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El fabricante de espejos

El arte de fabricar espejos era, en sus inicios, un arte delicado pero sucio. Exigía el trato con cristales frágiles y la manipulación del mercurio y del estaño, metales que contaminaban de a poco el cuerpo de los artesanos.

Los más célebres fabricantes de espejos exportaban sus maravillas desde Venecia, que era además un estado guerrero. Cuando la ciudad entró en guerra con el turco para detener su avance en los Balcanes, se encontró peleando del mismo lado que los ejércitos rumanos del príncipe Vlad III, rey de Valaquia. Petre Wajcescu era vidriero y no conocía el arte de fabricar espejos. Era uno de los tantos rumanos que habían sido arrastrados por la leva y habían quedado entre las tropas del Príncipe Radu, quien, en alianza con el turco, quería arrebatarle la corona de Valaquia a su hermano Vlad, entregando de esa manera el control de los Balcanes, las puertas del Sacro Imperio Romano Germánico, al Imperio Otomano.

El Papa no podía permitirlo, por lo que ejércitos de toda Europa enfrentaron al Sultán. Naves venecianas recorrieron el Adriático hostigando a los buques turcos. Una nave de la armada serenísima capturó el bajel (uno de tantos) en el que se hallaba Petre. Fue liberado a su suerte en tierra de la República cuando convenció a los oficiales de la nave de que era un cristiano prisionero del infiel. Abandonado en Venecia, encontró trabajo como vidriero en el taller de un fabricante de espejos, a cambio de casa y comida.

Ahí Petre aprendió a mezclar el estaño y el delicado mercurio. Aprendió a aplicar al cristal los paños de lana para fijar el azogue, desde ese momento, invisible al mirar el espejo.

Luego de violar a la hija de su maestro, huyó de Venecia y emprendió el regreso a Bucarest. Petre se instaló en Targoviste, la capital del reino, y llegó a ser el más famoso fabricante de espejos de los Balcanes.

Una noche, tres lacayos pálidos llegaron a su taller a encargarle la fabricación de 72 espejos. Vlad III, señor de Valaquia, quería adornar con ellos los recintos de su castillo de Poenari, para que las aguas tristes del Arges se multiplicaran en el interior de la fortaleza (como si pudiera de ese modo quitar las manchas de sangre de los boyardos que mandara a morir en su construcción).

72 era una cantidad que el modesto taller de Petre, donde sólo él trabajaba, difícilmente podría producir en el tiempo que se le ordenaba, pero no podía negarse: su señor era terrible (lo supieron 20.000 prisioneros turcos que colgaron empalados a las puertas de Targoviste, sacrificados para aterrorizar a los generales enemigos).

Una vez iniciados los trabajos, el príncipe en persona visitó una tarde el taller para conocer al artesano. Vlad se paseó (la larga capa negra de la orden del Dragón) entre los espejos terminados, sin pronunciar palabra, mientras Petre temblaba de terror. Al partir, prometió pagar un precio que ningún artesano de Valaquia hubiera imaginado obtener por su obra, si se cumplía con el plazo. Petre no necesitó más para entender las consecuencias de lo contrario.

Fue esa tarde que Petre comprendió, además, que su trabajo, esforzado y eximio, no sería jamás apreciado por su señor.

El plazo impuesto vencía cuando la última gota de mercurio había escurrido ya de los cristales. Había logrado los 72 espejos a tiempo (y había pensado en lo arbitrario del número durante las muchas mañanas que había dedicado a elegir las mejores láminas de vidrio). 72 espejos perfectos, incapaces de la más mínima distorsión, en los que había invertido todo lo que los venecianos le habían enseñado y todo lo que él les había robado antes de huir.

Los lacayos pálidos terminaron de cargar 72 impecables cristales en 18 carruajes tirados, cada uno, por 3 caballos (estaba previsto que algún cristal se rompiera durante el viaje a Poenari). Pagaron la suma convenida y el vidriero no pronunció una palabra, a pesar de haber salvado la vida y de haberse convertido en el artesano más rico de Valaquia.

Es que Petre Wajcescu, de oficio vidriero, fabricante de espejos, había descubierto durante aquella visita a su taller que, como el azogue, su amo, Vlad III El Empalador, hijo del príncipe Dracul, vaiboda de Valaquia, no se refleja en los espejos.

