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De la evangelización (estados de Facebook)


Explicar qué le gusta a uno e intentar convencer a los demás de por qué deberían también apreciarlo, es (IMHO) desplegar un teoría estética, una teoría de la cultura y una teoría de la significación.

Si usté cree que el valor de una obra equis es inmanente a la obra, intentará someter al destinatario de su esfuerzo a un proceso de "inmersión": agotará ejemplos, citas. Su estrategia será la ostensión.

Si usted cree que el valor de una obra está en su forma y su construcción, exhibirá retazos, fragmentos y explicaciones. Su estrategia será el análisis.

Si, en cambio, usted cree en el valor social del arte, se dedicará más bien a exponer las circunstancias de su manufactura. Su estrategía será la argumentación.

Si cree en el genio, abundará en biografías y psicologismos. Su estrategia será narrativa.

Si usted cree que el arte es la expresión del espíritu del tiempo, del cual su generación es el protagonista privilegiado, fatigará anécdotas, indagará memorias. Su estrategia será la crónica.

Si cree que el arte es la revelación de lo inconciente, de la ideología o de cualquier otra cosa "subyacente", saldrá a la pesca de lapsus, corregirá metáforas y metonimias (puesto que usté les asignará su significado *verdadero*), seguirá el rastro de los significantes. Su estrategia será la hermenéutica.

Si, en cambio, usted cree que el arte vale en la medida en que es la vanguardia de tal o cual sujeto histórico (el proletariado, la raza, los trabajadores, la nación, el género) referirá hechos, señalizará hitos, procurará batallas, plantará banderas. Sus estrategias serán la epopeya casi siempre, la hagiografía muchas veces y la vehemencia demasiado frecuentemente.

Tal vez crea que el arte es el registro de un proceso de evolución, de los vaivenes del despliegue de algo que está en el origen y se dirige a un destino. En ese caso, anotará tradiciones, identificará escuelas, establecerá filiaciones, compondrá taxonomías. Su estrategia será la genealogía.

Pero quizás crea que una obra vale por la ocasión de gozo que presenta, organizará una fiesta, abrirá su casa, prepará una comida, bailará. Su estrategia será la hospitalidad.

Y si cree que el arte es la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar), tal vez intente poetizar.

Es decir que al final, si usté cree que una obra vale por la posibilidad de decir que cada vez inaugura, hará muy probablemente un poco de todo lo que vengo diciendo, en diferentes mezclas y combinaciones, según su temperamento, pero sobre todo se preguntará ante cada signo para qué le sirve y copiará, combinará, transformará.

Curiosamente, su estrategia será ofrecer al destinatario de su esfuerzo, más obras.

Nota al pie, según Piglia

Seis años después de este post, vengo a consignar que en la primera entrega del programa Borges por Piglia, emitido por estos días por "la televisión pública", Ricardo Piglia asegura que sí, que Walsh organizó mañosamente el texto de Nota al pie para que la nota se imponga paulatinamente al cuerpo del relato...

Lo humano inconmensurable

Arno Farías ama cantar. Se le nota, quiero decir. Uno lo ve cantar y nota que se está divirtiendo. Canta verdaderamente muy mal. O muy feo. En realidad, no podría decir que canta mal porque, en principio, da las notas. Arno Farías es afinado, quiero decir. Pero coloca la voz en un registro chillón e imposta un tono desprolijo. Digamos que juega al anticantante. Pero es divertido. Y transmite la alegría de cantar. Arno Farías es dionisíaco.

Uma no podría nunca apreciar el arte de Arno Farías. Ella es apolínea. Ama el deporte y la competencia. Cuida su indumentaria, su vocabulario, su “presencia”. Le gusta saberse entre los ganadores. Uma es competitiva. Si escuchara (cosa que nunca hará) la música de Arno Farías, se declararía indiferente, o, simplemente, lo despreciaría.

En eso se parece a Adela. Para Adela la excelencia es divisa. El arte de Arno Farías sería para ella un gesto pueril. La técnica, Arno Farías, el rigor, Arno Farías, la forma, Arno Farías, diría Adela.

Para Arno Farías, Adela y Uma serían dos putas estiradas. Porque todas las mujeres son putas, diría Arno Farías, más que nada para irritar. Porque él es así de rebelde. El tema es, explicaría Arno Farías, que hay algunas putas que se llaman a sí mismas “modelos” o “esposas”.

Para Adela y Uma, Arno sería un bruto, o un inmaduro. A Adela, hablando de música, le gusta Mozart. A Uma, Peter Gabriel. Son pretenciosas y se consideran parte de una aristocracia de la sensibilidad que se adorna con las mejores galas de los cánones establecidos.

Para Arno Farías no hay mejor música que la que hacen sus amigos. ¿Y por qué va a ser? ¡Porque son sus amigos!

Al contrario, Adela y Uma tratan de ser amigas de los que hacen la mejor música. Como verán, Uma y Adela me resultan antipáticas. Eso no es signo de nada bueno ni de nada malo. Es sólo que yo también soy dionisíaco.

¿No ves que ya no somos chiquitos?

