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Una de clausura

1938, 13 de agosto. San Ponciano, Papa y mártir.

Antes de Vísperas

Llueve. Tenía grandes planes para hoy por la tarde, pero el Señor ha querido desencadenar una lluvia no muy fuerte pero persistente. Habrá que acatar Su voluntad y recogerse en oración, puesto que no es posible salir a hacer obras.

O, tal vez, Él quisiera que hoy saliéramos a predicar bajo la lluvia para dar testimonio de fe. ¡Señor!, ¡a veces es tan difícil interpretar tu Voluntad!

Sor Ludovica llama a Vísperas. Me dispongo a orar.


Después de Vísperas


Durante la oración he cometido un curioso error con el Padrenuestro. He dicho “y perdona nuestras vidas, así como nosotros...”. Pienso que el Señor me llama a meditar sobre algo con ese error. No es que otorgue crédito a las enseñanzas de este judío alemán acerca del cuál no sé más que las anatemas lanzadas en su contra por el Padre Antonio, pero he comprendido que es mi vida entera la que me hace merecedora del castigo de Adán.

Pido perdón al Señor de los cielos si con este pensamiento he dudado de las enseñanzas de la Santa Iglesia. Temo haber incurrido en herejía.

Espero conversar de esto mañana con el Padre Antonio, durante la confesión. Es que siento que con mi vida no he honrado suficientemente la misión que el Señor tenía prevista para mí. No he sido madre, no he sido esposa, no he hecho de mi vida un camino abnegación. Aún estoy a tiempo de consagrarla a la oración y la penitencia y al servicio a los pobres.

Pero temo que no he honrado tampoco mis votos.  ¿Acaso dudo de mi fe?

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. ¡Dios mío!


Retomo la escritura luego de orar. No pude refrenar el impulso de arrodillarme sobre el suelo frío para mortificar la carne. Nunca es suficiente. Sin embargo, sospecho de la vehemencia con que me arrojé en oración.

¡Dios mío! ¡Cuántas pruebas nos trae el día a cada hora! ¡Qué vigilante el espíritu debe permanecer para mantener lejos la duda, la pasión, la tentación!

Sor Ludovica llama a cenar. Tengo hambre. Otórgame, Señor, mesura en la mesa y un caldo bien cocido.


Antes de Completas

Vengo ahora del refectorio. Agradezco al Señor las papas crudas que nos sirvió hoy Sor Inés. ¡Ay, mi Dios!, sé que no debería utilizar este lenguaje irónico y que debería ser piadosa con la torpeza de Sor Inés, pero es que toda esta semana ha sido igual. Todo el convento acusa los efectos de las papas crudas. Pido al Misericordioso que perdone la desidia de Sor Inés, pero sobre todo le pido que la ilumine en el cumplimiento de sus deberes. Que cocine las papas como Dios manda.

¡Ay Dios! Pido también perdón al Altísimo por mis palabras.

Debo tal vez leer los Evangelios para aquietar mi espíritu.


Sor Ludovica llama a Completas. Interrumpo la lectura de los Evangelios y me dispongo a orar.


Después de Completas

En mis intenciones de hoy, he orado por Sor Inés y he pedido perdón por mis pecados.

Hoy la hermana Albertina anunció que dejaba el convento y los hábitos. No ha querido dar explicaciones y la Madre Superiora cubrió su vergüenza con un piadoso manto de silencio, pero todas sabemos que la hermana Albertina ha cedido a la tentación de la carne. ¡Señor! ¡Los medios del Malo pueden ser tan evidentes! ¡El carnicero! Sor Inés no cocina tanto estofado como para requerir los servicios del carnicero tres veces por semana. La hermana Albertina lo recibía y se quedaba con él largas horas, que me perdone el Señor si exagero, en el locutorio. No puedo decir que los haya visto jamás comportarse en modo inapropiado, quiero decir, no es que los haya espiado, Dios no lo permita, pero, ¡Señor!, han pasado ahí muchas horas a solas. No sé por qué la Madre Superiora tardó tanto en someter los encuentros a estricta vigilancia. ¡Ya lo maliciaba yo desde mucho antes! ¡La hermana Albertina es tan joven! Y el carnicero, a decir verdad, tan buen mozo.

