Mostrando entradas con la etiqueta delicia misterio y amenaza. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta delicia misterio y amenaza. Mostrar todas las entradas

Análisis profano: un lego se pone al día y lee Madame Bovary

a) Madame Bovary no existe. El retruécano imprudentemente lacaniano es para dar fe de la primera constatación: Flaubert habla de un ¿tipo? de mujer que, si alguna vez existió, no existe más. (Si cedemos a la tendencia ahistórica que alienta en el psicoanálisis, Madame Bovary no existió jamás y todo es síntoma de Charles Bovary. O de León. O de Rodolfo. O, qué tanto joder, de Flaubert, que después de todo admitió con todas las letras: “Madame Bovary c’est moi”.)

iv) Toda la escena en que Rodolfo le hace el verso a Emma mientras a su alrededor tiene lugar una acto público (los “comicios”, en la traducción que leí) es fabulosa. Situémonos en el siglo XIX y reparemos en que el cine aún no existe. Si se dice que, con Madame Bovary, Flaubert participa de la creación de la novela moderna, sea eso lo que sea, ¿será también que con esta escena en particular inaugura la mentalidad que un siglo después será capaz de imaginar el montaje paralelo?

5) Qué embole las descripciones. Interrumpen la acción, se cuelan entre los acontecimientos, abruman con sustantivos que refieren a nada, que son abstractos a fuerza de nombrar cosas que ya no están en mi entorno y para las cuales no tengo, muchas veces, otra entidad que la que pueda proveer un diccionario. Sentí más de una vez que si se le sacara a esta novela todas las largas descripciones de ambientes y lugares y vestimentas no habría gran pérdida y el clima general sería el mismo y los hechos de la vida de Emma tendrían la misma valencia. De hecho, no pude evitar perderme y distraerme cuando Flaubert se ponía descriptivo, cada uno sujeto a su Zeitgeist.

7) Abracadabra: qué grande la escena del carruaje, después de que León arrastra a Emma fuera de la catedral. Quizás me exceda en mi especulación anacrónica, pero esa escena debió ser escandalosa en su tiempo. Y habrá causado escándalo sin nombrar en absoluto eso que estaba pasando dentro del carruaje (boas abiertas, boas cerradas: pensé en las cajas y los corderos de Saint-Exupery)...

i) Terminada de leer, siento que toda la novela está en la escena de los comicios, donde Flaubert contrapone el mundo romántico de Emma con la burda realidad de los premios a los criadores de chanchos. Todo lo que esta novela tiene para decir(me) está, en definitiva, magistral y sintéticamente plasmado ahí. (Dentro de unos años, cuando mi memoria haga estragos, como suele hacer, recordaré así a Madame Bovary: “¿esa es la novela en que una naifa juega a dejarse engatusar por uno que le hace el verso mientras afuera le dan un premio a una criadora de chanchos?”)...

Furibundas

Hablando de chicas.



Este video no hace honor al sonido aplastante y al enorme disfrute de la cosa que transmiten; es apenas una pálida idea de lo que esta banda es en vivo.

Dirty Diamonds, un poco más allá de la avenida Rivadavia (donde, no sé si se acuerdan, Borges situaba el inicio del Sur).