Persiste la duda

La condición y naturaleza de aquellos que son como yo es conocida. Fue establecida con precisión y hartazgo de detalles en el siglo diecinueve. O lo que es lo mismo, vengo aquí a declarar que me considero decimonónico.

Ya la palabra “decimonónico” es, por lo bajo, grotesca. Una cuestión de sonoridad: “monónico”. Cierren los ojos y díganlo en voz alta. ¿Lo oyen? Repitan, repitan: “monónico”.

Nada serio puede estar asociado con ese sonido.

La cuestión es que estoy aquí, apartado del mundo, como el Duque de Orsini, rodeado de bellos instrumentos que vienen a ser, tal como establecen las normas decimonónicas, un énfasis.

El exceso de dedos en las manos o los pies, las jorobas, la pilosidad descontrolada, tal o cual rasgo animalesco, preferentemente garras, colmillos, orejas o rabos, una voracidad desmedida, la fuerza sobrehumana, una lujuria desatada, todo ello justifica un aislamiento estricto.

Y para que la monstruosidad sea cabal, estas bellas estatuas griegas, los óleos renacentistas, los bordados orientales deben adornar las estancias donde el monstruo descansa su ira o su frustración, donde espera la llegada de jóvenes vírgenes a quienes someter impiadosamente o de apolíneos héroes dispuestos a medir su fuerza y su valor con un desesperado.

Es así que, en pleno siglo XXI, he logrado rehuir un destino de fenómeno televisivo, ocultando mi naturaleza en esta villa italiana abandonada. Está demás claro que no puedo explicar cómo es que una onerosa propiedad de esta clase permanece desocupada, cómo es que no es explotada por empresarios del turismo. Aunque ahora que lo pienso, como tampoco puedo explicar las comidas que están siempre frescas, recién preparadas y servidas, a mi alcance en los variados comedores, tal vez deba considerar la hipótesis de estar siendo criado como un oso, un león, un tigre, un elefante, que vive una vida despreocupada tras los almohadillados barrotes de su jaula de oro.

¿Pueden haber acaso cámaras tras las cortinas? ¿Puede haber acaso un público detrás de los espejos?

La idea de estar siendo observado es insultante.

¿No merece acaso, cualquier homínido, en estos tiempos de derechos y agotadoras regulaciones de las relaciones entre los hombres, y las mujeres, claro, su precioso aislamiento que lo mantenga a salvo del escarnio y, sobre todo, la provocación que podría llevarlo a destruir todo lo que lo rodea?

Ya se sabe: no soy yo cuando me enojo.

Sin embargo, mi monstruosidad es generalmente pacífica. Echo con tristeza una ojeada a los espejos que abundan en esta estancia. Me devuelven la mirada de mis puros ojos azules, el rostro cánido, e imagino una multitud agazapada contra el cristal. “¡El monstruo llora! ¡El monstruo llora!”, dirá alguno, necesariamente una jovencita, una prepúber, una niña sensible.

Un hálito de compasión recorrerá al grupo. Podría entonces bajar la mirada, reflexivamente, pararme, recorrer a paso lento la suntuosa habitación. El público tras el cristal contendría la respiración, suspendidos a la espera de mi próximo paso. Me acercaría entonces al delicado bouquet floral que viste el mismísimo espejo desde el cual me espían.

“¡El monstruo se ha acercado! ¡Nos mira!”, dirá el guía mientras clavo mis ojos azules en la perspectiva vacía del falso azogue.

Levantaría mi mano deforme y con las larguísimas garras como dagas que brotan de mis puños atravesaría una delicada rosa blanca y la acercaría a mi hocico, para aspirar su perfume.

Aguzaría el oído en ese momento para percibir el quedo murmullo que la audiencia no podría contener. Confirmaría así su presencia.

Habría completado un digno número de monstruo sensible de Disney. Sin embargo, persiste la duda: no logro escuchar nada detrás de los espejos.

Podría, en cambio, soltar las riendas que refrenan mi ira. Hacer jirones las finas prendas que contrastan con mi piel escamosa y arrojarme como un torpedo contra las paredes, los cristales de las ventanas. Haría volar los jarrones y las porcelanas, destrozaría los óleos, reduciría a astillas los marcos de los cuadros, los muebles, despanzurraría almohadones.