Es muy triste ver surgir un entusiasmo, chiquito, tímido, debilucho. Verlo asomar como una plantita minúscula que rebrota entre el polvo cruel de la sequía o entre las cenizas que siguen al incendio. Es descorazonador verlo estirar esas hojitas como bracitos, como desperezándose, como venciendo una tendencia a la inmovilidad que le viene de dentro. Y después, verlo malograrse. Los anteriores entusiasmos fueron arrasados por cataclismos furibundos y rapaces y no ha quedado de ellos más que un germen que se repliega y repliega y repliega y se va hondo en la tierra y huye de la luz y todas esas cosas que ya se sabe que hacen los entusiasmos cuando a su alrededor el tiempo no es propicio y rugen tempestades o rechistan alambradas eléctricas. Pero nunca un cataclismo es tan fuerte ni tan duradero. Se acaba, un buen día, y entonces un minúsculo entusiasmo asoma su cabecita y empieza a desperazarse. Y cuando parece que este minúsculo entusiasmo, un entusiasmo que es apenas la evocación o el resto de otros entusiasmos voraces o feroces, entonces, se acerca la cabra inevitable, el hervíboro del caso y pum, se lo come, o lo pisa la manada de elefantes o lo arrastra un torrente inesperado que, en realidad e igual que el propio entusiasmo, señala el fin de la sequía.

Y después queda ahí el hueco de ese minúsculo entusiasmo, la sensación del brazo amputado que es énfasis de una ausencia, y uno se queda mirando como diciendo "¿y? ¿ya pasó?" y ahí no queda nada y otra vez a esperar, a cuidar semillas invisibles y minúsculas, que las trae y lleva el viento, y repararlas del clima y de los pájaros y esperar a que brote, otra vez, un entusiasmo que, para llegar a baobab, tiene primero que ser brizna.

-¿Baobab?

-Si, Antoine, las rosas me chupan un huevo. No quiero un entusiasmo de rosa. Quiero un entusiasmo fuerte como un baobab...

-Pero es que yo pensé... creí... bah, la idea era...

-Si, Antoine, ya sé cuál era tu idea. Era una linda idea.

Antoine me mira. Se lo ve apesadumbrado. Se ve que, de alguna manera, lo he decepcionado. Se recuesta en su silla y juega con la cuchara del café. Abre la boca como para decir algo y escucho la pequeña apnea que prepara la salida de la voz. Se calla, sin embargo.

-¿Sabés, Antoine? Hace años, había en el patio del departamento donde vivía una bolsa de tierra. Brotó algo, ahí. Lo cuidamos y lo dejamos crecer. Resultó un jacarandá. O la semilla estaba en la bolsa, o cayó con la mierda de algún pájaro, andá a saber. Lo dejamos en la bolsa hasta que estuvo lo suficientemente grande como para pasarlo a una maceta. Lo transplantamos. Luego nos mudamos y lo llevamos con nosotros. Tuvimos que pasarlo a una maceta más grande. Alcanzó un par de metros de altura. Se ve que el macetón donde lo teníamos no lo favorecía. El tronco era un palito fino y flexible que tenía en la punta un penacho de esas hojitas compuestas propias de los jacarandaes, pero resistió vivo, aguanto tormentas y heladas y resolanas. Pero nunca nos decidimos a plantarlo. Ningún lugar parecía lo suficientemente bueno. Yo me fui de esa casa, con dolor, con furia. Ahora, necesito un baobab. ¿Me entendés, Antoine? Un baobab...
Vean el videíto que nos mandó Luc.



No se escapen a los créditos finales. Atribuyen la música a Pink Floyd, lo cual es inexacto, porque parte del crédito corresponde a Clare Torry. Pero pienso, ¿habrán pagado derechos? Munch debe estar en el dominio público, así que con eso no hay problema, pero Pink Floyd, ¿será muy caro usarlo de soundtrack?, ¿habrá sido el costo más alto de la producción?

Copiar, combinar, transformar...
http://www.youtube.com/watch?v=nxOrSzCy50U


(De paso: el video está güenísimo.)

De cómo se rellena el tiempo perdido

Venía leyendo en el tren. "Historia de la lectura". Voy por "Roma", digamos. Pero el pensamiento que se me ocurrió, mientras leía, tiene un carácter bien actual: pensé en que toda la mitología griega, esa que tanto ha admirado a nuestro "occidente" euro-determinado del que creemos formar parte, no hubiera existido si no hubiera sido posible para los autores de tragedias apelar a personajes de la tradición oral, de la religión popular, si no hubieran sido capaces de apropiarse de situaciones dramáticas y narrativas, si otros autores no hubieran podido continuar o retomar temas, contarnos lo que otros no habían contado acerca de los mismos personajes.


Es decir: la entera cultura griega no hubiera existido si una normativa de derechos de autor y propiedad intelectual hubiera impedido a una multitud de autores y comentaristas explorar (y explotar) personajes o situaciones en su carácter de enteros símbolos, como unidades de significación de un nivel superior, distinto de sus componentes, que se integraran en nuevas composiciones.


Pensé también que si limitaciones de propiedad intelectual como las que se impulsan hoy en día hubieran estado en vigor desde entonces, muy probablemente supuestos herederos de Sófocles, o detentores de la propiedad intelectual que podrían haberla comprado como quien compra una camisa a los que se la habían comprado a los que se la habían comprado a los herederos de los herederos de los derechos de Sófocles, hubieran hecho imposible a Freud crear el psicoanális basado en una metáfora como la de "Edipo" (o lo hubiera obligado a una perífrasis sin vigor expresivo: "Complejo de joven-rey-griego-que-descubre-tarde-que-ha-desposado-a-su-propia-madre").