Un retrato

"...era una piedra en el agua, seca por dentro."
Gustavo Cerati

Ella es capaz de mantener una conversación, hasta diría una larga conversación, sin poner de su parte nada, sin agregar, derivar, sin comprometer la más mínima afectividad, como si dijera "¿querés hablar conmigo? bueno, hablá; ¿querés que conteste tus preguntas?, bueno, te contesto". Y finalmente, cuando te das por vencido y te vas y la saludás con un beso, te besa como si dijera "¿además querés besarme? bueno, besame". Ella no está ahí, en ninguna parte. Es de una frialdad, como se dice, de acero. "Es una fortaleza", me dijo una que la odia y la envidia. La odia y la envidia pero la describe bien (y eso a ella le resulta intolerable, inadmisible, digo: que yo pueda conceder que la que la odia y la envidia pueda de pronto estar haciendo una descripción acertada de ella y revelar que es): una fortaleza, inexpugnable, ocultando vaya a saber qué furia, qué tesoro, empecinada en movernos a pensar que algo valiosísimo se guarece allí (y ahí su poderosa seducción: la sospecha de que allí, en el corazón hueco de la fortaleza, la princesa duerme, como bien se sabe, custodiada por un dragón). Y su inexpugnabilidad es la implacable calma con la que elude, indiferente, cualquier aproximación: su estrategia es oriental, no resiste, no combate, te deja pasar y se corre, logra la magia de que cada golpe o cada palabra estalle en el aire, porque ella nunca está donde la viste, now you see her, now you don't. Ella habla con vos (conmigo) como si no existieras, como hablaría con el viento o con el ruido del mar (el mar atrona y ruge y ella le contesta como si le contestara al viento, y el viento despedaza las frondas y grita su nombre y ella le contesta como si le contestara al mar).

Entonces me asalta el pánico, el pavor, la decepcionante certeza (no puedo negar que me gustaría estar equivocado) de que, tal vez, ahí, en el corazón hueco de la fortaleza, no duerme una princesa, sino una porción del mar gélido, abisal, ya casi inmóvil. Y en él, inmersa, una piedra.

Creo que ella lo sabe: una piedra en el agua.

I am not frightened of dying...

A la memoria de Puck,
que le gustaban estas historias.

De Clare no es mucho lo que hemos podido averiguar, al menos no es mucho lo que de ella registra Google. Que fue cantante, músico de sesión (en el escalafón de los músicos, un operario fino y sofisticado). Que ha trabajado para grandes y reconocidos artistas y que ha cantado jingles. Pero Clare parece un espectro de existencia manifiesta y rastros esquivos. Un par de fotos imprecisas, repetidas fractalmente, una biografía escueta y un reportaje del año 2009, aparentemente. Nació en Inglaterra, sabemos. Una página en Allmusic.com da cuenta de su existencia, pero no aporta fecha ni lugar preciso de nacimiento. La discografía apunta un único álbum, mencionado y referido en cada lugar de la red donde de ella se hable y del que sólo encontramos una fuente en la mula. Aún no lo escuchamos, y no estamos seguros de querer hacerlo. Como sea, Google también permite dar fe de que toda pesquisa sobre ella comienza en un mismo lugar: la discreta ficha técnica en el sobre interno de un famoso disco de rock, donde su nombre figura como vocalista de soporte. Podemos llegar a averiguar que por ese trabajo cobró 30 libras, y porque le tocó hacerlo en domingo, que se paga doble. Que era empleada de EMI. Que hizo un juicio y que no llegó a ganarlo, porque arregló antes. Logró lo que quería: su nombre aparece ahora junto al del compositor de aquella canción por la que cobró 30 libras. La había improvisado, en tres horas, parece (tres horas de un domingo). "Pensá en la muerte", dicen que le dijeron. Y esa fue la única indicación. O casi, porque cuando empezó a improvisar unas palabras, le dieron otra: "no, no queremos palabras". Eso fue todo, una intuición acerca de la inefabilidad de la muerte. Todo lo demás le es atribuible. Clare cantó, creó en esas tres horas una melodía bella y plasmó una interpretación escalofriante, una de esas cosas que nos hacen preguntarnos si realmente todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Esa sola canción le bastará para presentarse ante la diestra del señor, si es que esa chance nos queda, y no es poco.

Ella es Clare Torry. Ella ha puesto el soundtrack con que desearé comenzar mi gran baile en el cielo.


Cosas que nunca te dije

"Tenemos que llegar a alguna parte."
El Viejo, Faulkner.


