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Crueldad II

Sólo veo las luces opacas. Escucho los suspiros de Beatriz a mis espaldas y me voy sin mirar atrás. No quiero ver, no quiero enterarme. Sé que está llorando pero piso firme, aprieto el paso, me voy...

Nat había prendido todas las luces de su casa, que destacaban el blanco de las paredes y el amarillo de los almohadones, dispuestos en el suelo para que nos sentemos en ronda. Beatriz me busca, se me acerca por la izquierda y yo cierro conversación con Quique, a mi derecha. Llega Lu, "Lumía". Unos días antes, habíamos vuelto a encontrarnos, después de mucho tiempo. ¿Un año? Creo que dos. ¡Dos años! ¿Y cómo estás? Bien. Sabés a qué me refiero. Si, bien, estoy en pareja, ¿vos?. Nada... te quiero, todavía. Yo también te quiero, no es ese el punto, Lucas. Supongo que no. Ahora, Nat pone música, algo de Diego Frenkel, y trae las pizzas. Beatriz me saca conversación y yo miro a Lu. Beatriz trata de tomarme del brazo. La miro como para matarla. Qué marcás. No contesta. Lu no me dedica mirada. Se sienta cerca de Nat, le desea feliz cumpleaños y se pone a charlar con el Oso, que tiene locuacidad cervezal. Se ríen. El Oso es inofensivo, pienso, inútilmente. La noche pasa. Decido irme y me despido de todos y de nadie, único beso para la anfitriona, que lo termines lindo, nos hablamos. Chau a todos. Yo también me voy, dice Beatriz, dando casi un salto. No sé cómo llegamos a siete y 57, caminando. No sé de qué pudimos hablar todas esas cuadras ni sé como es que Beatriz está llorando y yo me siento frío de frialdad absoluta. No quiero nada con vos. Pero bien que me cogiste. Pero no quiero nada con vos. ¿Es por Lu? No me jodas, ella está en pareja. Pero es por Lu. Por lo que sea: no quiero nada con vos. Me siento mal, creo que me voy a desmayar. No hagas teatro, es tarde y estoy cansado. Te digo que me siento mal. No vas a hacer que me quede con vos desmayándote. Te digo que me siento mal. Pasan varios taxis y no le paro ninguno. Al contrario, doy media vuelta y, frío de frialdad absoluta, empiezo a caminar. Sólo veo las luces de la avenida, el amarillo lúgubre y tembloroso, opaco, suma de todos los haces insuficientes del alumbrado, los negocios y los autos. Escucho los suspiros de Beatriz a mis espaldas y me voy sin mirar atrás. No quiero ver, no quiero enterarme. Sé que está llorando pero piso firme, aprieto el paso, me voy. No me putea, no grita, nada. Si no escuchara su sollozo pensaría que se ha desmayado en serio, al final. Cuando paso por el frente del ministerio, sólo veo el frío halógeno y ya no escucho a Beatriz. En un rato me voy a perder en la oscuridad de Plaza Rocha, habiendo consumado un acto de cobardía y pensando por qué, pudiendo evitarlo, pude ser tan cruel.

Crueldad I

Recuerda. Una vez, un acto de la escuela primaria. De fin de curso, seguramente. Se hizo un sorteo. Cuando sacaron el último número escuchó que decían la cifra impresa en el ticket que tenía en la mano.

Recuerda. Que pensó: "¡Yo que nunca me saco nada!". Una exageración, seguramente. Pero auténtica expresión del tamaño y la ingenuidad de la alegría que experimentaba mientras avanzaba hacia el escenario, esperando recibir, como los anteriores agraciados, libros, lápices, mochilas.

Lo que no recuerda es si le comunicó a alguien, en voz alta, ese pensamiento. Recuerda, sí, los aplausos, el bullicio, un paréntesis en el tiempo y la sensación del vaivén de sus piernas, la misma sensación que tiene ahora al caminar, confusión de acto y recuerdo. Cuando llegó al escenario, le dieron un paquete similar a una caja de zapatos.

Era, efectivamente, una caja de zapatos: la abrió a la vista de todos y encontró unas viejas sandalias de hombre, marrones, tipo franciscanas, sucias y desvencijadas. Recuerda (o todavía siente) en la cara su gesto de desilusión, de incomprensión, de desamparo. No recuerda si miró al que voceaba los números, buscando una explicación, o si buscó la explicación en el borde del escenario, en las luces o en el enorme cuadro de Quinquela colgado en la pared derecha del salón.

No sabe eso, pero sí que escuchó la risa impiadosa del auditorio abalanzándose sobre él como esos vendavales que el pampero sucio decarga en la playa, esa mezcla imprevista de polvo, arena y papeles robados de manos que no vieron venir la nube negra que la tormenta levanta en el horizonte acercándose velozmente, un fugaz aviso que las almas reblandecidas por el sol de enero no están nunca dispuestas a presentir.

Volvió a su lugar entre sus compañeros, muerto de vergüenza y humillación (quizás por eso no recuerda si le comunicó a alguien aquel pensamiento desmesurado), sin lograr explicarse por qué, por qué, pudiendo evitarlo, alguien puede ser tan cruel.