¡Señor! Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.


Después de Maitines

Estoy nuevamente en mi celda. Me ha traído la hermana Josefina. Dice que me halló helándome bajo la lluvia. Aparentemente, me he desvestido y he corrido desnuda por el claustro. Cuando la hermana Josefina me encontró, dice, estaba yo repitiendo maníacamente el Padrenuestro. ¿He sido poseída, Señor? Sin dudas que mi intención ha sido nuevamente mortificar la carne con el frío, pero no logro recordar nada. ¡He repetido el Padrenuestro! Dijo Nuestro Señor Jesucristo: “Cuando recéis no uséis muchas palabras”. Lo sé, lo sé, lo sé. De memoria, lo sé. Está en Mateo, 6 7-15. Pero dice la hermana Josefina que no podía detenerme. Ha debido propinarme unas buenas nalgadas para hacerme volver en mí. Testimonio son mis posaderas enrojecidas. Ella me besó y cubrió de amor a Dios para aplacar mi espíritu atormentado.

¡Señor! ¡Cuánta Gloria en el amor de nuestras hermanas, cuán piadosos corazones habitan esta casa!

Es muy tarde. Debo otorgar descanso a mi cuerpo y a mi alma. La hermana Josefina me ha prometido no informar de los acontecimientos a la Madre Superiora. Temo que se esté condenando.

Antes de dormir, rezaré por ella y por su alma.

Una de facinerosos

Araujo, querido, qué semana del orto. Este laburo de mierda, qué te voy a contar. El lunes me agarró una contractura de esas que te matan. La cuestión es que tenía un mareo que no podía ni pensar. Peor que borracho, todo el tiempo. No se puede laburar así, podés hacer cualquier cagada, viste. Ya me pasó una vez. No me podía ni parar. Dicen que son las preocupaciones. Esta vez, no perdí tiempo y me empastillé de una, y ayer fui ver al Tordo.

Resulta que tengo el cuello rígido y un principio de artrosis. Qué mierda. Artrosis es enfermedad de viejo. ¿Estoy viejo, Araujo?

La cuestión es que no pude ir a hacer ese laburito que te dije, viste. Yo creo que el Roto me va a salir a buscar a mí. Decí que tuve tiempo de avisarle a Karpasczy. El polaco ese es bueno, no se le escapa ni un cliente, pero siempre deja todo muy enchastrado, llama mucho la atención y después el Roto se tiene que andar bancando los titulares "Triple crimen en Pereyra: ¿mensaje mafioso?". Si dan ganas de mandar un anónimo y decir "si, boludo, qué te pensás que es, ¿un libro de versos?".

Pero claro, al Roto no le hace gracia el chiste. Es muy serio. Le gusta más como laburo yo. Dice que lo mío es más "quirúrgico". Le gustan esas palabras, al Roto. Pero imaginate, con el mareo que tenía la semana pasada a ver si me queda alguno boqueando o me la pegan a mí, qué se yo. Yo no podía. Y Karpasczy aceptó un cincuenta; después de todo, era laburo mío. Un cincuenta está bien, ¿no? ¿Vos decís que me zarpé? No creo, un cincuenta está bien. Creo. Por ahí un sesenta. Ya está, el laburo está hecho y ahora el Roto me busca.

Me dijo Artiola que está caliente. Que dice que no puedo borrarme sin avisarle. Que Karpasczy es medio bocón y la puede cagar con cualquier pelandrún que hace policiales para Diario Popular. Por mandarse la parte, nomás.

Qué merda. Me vuelve el mareo. No puedo pensar, Araujo. Yo no creo que Karpasczy sea tan boludo. En este laburo no durás 7 años, como él, si sos tan boludo. Siete años amasijando giles. No, boludo no podés ser.