"Supiste que algo no estaba bien. Notaste los síntomas, pero equivocaste las causas. ¿Lo recuerdas? Estabas embarazada de nuestro segundo hijo y yo leía Las Palmeras Salvajes, de Faulkner. La famosa traducción del argentino Borges, aquella que reemplaza un 'Bitches!' por un '¡Mujeres!', en una de esas ediciones que venden junto con los periódicos. La había encontrado en una librería de viejo cercana a las ramblas. Puedes sentir el olor del mar desde allí. Joder, que esa lectura marcó mi estado de ánimo. No fue falta de amor, no fue hostilidad hacia nuestro nuevo hijo lo que hizo que no le cantara las suaves canciones de cuna con que había acompañado el crecimiento del anterior. No: fue el desgarro horrible entre la pena y la nada que me llamaba desde tu vientre hinchado, fue el frío ingrato de los bosques de Alaska, la muerte infame y la huida sin sentido. Fue el espanto que sintió esa parte de mí que tomó conciencia de que estaba a la deriva en medio de la inundación llevando hacia ningún lado a una mujer embarazada."

Si veinticinco por cuatro es igual a cien...

"Floating down
through the clouds
memories come rushing
up to meet me now..."

Roger Waters, The gunners dream

Y sí, hijo, creo que tenés razón, yo pienso igual: el tiempo no existe. Creo que lo sé desde siempre, es decir, desde la época en que tenía más o menos tu edad, que es como decir ahora, hace un rato nomás, o mañana, no sé, depende. Depende de cuándo vuelva el sueño. Es así: el viento se pone como más denso y ahí pasa que me puedo colgar del viento. Cuando era chico, yo estaba parado frente a una pared blanca y el viento se arremolinaba y me empujaba hacia arriba. Siempre a mi lado había una planta espinuda con la que me había pinchado una vez, en la casa de tus abuelos. Al principio, no podía alcanzar el borde de la pared. Fue con el tiempo que aprendí a colgarme del viento. Ahora puedo pasear sobre la ciudad, de un techo a una terraza, a una cornisa, un balcón, un campanario. A veces el viento se pone violento, se enoja, se encabrita, y me da un poco de miedo. Pero igual puedo navegar como dando bandazos. Mi sueño tiene una concesión a lo que puede pasar en la realidad: siempre que lo sueño es de noche. Quiero decir que en el sueño es de noche. Y está nublado. Y siempre está la mujer conmigo. Me espera en las cornisas o se cuelga del viento conmigo. Nunca hablamos, o sí hablamos y no hay palabras, o hay palabras y no hay significados, esas cosas de los sueños. En mi sueño me doy cuenta de que me pasa lo del sueño. Esto no significa que me doy cuenta de que sueño, sino de que puedo colgarme del viento. "Otra vez me pasa", pienso en el sueño, advirtiendo lo extraordinario. Y cuando me despierto, pienso "otra vez pasó" y lo recuerdo (y no sé si me acuerdo de un sueño de la víspera o de un sueño que tuve de chico, cuando tenía más o menos tu edad y no podía ver más allá del borde de una pared blanca y había una planta espinuda con la que una vez me pinché). Por eso te digo: tenés razón, hijo, el tiempo no existe. Y ahora vos ahí tenés un misterio y no encontrás la respuesta. La clave es que 25 por 4 es igual a cien. Aunque no tiene por qué ser este, es un misterio que perfectamente puede ocupar toda la vida. Tomate tu tiempo.

Lucas Pizarro y las unidades de significación

Fue cuando ella le prestó un disco.

"Am I not your girl?", preguntaba Sinéad O'Connor desde la carátula en blanco y negro, sentada mirando para otro lado y dibujando con sus manos una inequívoca vulva. Lucas vió algo más que la vulva y que Sinéad y que un montón de canciones más o menos feas. Pensó una respuesta para esa pregunta. Cuando le devolvió el disco, le llevó "I'm your man", ese álbum en cuya foto de portada Leonard Cohen está con una banana en la mano. Dos joyas de sutileza, una junto a la otra. Al verlas, ella se rió.

-¿Black coffee? -dijo él, refiriéndose a una canción del disco de Sinéad.

-First, let's take Manhattan- contestó ella, retrucando con una de Cohen.

-¿Preferís el whiskey o el bourbon?

En ese diálogo incongruente se hallaron cómplices. Tomaron café, cenaron con vino, tomaron unos Manhattan. Habrá estado bien. Esa noche echaron su primer polvo, mientras las baladas de Bill Frissel y Elvis Costello se repetían interminablemente en el reproductor.