Rugiría con la solemnidad amenazante de una manada de leones cuando la noche llega y anuncian la cacería o la cópula. El público tras los cristales sentiría miedo y pavor. El guía les hablaría de los blindajes y otras precauciones.

Mientras yo correría hasta los patios, intentando alcanzar los bordes de las altas cercas, el guía tocaría, con más deleite que preocupación, el dispositivo de alarma que tendría preparado para estos casos.

Una jauría de perros vendría a buscarme. Cebados con cocaína, me atacarían inmediatamente. El espectáculo sería apoteósico.

No quedaría un solo perro vivo. Sé que podría partirles los lomos, abrirlos con mis garras y dejarlos con las vísceras expuestas. Los patios quedarían inundados de la sangre de los perros y la del monstruo que, exhausto, se tiraría a descansar sobre el charco inmundo.

Nuevamente aguzaría mi oído para captar el indiscreto sonido de los aplausos que la audiencia extasiada, ebria de adrenalina, no podría contener.

Sin embargo, persiste la duda: no logro escuchar nada tras los espejos.

Cierro los ojos, presto atención. No logro escuchar nada, nada más que el rumor casi imaginario de la sangre en mis oídos. Así, con los ojos cerrados, percibo mi respiración. Presto atención a la tensión de mis músculos. Recorro mi cuerpo, los puntos donde mi cuerpo está en contacto con el suelo, las caderas, los omóplatos, el rabo.

Imagino mi corazón agitado, la sangre corriendo por túneles oscuros, llegando a los músculos extenuados, llevando el reparador oxígeno. Pienso en mi metabolismo acelerado, las vísceras, el alambique del estómago, los turbios intestinos.

Busco otra vez el afuera, pero aún no abro los ojos: extiendo las manos y hurgo en el charco de sangre: siento el líquido viscoso y ya frío.

¿Lo siento? ¿Es acaso ese temblor mi respiración? Y ese rumor en mis oídos, ¿es el paso de mi sangre o un zumbido cuya naturaleza no alcanzo a explicarme?

Tal vez sea que no es otro el mío que el triste destino de un monstruoso cerebro, sin cuerpo ni órganos, que vive en un laboratorio, flotando en un nutricio caldo de fluidos sintéticos, conectado a una computadora, condenado a imaginar silenciosamente una vida, aunque más no sea la de un cautivo, la de un fenómeno, la de una fuerza contenida.

Última de espadas y dragones

Sir Patrick McNee
Sir Patrick McNee abrió los ojos y vio sobre sí el enorme cielo y la inabordable altura. Se apoyó sobre la diestra, que aún sostenía la espada, y se incorporó. Se puso de pie. Miró a su alrededor y vio el cuerpo del dragón que comenzaba a descomponerse imperceptiblemente. Miró en su mano la espada y no supo qué hacer con ella. La envainó. Sus leales perros le lamían los flancos, la siniestra lánguida, las piernas heridas. Caminó en círculos un buen rato. Reparó en el sol, en las sombras y en el líquen que crece en los troncos de los árboles. Escogió un rumbo. Partió hacia el oeste, de vuelta a la tierra de los druidas, a pie, seguido por los perros y por doce fantasmas.

La doncella

La doncella soñada por los druidas vió el combate desde el hueco de un árbol. No sintió nada cuando la espada apagó el corazón del dragón. Se quedó muda, inmóvil, pétrea, corazón de un árbol. Cuando vio a McNee incorporarse, sintió la dura quietud del odio. No dijo nada, pero advirtió los fantasmas que seguían al caballero. Escogió un perro, el que parecía más bravo. Cuando McNee se desdibujó en la foresta, salió de su escondrijo y caminó hacia el oeste.

El encuentro

McNee trastabilló o tropezó con una raíz. Sus piernas flaquearon y cayó. Quedó tendido entre el musgo y la humedad, respirando a duras penas, rodeado por los perros. La doncella se acercó a él, los perros no aullaron, pero tampoco agitaron los rabos. La mujer giró el cuerpo del caballero, le sostuvo la cabeza y le volcó agua en la boca. Los fantasmas se alarmaron, se entremezclaron en remolinos confusos, en haces de nada en agitación. La doncella lavó las heridas. Quieren estas leyendas una cura, un cuidado y un amor que hagan más brutal la venganza.

