

No había secretaria ni secretario ni despacho oficial cuya puerta titubeara en abrir, entrar, presentarse y... ¡pedir!... y con ese estilo surgieron nuevos barrios, el loteo del ferrocarril, edificios públicos, y dió comienzo a la segunda etapa de pavimentación, truncada por su destitución y que, de haberse concretado, quizá no estaríamos tan lejos de Brinkmann y Freyre en materia de infraestructura. Eso en las "cosas duras", las culturales las resumo así: Banda Juvenil.

Si tuviera que hacer una descripción básica, diría que era del tipo intuitivo, impulsivo y que no lo detenían las normas del protocolo. Ese estilo hizo que muchas veces sus colaboradores y amigos más cercanos se agarraran la cabeza. "Barrilete sin cola" le decían algunos, pero con una vitalidad tal que, una vez en el aire y aún a los bandazos y cabezazos, no había viento, ni granizo ni diluvio que lo tumbara.

En mi imaginación lo veo, de haberlo considerado conveniente y necesario, viajar a Roma, llegar al Vaticano, burlar la Guardia Suiza, evitar el protocolo de la Secretaría de Estado, ingresar al despacho principal y con la mano extendida decirle al Papa: "Adelmiro Olocco, Intendente de Porteña, mucho gusto."

Gesto

Hace un día hermoso y estamos reunidos junto a la piscina. Mis hijos entran al agua con su abuela, mi madre. "Está profunda", grita el mayor. Mi madre lo ayuda a flotar.

Tras ellos, entro yo al agua, y me pongo a nadar de espalda, llevando a mi hija del medio sentada a horcajadas sobre el abdomen. Ni bien empiezo a nadar, cuando las salpicaduras del agua estorban mi visión, me doy cuenta de que no me quité los anteojos. Sin dejar de nadar, me los saco y le hago a mi viejo, que está de pie junto al borde de la piscina, gesto de arrojárselos.

Su reacción me sorprende. "Pero cómo te vas a sacar los anteojos", me dice, y yo francamente no entiendo por qué no habría de quitármelos, pero advierto que no piensa recibir mis anteojos, así que los revoleo con furia. Los anteojos pasan por encima de él y van a dar más allá de la ligustrina que circunda el área de la piscina.

Yo sigo nadando, sin prestar más atención al asunto y bromeando con mi hija, que va muerta de risa sobre su papá ballena, que se llena la boca de agua y escupe hacia el cielo simulando el venteo de un cachalote gigante.

Sin embargo, escucho a mi madre que intercede por mi ante mi padre. "Carlos", dice, y reconozco el tono, la manera de decir ese nombre, que es la manera que usa todas y cada una de las veces que asume alguna forma de defensa de sus hijos, "Diego no puede nadar con anteojos, se mojan y no vé, además de que podrían arruinarse, ¿por qué no los ponés en algún lugar seguro?, eso es lo que te estaba queriendo decir..."

Entonces veo, alli, en el fondo de mi campo de visión, que mi padre se dirige hacia la ligustrina y busca mis anteojos. Es su gesto de buena voluntad.

Entre tanto, yo llego al borde de la picina y escucho que mi hijo mayor, que ya había salido del agua, se acerca a nosotros gritando y riendo y arroja una toalla con la que cubre a su hermana. A él no lo veo, porque yo sigo nadando de espaldas y estoy con la cabeza hacia el borde de la piscina, pero lo escucho reir. Al ver a la nena cubierta con la toalla, se me pasan por la cabeza dos o tres ideas amenazantes, como que podría sofocarse, asustarse, enredarse y caerse al agua, y digo "pero cómo vas a tapar así a tu hermana, ¿no ves que es peligroso?".

El nene vuelve a agarrar la toalla y se aleja, entristecido. Yo no digo nada más. En esta historia faltan muchas cosas, pero, sobre todo, falta mi gesto de buena voluntad.

Me retiro a construir un laberinto...

Si, estoy enganchado con Lost. Y me gustaría creer que estos muchachos se atraverán a prescindir de un final que eche por tierra el kilombo y que nos dejarán disfrutar, así, sin buscarle otra explicación que su mera posibilidad, del laberinto de Tsui Pen.

Dudo que lo hagan. Pero qué bueno sería.