III

...entonces la corrí, la alcancé y la detuve. Le dije "mentira: vine a verte, vine a buscarte porque no te dije toda la verdad, porque te mentí estúpidamente, porque soy un loco idiota enamorado de tu fantasma y los fantasmas aúllan toda la vida si uno no los acalla, porque sí, porque no quiero quedarme viendo cómo te alejás de mí, porque quiero tenerte aunque sea una vez, una noche; vine a buscarte".

Me pareció que el fantasma iba a decirme algo. Le cerré la boca (esa boca que pretendía usar para manifestarse) de un beso.

II

-Debe estar por allá -dijo Santiago. Lo seguí; parecía resuelto. Entramos a un gran salón comedor. Había varias decenas de mesas, todas ocupadas. El ruido de las voces era alto. Los comensales parecían muy animados. Iban y venían de una mesa a la otra, al bar, al buffet; se servían frutas (papayas, mangos, guayabas), nachos, raclette, ceviche, cuscús. Bocas llenas, muchas, numerosas, infatigables.

Santiago y yo recorrimos el salón. Lo perdí en la multitud. Ví que a mi izquierda se abría una arcada y la atravesé. Entré a un pasillo al cual daban unas puertas numeradas, adornadas con pomos dorados y brillantes. Los números, metálicos, estaban escritos en una tipografía que podía ser la Georgia. Las descendentes eran más exageradas, sin embargo.

Yo no tenía idea de cuál era la puerta que buscaba. Ella me había dicho: "mi departamento es uno bien modesto entre dos fastuosos". Busqué signos que me permitieran advertir eso. Todas las puertas eran iguales, todos los números estaban igual de pulidos. A todo lo largo del pasillo, un torrente de gente que iba y venía del comedor me empujaba y me hacía imposible observar detenidamente las puertas.

Hasta que noté que al final del corredor, en el extremo opuesto al salón, estaba el mostrador de la conserjería. Me acerqué.

-Busco a la señorita Sakina Blanche- dije.

-El 15 -me contestó una chica joven y morocha, bella e indiferente.

"El 15", pensé, y lamenté la obviedad con que a veces se desmerece a sí misma la realidad.

El 15 estaba, claro, entre el catorce y el dieciséis. Nada en esos números me hacía pensar en departamentos fastuosos. Lucían mas bien banales. Y a decir verdad, el 15 no parecía mucho más modesto.

No alcancé a golpear; Sakina estaba abriendo la puerta y nos encontramos frente a frente.

-¿Qué hacés acá?- me preguntó conjugando a la manera rioplatense.

-Nada -mentí. Ella, que no había detenido la marcha iniciada al abrir la puerta, al pasar a mi lado, me dió el beso que las costumbres argentinas imponen. Por un momentó creí que iba a abrazarme y mi cuerpo se dispuso al contacto. Siguió, sin embargo, de largo. Creo que la disposición de mi cuerpo no alcanzó a ser manifiesta. Si ella la hubiera notado, me hubiera sentido humillado.

Me sentí humillado. La ví alejarse con total indiferencia e intercambiar palabras gentiles con los conocidos que la cruzaban. No iba al comedor, iba en sentido contrario, más allá del mostrador de la conserjería.

No sé qué hay ahí.

I

El asunto es que, de repente, lo que pensé que era un ascensor empezó a desplazarse de costado. Fue incómodo porque giró sobre su eje transversal, como si el cable que hasta ese momento lo impulsaba hacia arriba hubiera comenzado a arrastrarlo sobre unas vías o algo así. Me acomodé a la nueva disposición de mi vehículo, obligado por la gravedad. Pensé que estaba en algo similar a un carrito de los que se usan en las minas. Esa impresión fue más fuerte cuando noté que mis pies, por inercia, se separaban del que ahora era el piso de mi transporte y tardaban en seguirlo en su abrupta caída. Es decir: caíamos. Debo aclarar que Santiago estaba conmigo, y no parecía sorprendido.

-Ahora parece una montaña rusa -exclamé.