Pensé también a quién carajo le importaría lo que yo estuve pensando.

Silencio

No voy a decir la pavada de que el silencio sea algo malo porque para silencio el de los cementerios. El silencio es la parte, me parece a mí, más importante de la música.

Por eso, porque este blog está en silencio desde hace bastante (y eso no es ni malo ni bueno: simplemente es), encuentro ahora un motivo para tomar la palabra: desde hace unos días, Blogspot decidió imponer el silencio a Toy Enojau.

Toy Enojau ha hecho un gran, enorme, valiosísimo aporte a la cultura, a romper la idea de que sólo valen los blockbusters, de que música es Lady Gaga.

Como sabemos en la pampa, siempre llega un momento para ir con la música a otra parte.

Y allí, ser libres de elegir, si queremos, y sólo si queremos, el silencio.

Excuse moi, René, mon cher

Claro y evidente: en la vida en soledad, la mente, el pensamiento, la carrera alucinada e idiota del hámster en su rueda, se van comiendo de a poco todo lo que pueda ser su "objeto". Junto con todo eso, hasta el cuerpo pierde entidad. Nos va tragando la irrealidad.

Observé recién una pareja abrazándose en el salón de espera, antes de un viaje que, no sé, tal vez los separará o tal vez los unirá en una aventura. Se tocaban, se palpaban, sin deseo, sin ansia. Parecían estar confirmándose, como ciegos.

Te toco, luego, existo.

Notas sin vocación de desarrollo


Como consecuencia de la acción proselitista del mismo amigo que me dijo a mi que escuchaba música de viejo, mi hijo ha descubierto Kiss. "Ja, Kiss era viejo cuando yo tenía tu edad!", le dije. Qué viejo estoy.

Cosa que no puedo tomarme en serio, Kiss. Como no puede ser de otro modo, la canción favorita es "I was made to love you". Esa canción en particular adolece (y resulta tan apropiado el verbo en este caso) de toda una serie de defectos que básicamente podrían resumirse en una inconsistencia profunda que sólo nos autoriza a entender la canción como el momento cúlmine en que el sentido del humor de los setenta logra la síntesis estéril de sus dos grandes tendencias, inventando el disco metal, subgénero que, afortunadamente, no dejó herederos.

"Fui hecho para amarte" tiene esa guitarra a la Ozzy Osbourne al principio, que nos promete satánicos personajes maquillados con sus guitarras colgando a la altura de las rodillas para que, a los pocos compases un Gene Simmons haga ingresar en la pantalla de nuestra mente, de la mano de su bajo inequívocamente disco, un John Travolta de fiebre de sábado a la noche. Todo en la canción está fuera de registro, de lugar, de escala: la letra de amor empalagoso, la melodía que no envidiaría César Banana Pueyrredón, los coritos sin letra. No way. Esto no es rock, esto no es música, esto no es serio.

(Entre paréntesis, la canción me retrotrae a mis propios doce años, cuando la música dividía a los hermanos mayores de mis amigos entre los que escuchaban Kiss y los que escuchaban Queen, oposición que hoy no podemos advertir sino falaz, sino un único y ubicuo kitsch de los tardíos setenta y los primeros ochenta.)

Entonces pienso en el lugar en que me descubro, pienso en los doce años de mi pibe y en algo que, de alguna manera, me alegra: el rock sigue siendo eso que, por su música, su actitud y su puesta en escena, irrita a tu padre.



(Más la escucho, más la pienso, más genial me parece, más me gusta).

Aguas van


(14 estados de Facebook)

"Vera! Vera! What has become of you?"

#Tener 41 años y estar viviendo eso que llaman "la madurez" tiene altibajos. Entre las contras, por ejemplo: sí, me terminaron doliendo los pies y la espalda. Y no pude reencontrarme con la inocencia de los 17.

#”Govierno”, escrito así, con “v”, en la panza del chancho volador, se me impuso como el piolín indiscreto en medio de la más apabullante perfección técnica mediante el cual todo el entramado de este The Wall, como decimos en buen criollo, mostró la hilacha.

#Roger Waters logra el milagro de reducir The Wall a un alegato antifascista pueril y convencional, inocuo, sobre todo, subrayado aquí y allí por perogrulladas al mejor estilo U2. Resalta todas las líneas obvias, no se priva de ningún golpe bajo, y se permite citar de manera explicita a “1984”. ¿Alguien le podría explicar al señor Waters que 1984 es ya un libro “viejo”? Aún necesario, tal vez, como don o testigo que les pasemos los viejos a los más jóvenes, pero viejo al fin. Un énfasis de senilidad que, para mí, desenmascaró a tres vejetes sobre el escenario: Orwell, The Wall y Roger Waters.

#¿Puede un artista no haber comprendido su propia obra? ¿Quién la comprendió?

#No obstante, hay algo tan poderoso en The Wall que aún este pueril alegato antifascista no lo logra diluir: contrariamente a muy consolidadas tradiciones que vinculan el fascismo con la figura de un Padre tiránico, Waters postula que la sociedad de vigilancia es algo que debe relacionarse con la figura de la Madre obsesiva (un “grafitti” pintado -proyectado- en la “pared” durante la ejecución de, si la memoria no me falla, Run like hell, mostraba la frase “Big Brother is watching you” con las letras “Br” tachadas y reemplazadas por una “M”).