El Tordo me dijo que siga con las pastillas. De la artrosis no me dijo nada. ¿Se puede seguir en este laburo con artrosis? Yo no sabría qué hacer y no me da para jubilarme. Si yo me siento un pendejo. Preguntale a la jermu de Rodríguez, si estoy tan viejo, je. Rodríguez se tiene que cuidar. La mina anda boconeando boludeces. Que se queda con vueltos. Yo creo que el Roto se la tiene jurada. Lo anda dejando arrimarse mucho, lo trata de amigo. Si el Roto te trata de amigo, tenés que desconfiar. Miralo al Tano Petruzzi. Que parecía que el jefe era él. Y todavía buscan pedacitos en Parque Pereyra.

Ese laburo lo hice yo. Me dio pena, el Tano. Habíamos tenido varios encargos juntos y nos cagamos de risa, como cuando se nos desparramaron las tripas de un buchón por el camino de Boca Cerrada. Lo llevábamos para Ensenada y se nos abrió la caja de la chata. También, a quién se le ocurre llevar un fiambre en una chata. Estábamos bastante del orto. Para relajar después del laburo, viste. Pero qué problema nos íbamos a hacer, si por esa zona no pasa nada, es tranqui. Viste cómo es Boca Cerrada. El pozo más chico entra un chabón parado. Nos comimos un pozo y se desenganchó la puerta. El fiambre rodó al asfalto. Menos mal que nos avivamos. Lo habíamos tenido que coser a puntazos y con la caída se le fueron las tripas por los agujeros. Rodó como cincuenta metros y dejó el desparramo. Nos bajamos con el Tano y juntamos lo que pudimos. Después de todo, la idea era que hiciera de carnada de los dorados. Y el Roto que dice que lo mío es quirúrgico. Quedaron restos de tripa, igual, y pensamos que los caranchos se iban a ocupar. Pero algún pescador lo tiene que haber notado, porque me dijeron que salió en El Día de La Plata un suelto sobre la ineficacia de los transportes de los mataderos. Como si los mataderos no estuvieran por el lado de Gorina, bien en la otra punta. Menos mal que no salió lo del mensaje mafioso.

Pero bueno, lo tuve que amasijar al Tano. El jefe se la tenía jurada, por agrandado y bocón. Le dimos el Bola y yo. Lo agarramos saliendo de la casa y lo metimos en el auto. Como era de los nuestros, lo fusilamos en Parque Pereyra. El Bola lo descuartizó; medio que le gustan esas cosas, mucho morbo. A mí el Bola no me da confianza. Estuvimos como hasta las cuatro de la mañana dando vueltas por Pereyra, a oscuras, sin luces, sembrando pedazos por acá y por allá. Al primo del Tano, que es tira y manejaba con él los camellos de Altos de San Lorenzo, le mandamos el dedo con la alianza en un ataúd chiquito. La idea fue del Roto. Lo había leído en algún lado. Al Roto le gustan esas cosas.

Por eso te digo, que Rodríguez se cuide. Y por eso te digo que Karpasczy no puede ser tan boludo.

Pero no hay que abusar. Mañana le salgo al cruce y lo voy a ir a ver al Roto, explicarle y ver si garpa. A ver si encima me tengo que arreglar con Karpasczy. Pero todavía estoy mareado.

Qué poronga. Me tocan las pastillas de mierda.

Cuidate, Araujo, aunque yo sé que a vos difícil que te hagan cantar ninguna.

Última de espadas y dragones

Sir Patrick McNee
Sir Patrick McNee abrió los ojos y vio sobre sí el enorme cielo y la inabordable altura. Se apoyó sobre la diestra, que aún sostenía la espada, y se incorporó. Se puso de pie. Miró a su alrededor y vio el cuerpo del dragón que comenzaba a descomponerse imperceptiblemente. Miró en su mano la espada y no supo qué hacer con ella. La envainó. Sus leales perros le lamían los flancos, la siniestra lánguida, las piernas heridas. Caminó en círculos un buen rato. Reparó en el sol, en las sombras y en el líquen que crece en los troncos de los árboles. Escogió un rumbo. Partió hacia el oeste, de vuelta a la tierra de los druidas, a pie, seguido por los perros y por doce fantasmas.