-¿Por qué "ahora"? -me respondió, más extrañado por el adverbio que por los raros movimientos del que creí un ascensor. Caí en la cuenta de que hasta ese momento yo había estado callado y no le había participado mi pensamiento sobre el carrito minero. Le aclaré:

-Hace un momento pensé que estábamos en algo parecido a un carrito de los que se usan en las minas -dije, incapaz de hallar otra manera de denominar a la cosa que estaba imaginando-. Y ahora pienso que parece el vagoncito de una montaña rusa.

Una violenta pirueta me cerró la boca. Es decir: la fuerza de la gravedad y la inercia forzaron mi mandíbula hacia abajo, por lo que estrictamente debería decir que la boca se me abrió, pero el efecto fue el de obligarme a callar, lo que se dice "cerrar la boca". Aunque también se dice "mandar a callar", "hacer callar" y miles de otras expresiones en las que no pensé en ese momento. Un lío: no sé qué pensaba en ese momento, mientras el ascensor-carrito-vagón se sacudía como loco, temblaba que era un espanto y metía un ruido como para disimular una estampida de bisontes.

Tan sorpresivamente como había empezado a desplazarse de lado, el ascensor-carrito-vagón disminuyó violentamente la velocidad. Trastabillamos. No se detuvo completamente, sino que siguió moviéndose con la parsimonia con que un bote se arrima al muelle. La que era la puerta del que creí un ascensor había quedado sobre nuestras cabezas. Mientras el vehículo aún se movía, intentamos abrirla. Cedió. Nos asomamos. Parecíamos efectivamente dos náufragos que espían el acercarse de la tormenta por sobre la borda de su bote salvavidas.

Lo que se acercaba era, en cambio, un muelle. El ascensor-carrito-vagón-bote rebotó contra las tablas. Saltamos al muelle. Atrás, nuestro transporte se alejaba.

Una de amores trágicos...

-Es claro que ella te gusta, y mucho- le dije.

-¿Y qué carajo hago yo con eso? -me contestó- ¿Escribo un poema? ¿Tallo el tronco de un árbol milenario? ¿Compro un ramo de flores y se lo mando sin remitente? ¿Cruzo un pasacalles frente a su puerta? ¿Mato a mi mujer y huyo al desierto? Esa, esa es buena. Y espero después que una víbora me muerda, insensible, ignorante y certera, para dejarme al sol mientras me muero. Bien, bien dramático, cinematográfico. Pero ella no me quiere. Punto.

Eras tan Lelouch

Era Ginebra y era gris y era resplandor la llovizna sobre la Rue Lausanne. Nos encontramos compartiendo el desayuno en una mesa de hotel. Su inglés era notablemente mejor que el mío, pero teníamos ganas de hablar.

Tardé en darme cuenta, en cierto momento de la conversación, de que ese sonido cerrado y rígido que ella emitía era el modo ruso de pronunciar "guevara". Me reí, sin sarcasmo, mas bien como una palmada en la frente. Repetí: "guevara", con mi dicción rioplatense. Ella también se rió y trató de imitar ese sonido. Fracasó.

Ella tomó té y noté que guardaba en los ojos la furia de guerra que se agita tras las ventanas, casa por casa. Yo preferí el café.

Quedamos en encontrarnos a la noche. Bailamos unos tangos inevitables (es decir, fatales).

Llego entonces a un punto de mi relato que no puedo sortear, aunque podría intentar escaparle diciendo aquello, banal, de que estaba, de pronto y sin saber cómo, besándola. Después de todo, ese instante desapercibido es parte de una serie imposible de segmentar, como la que incluye a la gota que hace rebalsar al vaso. Sin embargo, tengo una pista.

Fue un chiste tonto lo que puso su boca a tiro de mi boca. Yo había descubierto hacía un rato que podía hacerla reir (que ella estaba dispuesta a conceder ese premio a la vanidad de mi ingenio), y cuando un hombre (este hombre) descubre que puede hacer reir a una mujer, se siente temerario y audaz. Mientras ella reía, decidí "arriesgar la boca a beso o cachetada". Salió beso.