#Cosas que se pueden “hacer” con The Wall: ¿del Nombre del Padre como fundamento de la Ley al Nombre del Padre como fuente de resistencia?

#Comentario de mi niño, ante el muñeco de la esposa: “Tiene brazos de mantis”. “Si”. “¿Sabés que después del apareamiento se comen al macho?” (juro que me lo dijo así: “apareamiento”). “Si, es así”. “Es para alimentar a las crías”. “Eso dicen ellas, hijo”. Él se río de lo que le pareció un chiste. Yo confronté mi lado oscuro.

#El guitarrista que “hace de Gilmour” se la re-banca.

#Me desilusioné igual. Yo esperaba el milagro.

#No dejó de resultarme más o menos romántico este amoroso encuentro entre un artista británico antibelicista y un público argentino. No sé exactamente de qué podría ser signo ese romance, pero ahí estábamos.

#¿Podría Waters hacer The Final Cut en Argentina? ¿Sería eso un gesto político “real” o más proyecciones sobre una pared de utilería? Mejor aún: ¿podría una “banda tributo” argentina hacer The Final Cut en Londres?

#El momento en que la pared se viene abajo no deja de ser muy emocionante. Placer infantil de la repetición.

#Hubo, por suerte, otros tantos momentos en los cuales logré olvidar la frase de Marx sobre la historia (aquella sobre sus primeras y sus segundas veces). Canté a los gritos: Mother, Another brick, Vera, One of my turns. Y Comfortbly numb, claro.

#Ok: puedo decir al fin que estuve ahí, que ví a la mejor banda tributo a Pink Floyd que existe. Mi hijo salió de River con su remera y una ciega marca: The Wall, River Plate, marzo de 2012. Como dije antes, qué pueda significar ese signo es ahora su parte.

¿Para qué leen los niños?


Siguiendo a Matías, en Golosina Caníbal, llego al site de la revista Luthor. Me entusiasmo con la reseña Escenas de lectura familiar, de Guadalupe Campos, sobre un libro de Karina Bonifatti. El tema me toca. En Apóstrofe, Pablo Makovsky se enfoca en lo que parece lo más relevante del artículo de Guadalupe: la idea de que en el libro de Boniffati se vería el despliegue de un modo de lectura digamos creativa, que fuerza al texto, en su caso, el de Harry Potter, a establecer o tener relaciones con otros textos, en su caso, clásicos de la mitología griega.

El punto es estimulante. Del libro y de la reseña, me interesan dos temas: uno, una cierta idea de la lectura que no se rinde ante la soberanía del enunciado sino que lo usa para explorar su propia dinámica, sus propios límites. Y dos, que se toma para desplegar ese modo de lectura un material doblemente innoble: Harry Potter. Innoble por ser un producto de la cultura de masas, de la industria cultural, y por inscribirse en el registro de la literatura (que no merece tal nombre) para niños.

Todo eso está muy bien. Pero, como es mi costumbre, me detengo en un margen, en un pliegue. Guadalupe afirma que son cuatro las preguntas que, implícitamente, organizan o motorizan el texto de Bonifatti: “¿Qué lee un chico? ¿Para qué lo hace? ¿Para qué debería leer? ¿Cuál es la función que debería cumplir un adulto en ese proceso?”.

Lo que me interpela es la respuesta que Guadalupe arriesga para la segunda pregunta: “Entonces, de vuelta a las preguntas iniciales: la primera (¿qué lee un chico?) está bastante supeditada a la segunda (¿para qué lee?): ante todo, busca entretenimiento”.

No comparto en lo más mínimo ese punto de vista. Confieso, mi método es poco científico aunque afín al del libro reseñado: voy a basarme en mi experiencia de padre cuenta cuentos. Y arriesgar otra hipótesis: un chico lee (y entiendo “leer” en el sentido amplio de “consumir relatos”, así sea que los lea por su cuenta o, en voz alta, alguien se los lea o, como suelo hacer yo, se los invente al vuelo) porque busca respuestas.

La misma Guadalupe nos lo dice más adelante, en su artículo: "Para eso [para que un libro les interese a los niños], tiene que tener algún elemento que realmente los inquiete, que consiga que empiecen a interesarse por quedarse en el libro (...) con algo que los inquiete, me refiero a algo que los interpele profundamente, porque se compromete con sus miedos, con sus dilemas reales..."

Es curioso, porque en mi experiencia pasé por algo similar a lo que se nos informa de Bonifatti: ella habría tomado la decisión de abordar sin cortapisas la mitología griega, a pesar de sus tramas truculentas o abiertamente sexuales, porque “alguien que puede procesar la historia de una mujer que consigue el favor sexual de un hombre con conjuros y que se suicida cuando él huye al notar lo que pasó, y de su hijo que en la adolescencia busca y asesina a sangre fría a su padre y a sus hermanos (hijos de otra mujer) en su búsqueda de venganza y de inmortalidad, no necesita cuentitos que atenúen el tratamiento que recibían las esclavas de guerra y que obvien olímpicamente las tramas familiares tortuosas de Esquilo.” En una nota al pie se nos aclara a los que no leímos a Rowling que esta es, en resumidas cuentas, la historia de Lord Voldemort, el antagonista de Harry Potter.