La doncella

La doncella soñada por los druidas vió el combate desde el hueco de un árbol. No sintió nada cuando la espada apagó el corazón del dragón. Se quedó muda, inmóvil, pétrea, corazón de un árbol. Cuando vio a McNee incorporarse, sintió la dura quietud del odio. No dijo nada, pero advirtió los fantasmas que seguían al caballero. Escogió un perro, el que parecía más bravo. Cuando McNee se desdibujó en la foresta, salió de su escondrijo y caminó hacia el oeste.

El encuentro

McNee trastabilló o tropezó con una raíz. Sus piernas flaquearon y cayó. Quedó tendido entre el musgo y la humedad, respirando a duras penas, rodeado por los perros. La doncella se acercó a él, los perros no aullaron, pero tampoco agitaron los rabos. La mujer giró el cuerpo del caballero, le sostuvo la cabeza y le volcó agua en la boca. Los fantasmas se alarmaron, se entremezclaron en remolinos confusos, en haces de nada en agitación. La doncella lavó las heridas. Quieren estas leyendas una cura, un cuidado y un amor que hagan más brutal la venganza.

Los perros
El amor no es nada más que dos soledades y dos rencores reunidos en un único relato. La doncella acompañó a McNee. Los perros cazaron jabalíes, los fantasmas guiaron a los perros, los jabalíes nutrieron los cuerpos del hombre y la mujer. Cogieron al poco tiempo, con la independencia con la que cogen los cuerpos, porque estaban solos, porque eran un hombre y una mujer, porque habían compartido comidas, y porque se habían resguardado del frío. Con esa misma ausencia la mujer enloqueció al perro, con método y paciencia, gesto sobre gesto, humillación tras humillación. El perro finalmente la atacó y McNee se interpuso. Presos de su instinto, todos los perros se unieron al ataque. El hombre que había matado a un dragón, quiere esta leyenda, fue despedazado por una jauría rabiosa. La mujer vio todo sin sentir nada. Tomó la espada caída y mató uno a uno a los perros saciados. Parecía incandescente.

Los fantasmas
Doce fantasmas se arremolinan en haces de nada en agitación. Rodean a la mujer, que los percibe y enloquece. Se oculta en el hueco de un tronco, corazón de árbol. Los fantasmas la esperan. Cuando la mujer sale, la rodean, le susurran recuerdos al oído, le cuentan historias de espadas y dragones. La mujer corre desesperada, huye de los murmullos insistentes, tropieza con las raíces. Se oculta otra vez en el hueco de un tronco. Ya no sale. Los fantasmas la esperan. La mujer muere de hambre y de insomnio.

La espada
Permanece clavada en el cadáver de un perro, amenazada de herrumbre.

Otra de espadas y dragones

"¿No ves qué blanco soy, no ves?"
Serú Girán, Eiti Leda.

William Francis Fyrbildere murió de furia. Con el último aliento, entregó su espada a un noble caballero, Sir Patrick McNee, que aceptó así un compromiso de venganza. Otros doce nobles caballeros se le unieron en la batida y salieron en busca del dragón. Partieron hacia el este, más allá del Canal, más allá del Rin, más allá.

En el camino, los nobles caballeros lucharon con osos, lobos, hombres y otros demonios. Fueron atacados, emboscados y despedazados. Murieron de a uno, de a dos, nunca de a tres.

Sir Patrick McNee fue el único en llegar a la tierra que todavía sueñan los druidas galeses. Sus leales perros identificaron el rastro del dragón. Lo siguieron, lo cercaron.