Los perros
El amor no es nada más que dos soledades y dos rencores reunidos en un único relato. La doncella acompañó a McNee. Los perros cazaron jabalíes, los fantasmas guiaron a los perros, los jabalíes nutrieron los cuerpos del hombre y la mujer. Cogieron al poco tiempo, con la independencia con la que cogen los cuerpos, porque estaban solos, porque eran un hombre y una mujer, porque habían compartido comidas, y porque se habían resguardado del frío. Con esa misma ausencia la mujer enloqueció al perro, con método y paciencia, gesto sobre gesto, humillación tras humillación. El perro finalmente la atacó y McNee se interpuso. Presos de su instinto, todos los perros se unieron al ataque. El hombre que había matado a un dragón, quiere esta leyenda, fue despedazado por una jauría rabiosa. La mujer vio todo sin sentir nada. Tomó la espada caída y mató uno a uno a los perros saciados. Parecía incandescente.

Los fantasmas
Doce fantasmas se arremolinan en haces de nada en agitación. Rodean a la mujer, que los percibe y enloquece. Se oculta en el hueco de un tronco, corazón de árbol. Los fantasmas la esperan. Cuando la mujer sale, la rodean, le susurran recuerdos al oído, le cuentan historias de espadas y dragones. La mujer corre desesperada, huye de los murmullos insistentes, tropieza con las raíces. Se oculta otra vez en el hueco de un tronco. Ya no sale. Los fantasmas la esperan. La mujer muere de hambre y de insomnio.

La espada
Permanece clavada en el cadáver de un perro, amenazada de herrumbre.

Otra de espadas y dragones

"¿No ves qué blanco soy, no ves?"
Serú Girán, Eiti Leda.

William Francis Fyrbildere murió de furia. Con el último aliento, entregó su espada a un noble caballero, Sir Patrick McNee, que aceptó así un compromiso de venganza. Otros doce nobles caballeros se le unieron en la batida y salieron en busca del dragón. Partieron hacia el este, más allá del Canal, más allá del Rin, más allá.

En el camino, los nobles caballeros lucharon con osos, lobos, hombres y otros demonios. Fueron atacados, emboscados y despedazados. Murieron de a uno, de a dos, nunca de a tres.

Sir Patrick McNee fue el único en llegar a la tierra que todavía sueñan los druidas galeses. Sus leales perros identificaron el rastro del dragón. Lo siguieron, lo cercaron.

El combate fue colosal, como quieren las historias de espadas y dragones. Lacerado y quemado, Sir Patrick McNee logró arrancar los ojos de la bestia.

En un aullido de furia, el dragón descubrió el pecho. Sir Patrick McNee hundió su espada vengadora hasta el mismo corazón incandescente.

Con la muerte del dragón, hubo un flamear de palomas, un remover de arenas, terror de mangostas e hilos e hilos de zorros, blancos, pánicos, fugaces.

Sir Patrick McNee yace exánime en algún lugar de la tierra soñada por los druidas.

Una de espadas y dragones


"...yes, he knows how to build a fire,
but I know how to inflame a cunt.
I shoot hot bolts into you, Tania,
I make your ovaries incandescent
...."

Henry Miller, Tropic of Cancer.

Después de que el dragón dejara simiente en el culo de su potro blanco, William Francis Fyrbildere murió de furia. Había sido derrotado.

La bestia tenía ahora el camino libre para buscar a la princesa de Oriente que los druidas galeses sueñan todavía más allá del Canal, más allá del Rin, más allá.

Cuando el dragón emprendió la marcha, hubo un flamear de palomas, un remover de arenas, terror de mangostas e hilos e hilos de zorros, blancos, pánicos, fugaces.

El dragón se acercó a la mujer y disparó sus rayos ardientes. Hubo un flamear de palomas y un terror de mangostas.

Fueron blancos, pánicos, incandescentes.