Adopto aquí el estilo narrativo: hace unos meses estaba yo leyendo Macbeth. Venía de seguir a Vero en su paseo, y estaba entregado a un par de traducciones. Mi niño me ve (dice Guadalupe, un poco conductistamente, que esta es la mejor manera de motivar la lectura) y me pregunta: “Qué leés?”. Él todavía no sabe quién es Shakespeare y yo no le revoleé con el nombre prestigioso por la cabeza, fui a lo importante: “Es la historia de un príncipe escocés al que se le mete entre ceja y ceja que él tiene que ser rey pero se encuentra con que el rey de Escocia todavía está vivo”, resumo.  Su reacción fue de lo más natural: “Ah, tiene que matarlo, ¿no? ¿Me leés?”.

La clarividencia de mi niño me conmovió. Tuve una fracción de segundo de duda: ¿leerle Shakespeare a un chico de once? Pensé inmediatamente en cuál era su historia favorita: el manga Naruto. Pensé que Naruto es una típica hisoria de superación personal, desde la insignificancia hasta la gloria, que atraviesa toda clase de asesinatos, padres que entregan a sus hijos a la muerte, discípulos que traicionan a sus maestros, mujeres que traicionan a sus hombres, familias diezmadas por la venganza, hermanos que se matan entre sí, y, sobre todo, dos amigos que se odian a muerte.

¿Qué podía haber en Macbeth que no tuviera Naruto de lo cual debiera yo “proteger” a mi hijo”? ¿Una versificación tediosa? ¿Un léxico arcaico? Respuesta a la pregunta final de Guadalupe: ¿y para qué estaba yo ahí? Decidí leerle Macbeth en voz alta. Después de todo, Macbeth es un guión de teatro.

Entonces, mi relato cuenta la historia de la lectura familiar de un texto de noble alcurnia. Pero quiero señalar que la reflexión en la que basé la decisión de intentarlo fue simétrica a la de Bonifatti.

La lectura duró varias noches. Es cierto: no era algo que pudiéramos compartir con mis hijas menores, y procurábamos los momentos a solas. El ejercicio se extendió varias semanas, con muchas interrupciones en el medio.

Y a pesar de eso, Shakespeare, su relato, mantuvo todo ese tiempo el interés de mi niño. Pasaban los días y volvía a pedirme cada vez que continuara la historia. “¿Y qué pasó, pa? ¿Le mintieron las brujas? ¿Se hace rey? ¿Le hace caso a la esposa? ¿Lo mata al rey? ¿Lo traiciona a Banquo? ¿Se vuelve loca la esposa? ¿Mató a los hijos de Macduff? ¿Qué pasa cuando los ingleses invaden Escocia?”.

Para terminar de exponer mi tesis, permítanme subirme en los hombros de Shakespeare y completar mi respuesta a la última pregunta de Guadalupe: mi hijo mantuvo el interés, también, gracias a mi voz, a mi palabra, a las licencias que me tomé con el texto, a mis explicaciones sobre Inglaterra, los reyes, Escocia, la época.

Agrego, entonces, un corolario a la respuesta dos: los niños leen para establecer vínculos.

No me parece poca cosa: de niños leíamos, creo recordar, por las mismas razones que de adultos.

A propósito de las razones para no ver a Roger Waters


Creo que entiendo y comparto casi todos los argumentos por los cuales Roger Waters, el millonario que hace treinta años roba con lo mismo, el megalómano que llevó a Pink Floyd a la ruptura, el ególatra que, justamente a partir de The Wall, puso al servicio de sus delirios infantiles una equipo de instrumentistas de una sensibilidad excepcional, no merece que vayamos a verlo.

Por todas estas razones, yo dudé mucho de ir a este nuevo recital. De hecho, y por todas estas razones, por considerar que un Pink Floyd sin Gilmour no es Pink Floyd, que, incluso, un Pink Floyd sin Waters es bastante más Pink Floyd, no fui a ver a Waters las veces anteriores que estuvo en la Argentina.

De todas maneras, si la polémica 'ir/no ir' adquiere el carácter de una guerra de sensibilidades, se me hace una guerra muy infantil, una escaramuza de remeras estampadas.

No obstante, lo que me resulta grato de esa guerrita, que evidente e inevitablemente se da, es que es la señal de que 'la cosa Pink Floyd' nos con-mueve.

Mi primer vinilo de Floyd fue The Final Cut. Me lo regalaron unos amigos para mi cumpleaños 16 o 17, ni siquiera cuando era una novedad, sino unos años después del lanzamiento. Pero me lo regalaron porque sabían que me gustaba Pink Floyd. Para ese momento yo ya había visto la película y conocía The Dark Side of the Moon y Wish you were here, aunque no sé en que orden los habré escuchado.

Por muchísimos años, ese disco fue el único registro de Pink Floyd del que fui propietario. Pink Floyd fue, durante mi adolescencia, objeto, soporte y ocasión de conversaciones. Siempre lo escuché de prestado. Recién en los noventas largos me compré The Dark Side of the Moon y Wish you were here, en CD, obviamente. Y no hace mucho, el DVD de la película.