El combate fue colosal, como quieren las historias de espadas y dragones. Lacerado y quemado, Sir Patrick McNee logró arrancar los ojos de la bestia.

En un aullido de furia, el dragón descubrió el pecho. Sir Patrick McNee hundió su espada vengadora hasta el mismo corazón incandescente.

Con la muerte del dragón, hubo un flamear de palomas, un remover de arenas, terror de mangostas e hilos e hilos de zorros, blancos, pánicos, fugaces.

Sir Patrick McNee yace exánime en algún lugar de la tierra soñada por los druidas.

Una de rupturas

"...enterrar el cadáver del amor. Doler: hacer duelo, despedirse, dejar
ir lo que (se) ha partido, no temer a la disolución de lo que es
soluble, después de todo, nada hay que no tenga su solvente. Aún el
cuerpo muerto del amor se descompondrá de alguna manera y admitirá su
derrota, víctima del tiempo (ese mismo tiempo que se empecina en
obligarnos a repetir incansablemente, con monotonía de secundero, que
es aquello que todo lo cura, que todo lo borra, que todo lo puede).
Enterrar el cadáver del amor..."

Una de espadas y dragones


"...yes, he knows how to build a fire,
but I know how to inflame a cunt.
I shoot hot bolts into you, Tania,
I make your ovaries incandescent
...."

Henry Miller, Tropic of Cancer.

Después de que el dragón dejara simiente en el culo de su potro blanco, William Francis Fyrbildere murió de furia. Había sido derrotado.

La bestia tenía ahora el camino libre para buscar a la princesa de Oriente que los druidas galeses sueñan todavía más allá del Canal, más allá del Rin, más allá.

Cuando el dragón emprendió la marcha, hubo un flamear de palomas, un remover de arenas, terror de mangostas e hilos e hilos de zorros, blancos, pánicos, fugaces.

El dragón se acercó a la mujer y disparó sus rayos ardientes. Hubo un flamear de palomas y un terror de mangostas.

Fueron blancos, pánicos, incandescentes.

Una de chicas de armas llevar

Liu estaba sentada con la espalda contra la cabina, mirando para atrás. Al volante, yo miraba por el espejo al tipo parado al fondo de la caja de la chata, las manos atadas a la espalda, mudo de rabia. Liu lloraba y yo estaba muerta de miedo. En los ojos de Liu había más pena que odio. Le apuntaba al tipo con una pistola mientras yo le decía que no valía la pena, que no, algo le decía. No sé qué le decía. Nunca recuerdo el detalle de las conversaciones. Él solía decir (me lo había dicho antes, antes de estar ahí parado en la caja de una chata mientras una mujer le apuntaba con una pistola) que eso de no recordar las conversaciones era una de mis características menos femeninas. Creía que me quería, entonces. Pero ahora estaba parado ahí, forcejeando con los nudos que yo misma había ayudado a ceñir. Fue algo parecido al pánico: solté el embrague y dejé que la camioneta saliera como loca.

Todo fue tan simultáneo. Yo aceleraba, Liu disparaba, el tipo caía hacia atrás, al asfalto, no sé si por el tiro o la inercia. Liu se arrodilló y tiró, tiró, tiró. Vació el cargador, por suerte.

Me puteó en chino, en inglés y en castellano, apuntándome con la pistola vacía. Da igual: para qué recordar qué me dijo.

Una de amores trágicos...

-Es claro que ella te gusta, y mucho- le dije.

-¿Y qué carajo hago yo con eso? -me contestó- ¿Escribo un poema? ¿Tallo el tronco de un árbol milenario? ¿Compro un ramo de flores y se lo mando sin remitente? ¿Cruzo un pasacalles frente a su puerta? ¿Mato a mi mujer y huyo al desierto? Esa, esa es buena. Y espero después que una víbora me muerda, insensible, ignorante y certera, para dejarme al sol mientras me muero. Bien, bien dramático, cinematográfico. Pero ella no me quiere. Punto.