Y fuimos a su habitación. Ya no hablamos. La desvestí. Era Ginebra. Y era lento. Y era resplandor su piel blanca en ese hotel de la Rue Lausanne. Empezó a hablar otra vez, palabras sueltas en ruso. Entendí el juego y nos dedicamos a elaborar nuestro privado diccionario bilingüe de los pecados y los vicios.

Nunca más volveré a saber los nombres rusos de las partes del cuerpo que importan en estas circunstancias. "Boca", "рот", quizás. Los demás los he olvidado, al menos lo suficiente.

Pero, al final, capricho de mujer, eligió cambiar otra vez el juego, volver al inglés que al principio nos había ofrecido la esperanza de entendernos.

"I come", murmuró, y me sorpendió. Todavía sujeto por las reglas del otro juego, yo iba a decir: "me voy". Y supe que ese diverso rumbo, la contradictoria dirección, era un sino.

Dormimos juntos. Por la mañana, cada uno salió para cumplir sus propios compromisos sin acordar nada para después. La crucé por la tarde caminando por la Rue du Rhône. Me saludó con una sonrisa indiferente, como dedicada a un extraño que cubriera con su capa un charco a fin de franquearle el paso, en una galantería que ella se vería obligada a agradecer pero cuyas consecuencias se impondría conjurar.

Después de eso, como dice el tango, no la ví mas.



19-Juan Pablo Bochatón, Tomo lo que encuentro

Lucas Pizarro y su costumbre de regalar libros

"Técnicamente, yo nunca fui infiel", me dijo Lucas. "Dejémonos de tecnicismos, Lucas", propuse.

-Fue para la época del primer recital de Living Colours en Obras, el '93, me acuerdo. Yo vendía café por las facultades y estaba conviviendo con Lu, ¿te acordás? Se dió en esa situación. Conocí una mina que laburaba en Bellas Artes. Se llamaba Claudia y solía comprarme un café y una medialuna casi todos los días. Desayunaba así. No sé cómo fue que se recortó de entre todos los demás que me compraban un desayuno. Tenía un hermoso par de ojos. En serio, sin doble sentido, que tenía unas tetas bárbaras también, no me voy a andar con remilgos para decir eso. Pero creo que en su caso me fijé en los ojos. Tampoco sé cómo fue que empezamos a encontrarnos por todas partes. Una vez me la crucé en Arquitectura y nos quedamos charlando. Otra vez fue un recital de Víctimas del Baile. "Qué hacés acá", le pregunté. "Que hacés vos acá", me dijo, marcando el vos. Y así. Nos encontrábamos sin buscarnos.

-Cortazarianamente- dije.

-Podés decirlo así, si te gusta. Teníamos muy buena onda y ese carácter detaché de la relación daba para charlas francas, mutuo psicoanálisis de banco de plaza y esas cosas. Ella pintaba cuadros, pero conmigo hablaba de libros. Era una lectora curiosa. Ahora que digo relación, no sé si se puede llamar relación a una relación así. Llegaron las vacaciones, ella se fue a su pueblo y empezó para mí la temporada baja. Nos fuimos con Lu a la costa, creo que a San Bernardo, si mal no recuerdo, en esa época era o San Bernardo o Santa Teresita, todo muy pío, a vender uvas frías en la playa. No nos fue ni bien ni mal, pero para finales de febrero estábamos de vuelta. La lluvia de febrero, supongo. Y empecé a encontrarme con Claudia por todas partes otra vez, casi todos los días. Enseguida supe que por esa fecha había sido su cumpleaños. "Feliz cumpleaños", le dije.

-Una chica de piscis.

-Si, una chica de piscis. ¿Vos contaste una vez que tenías un rollo con las chicas de piscis, no?

-Un rollo no. Un par de historias que no fueron que involucran a chicas de piscis.