De alguna manera, yo soy conciente de ir a ver este show un poco porque peor es nada, porque hace siglos que esperamos a Gilmour y nadie logra traerlo. Sé que cuando llegue Ese Solo, voy a estar escuchando al pobre guitarrista al que le toca el envite con orejas de 'a ver cómo te sale, pibe'.

Pero eso es 'culto de la personalidad'.

La cuestión es, me parece, que hay otra manera de pensarlo. Se afirma que The Wall es el principio del fin de Pink Floyd, un movimiento signado por una monomanía de Waters que se cristalizará en The Final Cut. Se afirma que los fans de la primera hora se decepcionaron con The Wall. Se afirma que retiraron su afecto con The Final Cut. Se afirma que con The Wall, Waters empieza a parasitar y fagocitar a esa entidad idealizada que llamamos Pink Floyd. Se afirma, además, que incluso la relación entre Waters y Alan Parker durante el rodaje de la película no fue buena, que eran más las diferecias de criterio que las coincidencias, que la película que vemos es una suerte de solución de compromiso, que no es la película que ninguno de los dos imaginaba.

Lo que yo pienso es que The Wall es lo que es (la obra más grande de la sensibilidad rockera, su culminación y su resumen) a pesar de sus creadores, por obra y gracia de lo que sus escuchas hicieron con ella.

O lo que es lo mismo: aunque los millones se los lleve el perfectible individuo Waters, The Wall es nuestra.

Yo voy a ver este show con mi hijo de 12. Lo llevo, no tanto para informarlo de una 'pieza importante de cultura' como para que sepa algo de su padre (qué significa ese signo, será parte de los libros que a su manera escriba él).

Entonces, si algo pasa en la sensibilidad de mi hijo con este show (admito que mi apuesta es grande y la decepción puede ser mucha), si algo que tiene que ver con él y su padre queda inscripto en el registro de 'lo que nos decían los libros cuando éramos adolescentes', entonces, porque es nuestra, The Wall aún vive.

Introducción al análisis estructural de los relatos


“...el relato se burla de la buena y de la 
mala literatura... el relato está allí...”

Quién otro: Rolando Barthes, taxista.

Saliendo del cine, mi niño y yo.

-¿Viste que la historia del Linterna Verde este es la misma que la de Po?

-¿Qué? ¿Kung Fu Panda?

-Si. ¿No viste que a este también lo elige una fuerza del destino para luchar contra el mal?

-Ja. ¡Si, el marciano moribundo es como Oog Wei!

-Si, si. Y Sinestro es como Shifu.

-¡Si! ¡No cree que vaya a poder salvar a todos!

-Eso.

Mi pibe se queda pensando y yo lo dejo. Caminamos en silencio, no exagero si digo que un par de cuadras, lo cual es mucho para mi pequeño saltamontes. Entonces, habla:

-Linterna Verde tiene miedo, como Po, que le tiene miedo a Tai Lung.

-Es verdad. Y los dos superan el miedo.

Qué se lee es importante. Es la única manera de educar el paladar, en un ejercicio que de alguna manera es el camino para alcanzar mayor sofisticación, cosa que ahora no podría explicar por qué me parece valiosa. Qué se lee es importante. Pero para que eso no sea sólo un ejercicio esnob, es necesario algo más, determinante: cómo se lee.

Como sea, a mi me gustó mas Kung Fu Panda.

Una que sepamos todos

Elogio del pastiche y del sincretismo

El contexto lo brinda una de estas nobles iniciativas primermundianas que logran extraer valor de la miseria de los otros, lo que no está necesariamente mal. La posibilidad la crea una tecnología que no por incorporada desde hace ya bastante deja de maravillarme. El resultado son cosas como esta:



o esta:



Entonces, reflexiones superficiales:

x) El reggae como “lengua vehicular”. El reggae como lugar común donde todo y cualquier cosa puede desplegarse. Cómodamente.

3) La idiosincrasia como una cuestión de tratamiento armónico: en el video Groove in G, cada músico, como estila decirse, “interviene” la base en sol apelando al peculiar repertorio armónico del género que domina o que le es, digámoslo así, natural. Y el resultado funciona.

b) Una historia de sincretismo (en la cual los Beatles son condición necesaria) que nos trae a un presente donde nuestros oídos son capaces de admitir estas combinaciones: una misma pieza donde se reúnen las escalas y los timbres del flamenco, del blues, de tales o cuales músicas asiáticas o africanas cuyos nombres desconozco.

///) La magia de estas tecnologías de la ausencia, capaces de crear la ilusión de que variados sonidos acontecen en un mismo “espacio acústico”.

j) El “espacio acústico” como territorio utópico donde es posible la reunión de variadas telepresencias.

VI) El “tempo” de la música, como ficción desvinculada del “aquí y ahora” del músico. Nada nuevo: la música se graba en “sesiones” desde hace ya medio siglo, si lo piensan. Casi toda la música que escuchamos no supone que los músicos que la tocaron hayan estado juntos jamás.

7) El montaje como énfasis de todas estas ficciones. El montaje y la edición como apoteosis de la idea frank-zappiana de “composer”.