Abominables (como los espejos)

"...éramos los monstruos
conversando en terrazas
bajo la luna..."
Rain, Glassier, Cyborgs y Zines


...bajo su luz plateada que a duras penas esquiva las nubes (difuso marco de jazmines, brillo insólito de gardenias). Las barandas, mi amor, el parapeto, la escalera. Y tus dos bocas y tus varias lenguas y mis tres brazos y tus folículos ovarios y el silencio que sobrevino. El beso arrebato, mordedura (el silencio que sobrevino, los mudos relámpagos). Mi sexo inmenso, tu vagina profunda, nuestros cuerpos gigantes, cavernosos, cavernarios. La monstruosa masa de carne que nos ha tocado, mi amor, garchando, licántropos bajo la luna (aullando), en las terrazas, las gardenias sacudidas por el viento. Y tu orgasmo y la tormenta que vela las estrellas y el salto enorme surtidor y semen cáustico y tu vientre temblando como el mundo (el viento, los truenos, claro) y la lágrima de vida que ahí comienza (en la lluvia), la nueva bestia que creamos, pedazos uno de otro, queriendo o no, masa de células de fragmentación, y el hincharse de tu abdomen y los demasiados dolores del parto.

Sólo éramos monstruos, en las terrazas, bajo la luna.

363 cerebros


"...¿que tu y yo estamos locos, Lucas?.."

Nosotros tenemos conflictos más o menos neuróticos (y eso depende más que nada del observador) Y un rito neurótico que se precie del tal no puede prescindir de palabras mágicas. Nosotros sabíamos que algo fallaba.

Rellenamos entonces los cálices y sobreiluminamos los altares. Nos reunimos varias veces al día a ensayar los rituales, tanto era el temor de fallar cuando llegara el gran momento. Ejecutábamos los movimientos mandados con paranoico placer por los números. Medíamos mentalmente cada milímetro recorrido por nuestros brazos, nuestras piernas, y calculábamos las relaciones mágicas que encierran los números: lográbamos hacer aparecer magistralmente onces, sietes, tres y cada número místico que nos viniera en gana munidos de una matemática rígida como cerebros de monos y falaz como amistades eternas.

Y no parábamos de hablar. Dirigíamos nuestros movimientos con palabras precisas. Recuerdo que recitaste sin pausa 129  intervalos del paso de tu pierna sobre mi hombro y su vuelta a la tierra. Nos sentimos shaolines gigantes que abrazarían los calderos del mundo. Y lo decíamos.

Lo más difícil fue detenernos a recitar los movimientos de la boca recitando. ¡Ahí si nos sentimos aliados! Tuve que aprender tu boca matemáticamente, con la precisión del dibujante de cartoons, y detener mis labios para darte tiempo a seguir mis movimientos. Aprendimos a escuchar para adentro para reconocer nuestras voces y perfeccionamos nuestra habilidad de escuchar para afuera para poder seguir el relato del otro. Creímos tener dos cerebros, cuatro orejas, pero no pudimos tener dos bocas, que era lo que en realidad necesitábamos para poder independizarnos, pero entonces hubiésemos necesitado un cerebro más y otro par de orejas para poder seguir lo que decimos, lo que relatamos que decimos, lo que el otro relata que dice, lo que el otro dice.

Entonces caímos en la cuenta de que de lograr nuestro objetivo deberíamos descartar la teoría de los 90 signos de Pierce, porque eso multiplicaría por noventa por dos los cerebros necesarios para descifrar los noventa signos que componen lo que digo y lo que digo que digo, más otros 180  para seguir lo que vos decís y lo que decís que decís.

Deberíamos tener 363  cerebros. Nos tranquilizó entonces descartar la hipótesis de que el cerebro fuese el órgano de la cognición, suponiendo que cognición e interpretación de los signos fueran fenómenos emparentados (hipótesis, por otro lado, que no pudimos descartar). Pero el espanto ante nuestros cuerpos deformes creció al imaginar la multiplicación de estómagos, piernas, ovarios o testículos, según optáramos por uno u otro órgano del simbolismo.

Para más, me recordaste que no debíamos dejar de lado el par de órganos captores de los signos correspondiente a cada cerebro, que dada la imposibilidad empírica de descartar a las orejas para tal función, nos llenaría el cuerpo de 726  orejas, amén de las 363 bocas, lenguas y gargantas que constituyen el aparato fonador (puesto que no estábamos dispuestos a aceptar la posibilidad de la existencia de intercambio telepático de signos).

Tal configuración anatómica hubiera dificultado seriamente la realización de nuestras coreografías y hasta hubiera podido condenarnos a la inmovilidad, dejándonos sin nada que narrar y afectando seriamente la eficacia de los rituales.

Optamos entonces por sostener una postura animista acerca de la cognición, como corresponde a una buena neurosis.