-Un rollo -dijo mirando el lugar donde está la respuesta a la pregunta sobre por qué es más bien el ente y no la nada-. A mí se me metió en la cabeza hacerle un regalo por su cumpleaños pasado, pero no se me ocurría qué. Al otro día, a la tarde, me la volví a encontrar caminando sola por el bosque. Le dimos no sé cuantas vueltas al lago, conversando. Me dijo que estaba leyendo a Laiseca, La hija de Keops. "¿Te gusta?", le pregunté. "Me divierte", dijo. "¿Leíste La Mujer en la muralla?". "No", me contestó, "esto es lo primero que leo del tipo". Le pregunté si lo quería, que se lo podía prestar. "Dale", aceptó. Había encontrado un regalo para hacerle. Pero no me quería mostrar, cómo decirlo, ¿ansioso?, no me imaginaba apareciendo con un libro nuevo, comprado para ella, me parecía desmesurado, después de todo, no se podía decir ni que fuéramos amigos, ni que estuviéramos flirteando, nada. Entrar en plan "préstamo" y después regalárselo me parecía adecuado. Además, no sé, regalar un libro leído por uno tiene algo más amable, como una oferta de confianza.

-Ibas vos en ese libro -dije. Lucas ignoró el comentario. Yo me dí cuenta de que lo que había querido ser ingenioso había sido pueril.

-Decidí regalarle mi ejemplar, que no estaba ni mucho menos deteriorado pero ya no tenía la disposición hostil, altanera, de un libro nuevo. El único problema era que La mujer en la muralla me lo había regalado Lu. Era la edición de Tusquets, la colección esa que tiene en las tapas un marco como un damero o como las banderas que se agitan al finalizar una carrera de autos. No tenía dedicatoria ni ninguna marca que lo distinguiera, pero Lu y yo sabíamos que era su regalo, no podía desaparecer así como así de nuestra biblioteca. Vamos, que yo participo además de esa ética que dicta que uno no debería regalar lo que le ha sido regalado. O sea: sentía culpa. ¿Sabés qué hice? ¡Mirá vos lo que hice! Compré otro ejemplar, tomé el viejo de mi biblioteca y en su lugar puse el nuevo. Fue la única vez que salí con la intención de encontrar a Claudia. La encontré, claro. "Te traje el libro de Laiseca, ¿todavía lo querés leer?" "Sí", me dijo. "Tenelo, tomalo como un regalo de cumpleaños". Después de eso, pasé, fijate qué locura, varios meses sacando cada dos por tres de su estante el ejemplar que quedó en mi casa para hojearlo, ajarlo, darle un aspecto domesticado, amoldado a las manos, para imponerle el porte que tiene un libro que finalmente ha admitido permanecer de piernas abiertas. De hecho, lo volví a leer. Eso pasó. Técnicamente, eso no es una infidelidad. No es nada, es menos que nada. Una mentira tonta, una expresión de debilidad...

Yo no sé si Lucas finalmente se cogió a Claudia. No me lo dijo y no se lo pregunté. Según él, "técnicamente", nunca fue infiel, así que infiero que no pasó nada mientras duró su relación con Lu, por lo menos dos años más. Me pregunto si habrá logrado que el libro se pareciera al otro, el mismo.