XIX) La escala humana. “Bono. Dublin, Ireland”. Aún encerrado en un bunker (contraste respecto de las locaciones exteriores de los demás músicos que algo nos dice), aún cumpliendo su papel de “endorser”, el tal Bono se me antoja aquí devuelto a la escala humana, un tipo cantando, como los otros tipos, tocando. Algo que ya he dicho por aquí: la música como algo que hace gente.

//) La afinación temperada occidental como hegemonía.

omega) Otras reflexiones no mencionadas aquí.


Más Playing (que puede entenderse como "tocando", pero también como "jugando") for Change.

La estupidez (propia) es (la más) insondable

-Disculpe, señor, ¿ésta qué estación es?

-No venía mirando, pero debe ser Hudson...

Mirá que hay que ser pelotudo. ¿En qué cabeza cabe responder esa pregunta empleando para la palabra "hudson" una sin dudas inexacta pero en todo caso aceptable pronunciación inglesa? Qué boludo. Si en ese momento el Sur hubiera decidido ejercer su legendaria justicia arrojando a mis manos un cuchillo, habría tenido el puntazo bien merecido por nabo y por fifí.

Y no era la primera vez. "Sí, el otro día anduve por Hurlingham", te dije, ¿te acordás? "Se dice Úrlingan", me corregiste, un poco maternal y como abarajando la desgracia. Y eso que había pronunciado la "u" como tal y la "h" como una jota carrasposa. Pero no hay caso.

-Lo que pasa es que yo vivo en Jaedo-. El chiste, repetido hasta el cansancio, de un amigo de mi viejo...

Amor, locura y muerte

"Los hermosos libros, las dos o tres verdades eternas, 
las nuevas verdades transitorias que cambian la vida, 
el sentido absoluto de la vida misma, se nos revelan 
en la adolescencia o no se nos revelan nunca. 
Para comprender una verdad tan sencilla no hay más 
que recordar qué nos decían los libros 
cuando éramos adolescentes."

Abelardo Castillo, en Las palabras y los años, Desconsideraciones.




El recuerdo volvió de improviso hace unos días y he perdido registro del proceso, porque estoy seguro que hubo un proceso, que me llevó a desenterrarlo.

Capturé de él, curativamente, una asociación marginal: era mi primer recuerdo asociado con la literatura.

Después lo perdí. Es decir, y no creo estar diciendo nada que no conozcan, mi mente conservó el recuerdo de haber recordado un viejo recuerdo relacionado con la literatura, pero al recuerdo lo volvió a colocar en ese lugar falazmente seguro donde se soterran los recuerdos insoportables.

Y volvió recién. Puedo ahora, porque escribo en caliente, reconstruir la cadena de asociaciones que, como suelen hacer las asociaciones, levantó la peluda alfombra que tapaba mi recuerdo.

De esa cadena, retengo el eslabón final, la voz y la presencia de Alberto Laiseca contando cuentos de terror.

Entonces: yo tenía doce años. Estaba terminando la escuela y mis padres habían decidido que yo tenía el derecho y el mérito de aspirar a una plaza en el Nacional Buenos Aires.

Durante aquel año, mi último año de escuela, me mandaron, por las tardes, a la salida del colegio, a un instituto privado donde se suponía que me prepararían para el examen de ingreso.

Recuerdo que el lugar (uno de los primeros lugares a los que empecé a ir solo, sin que mis padres me acompañaran) quedaba en el barrio de Flores o de Caballito y lo recuerdo como un lugar no sé tanto si lúgubre o sucio o pobre como decepcionante. Se suponía que en ese lugar yo sería instruído en competencias superiores, en saberes sofisticados.

El instituto pertenecía al maestro de mi grado, un señor pelado y amable, al que todos los pibes queríamos mucho y que jugaba con nosotros los torneos de ping pong que se organizaban en los recreos.

Supongo que para mi sensibilidad de entonces, ese sitio vulgar no podía ser el lugar donde el Maestro preparara a sus alumnos para ingresar al Gran Colegio.

No sabría decir qué, entonces y para mi mente infantil, era lo decepcionante. Recuerdo un tonto y anodino color beige en las paredes, un ruidoso ascensor y sus puertas tijera, un palier mal iluminado, recuerdo viento, luz de tubos fluorescentes y pizarras blancas.

Pero recuerdo un cuento. De todo lo que durante un año me habrán enseñado (matemáticas, supongo, especialmente, porque eran mi punto débil), yo recuerdo un único cuento.

Y hablo del recuerdo, porque el libro, su prosaica materialidad, un fajo de hojas mecanografiadas y abrochadas, aún lo conservo. Tiene aún, muy deteriorada, claro, su tapa de papel celeste que dice, también mecanografiado y todo en mayúsculas "Antología del cuento argentino".

Podría ir, si quisiera, a mirar qué titulos componían la antología, seleccionada por los propios maestros del instituto. Pero comprenderán ustedes que la precisión es ridícula e innecesaria.

Sin importar qué más tuviera, en ese libro está el cuento que hizo estallar en pedazos mi inocencia. Hasta ese momento, yo era lector ferviente de Salgari y Verne. Yo creía que esos, los de aquellas noches en vela siguiendo a Sandokán o a Phinneas Fogg, eran mis primeros recuerdos librescos.

De alguna manera, lo son.

Sin embargo, mi momento de pase como lector vino de la mano de Horacio Quiroga.

Fue La gallina degollada el cuento que me hizo entrever, oscuramente atisbar, qué cosa podía ser cabalmente la literatura.