Nocturno

A contraluz te miro (y para que esta frase tenga algún sentido, requiero de ustedes cierta colaboración: imaginen que están en una habitación cuadrada, grande; pueden ayudarse trazando en la pantalla de su mente cuatro líneas representándola; agreguen sobre el lado superior uno de esos rectángulos utilizados por los arquitectos para indicar una abertura; centrado respecto de los extremos, debe ocupar dos tercios del lado; ahora, enfrentada a esta ventana y apoyada en el lado inferior, imaginen lo más a la derecha posible una de esas porciones de pizza usadas para representar a las puertas; la cama está apoyada con la cabecera contra la pared de la izquierda; pueden pensarla como un rectángulo; imagínense en mi posición: estoy tendido en la cama, de espaldas a la puerta y viendo la luz difusa y amarillenta o cobriza brillar en la ventana; ella ha entrado al cuarto; piensa que estoy dormido y por eso se mueve sigilosamente; ha rodeado la cama y se ha parado frente a mí; incluso, mira hacia donde adivina mi cara, según el esquema mental que tiene del lugar, según lo que recuerda de mis costumbres, según lo que la penumbra le permite ver; no nota que yo la miro, acaso mis ojos no brillan; se desviste; silenciosamente, se saca la remera y su pelo largo, arrastrado un momento por la tela, sube y vuelve a caer sobre su espalda; deja la prenda en el suelo, donde dejará también el pantalón, que separa de su cuerpo con un empujón de los pies; en claroscuro se recorta su silueta de mujer; se lleva las manos a la espalda y puedo oir el minúsculo "click" del broche del corpiño; hace con los hombros ese movimiento consistente en volcarlos hacia adelante, ahuecando el pecho, para acompañar o producir el deslizarse de los breteles; no distingo el movimiento de las cintas, pero sé bien que rozan, indiferentes, sus hombros y sus brazos; por un segundo sostiene el corpiño en una mano, al lado del cuerpo; así es su imagen, oscura una mujer contra la ventana iluminada sosteniendo un corpiño; finalmente lo suelta y cae al suelo, junto con el resto de su ropa; si han sido tan amables de imaginar todo esto, les pido un último favor, piensen como en un murmullo: "a contraluz te miro").

Lisboa

Lisboa tenía el aire azul por aquellos días. Todo era correr por la calle naranja hasta dar con la nariz contra una puerta; entrábamos siempre (había mármol, unas sillas inglesas y una luz muy clara).

Tomábamos el té mientras mirábamos el mar por la ventana del salón. A veces, no nos alcanzaba el azúcar y le arrancábamos mechones de pelo a tu perro blanco, que dormía a nuestros pies, siempre.

¡El mar era tan verde! Contemplábamos las olas y nos hacíamos cosquillas en las yemas de los dedos, con las uñas. En la terraza, creábamos montañas de pelo blanco de ballena que caía de los aleros. (El perro estornudaba y trataba de atrapar al vuelo el vapor de pelo de ballena que se deshacía en el aire).

Nos zambullíamos en las montañas y rodábamos.

Estabas desnuda entonces.

Te tocaba la palma de los pies antes de que bajaras a la playa. El mar te esperaba conteniendo el aliento (Lisboa entera se estremecía con la apnea del mar).

Yo cerraba las celosías y rezaba. Tal vez llorara. Devoraba los mechones de pelo blanco de ballena que habían estado entre tus piernas.

Tu perro se quedaba en la terraza y miraba el cielo hasta que la lluvia le quemaba los ojos acuosos y le lavaba el pelo blanco, que escurría a chorros, como volcanes de edulcorante. Entonces se levantaba despacio y se iba a tirar debajo de una mesa de hierro forjado, pintada de blanco.

Lisboa entera (las calles naranja) espera que salgas del mar.

Ocaso

"...y no es justo
que a un adicto a la piel
le duela el alma..."
Amar con lástima, Richard Coleman.


Aurora cierra los ojos e inmediatamente es de noche.

-¿Otra vez compraste boludeces?

"Debe haber algo más", pienso. Algo detrás de la compra del supermercado. Algo más que Aurora recostada en el sofá, con los ojos cerrados, dejando que el cigarrillo se queme entre sus dedos sin fumarlo.

-Compré un montón de cositas ricas. Pensaba hacer una fondieu.

-Qué rico. ¿Trajiste vino?

-Un chardonay de Nieto Senetiner.

-Te gusta gastar plata al pedo...

Algo más. Quizás eso que llaman los fantasmas del vino o algo en la suavidad de los quesos que pronto serán una crema amable. "Sin nada parecido a palabras". De ese modo pienso que el vago perfume de la madera ardiendo en el hogar podría bastar para crear la ilusión de placidez, como el humo del cigarrillo que Aurora se lleva ahora a los labios o el sabor áspero y prepotente que imagino inundándole la boca podrían bastar para crearle la ilusión de placer.

Ahora le hacen abrir los ojos. Nadie puede saberlo, pero eso me estremece... Miro con ansiedad por la ventana hacia afuera, mas no: las cosas son más complicadas que en los juegos de palabras. Ahí sigue la noche.