Supe entonces que la vida no tiene sentido y que la justicia no existe, que todos somos como frágiles e inocentes y delicadas nenas de tres o cuatro años a merced de sus ni siquiera crueles hermanos.

Ahí estuvo para mí ese primer horror insoportable, una forma dura de angustia que apenas si podía entonces comprender o aún menos explicar como hago ahora: los hermanos tontos no eran malvados, no eran crueles, no eran culpables.

Eran, apenas, ni más ni menos, capaces de matar.

Hoy en día, el horror que involucra criaturas me sigue resultando insoportable. Cuando el género noticioso se solaza en esas truculencias, debo apagar o cambiar de canal. No hablo de una suerte de trauma, sino de una sensibilidad persistente que me permite decir que aquél niño de doce años que leía con espanto La gallina degollada soy yo, este mismo, de alguna manera.

Nunca más volví a leer ese cuento. No puedo, y no lo necesito. Sé perfectamente lo que tiene para decirme.

Y Horacio Quiroga ocupará para siempre en mi Olimpo personal el lugar del hijo de una gran puta que reveló una verdad.



Ah. El secundario lo hice en el Colegio José Manuel de Estrada, de la ciudad de Necochea.

El fantasma de Menard

No sé si da para elevar el fenómeno a la categoría de sign ‘o the times, pero no he podido evitar notar en la blogósfera (un énfasis que quizás se explique sencillamente en base a mi peculiar punto de vista) un cierto interés por la cuestión de la “versión”.

Hace un tiempo, yo me entusiasmé con este site y con este otro, que resultó menos interesante qus su Manifesto.

Hace poco, Bardamu, cuyo blog no dedica frecuentemente un énfasis especial a la música y que venía mas bien interesado en el cine, compartió con nosotros su obsesión de una noche de insomnio y nos regaló 28 versiones de I put a spell on you. Más recientemente, recopiló cuatro versiones de Sucio y desprolijo.

Vero ayer colgó a Mimí Maura haciendo R.E.M.

Ahora estoy un poco perezoso como para ponerme exhaustivo. Pero creo que cualquiera que dedique un rato a la faena, podrá encontrar cuantiosos ejemplos de gente que se cuelga con relevamientos, comparativas, agrupamientos, meras colecciones de “versiones de”, especialmente, canciones.

A todos nos fascinan las versiones.

Youtube facilita el ejercicio. Basta poner el título de una canción para tener la posibilidad de aburrirnos viendo mucho, pero realmente mucho, de lo que se ha podido decir a partir de esa canción.

Sin embargo, me gustaría señalar que aunque los ejemplos musicales son tal vez los más obvios, que podríamos incluso decir que la idea de “versión” es más frecuente en la música que en otras artes, la cuestión es más amplia y Vero da con una elegantísima manera de decirlo, en este post.

Vero, señaló, hablando de libros, lo que para mí es el corazón de cualquier versión de cualquier clase de obra: “un libro subrayado ya es una versión”.

Se puede dar vuelta perfectamente el enunciado: una versión es un texto subrayado.

La poética de Google

ya saben:
“el futuro llegó, hace rato”

La línea une a la vieja (porque ya es vieja) ciencia ficción con la actual realidad de las empresas (that used to be) de internet. La línea subraya que durante ¿cuánto? ¿cuarenta? ¿cincuenta? ¿sesenta? años, la ciencia ficción nos explicó que los androides eran máquinas, piezas de hardware más o menos sofisticadas, más o menos antropomórficas.

La línea apunta hacia androides que son otra cosa.

Android es software.

¿Con qué sueñan estos androides?

¿Conocen eso que en marketing se llama la “visión”? Es esa idea que, dicen los marketineros, empuja y moviliza a una empresa hacia el futuro, es una suerte de definición de cómo deberá ser el mundo, normalmente concebido como mercado, tras la acción de la compañia. Los marketineros se dedican a escribir y formalizar “visiones”, que son comunicadas a los empleados como parte de su adoctrinamiento. Fíjense que Google no sólo llamó Android a su sistema operativo sino que llamó Nexus One a su primer teléfono. No hace falta que tengamos acceso al texto pergeñado por los marketineros de Google: su visión tiene, digámoslo así, seis etapas, a contar desde Nexus One, no sé si me explico.

Nota: todas las marcas comerciales mencionadas en este post son propiedad de sus respectivos dueños y se mencionan aquí con carácter informativo ;-)

Guilty

Me pregunto si la soledad favorece la escritura. No me refiero al hecho de estar solo para poder concentrarse y escribir. Pienso si no es el hecho de no tener con quién hablar el que, por lo menos a mí, ahora, me mueve a escribir. Así, la escritura sería como mi Viernes, o como la pelota Wilson de Chuck Nolan. Un lugar para un Otro indispensable.

Por ejemplo, no tengo a quién contarle, en este momento, que descubro esta mañana un mecanismo de culpabilidad que me perturba. Está relacionado con la comida. Anoche no tenía ganas de cocinar y me compré una pizza. Me la comí casi entera (dejé sólo una porción, lo cual constituye el primer gesto culposo). Ahora amanezco y encuentro que no me siento bien. Me siento hinchado, tengo acidez. Pienso en que estoy gordo y que no debí comer pizza.

Me pasó hace tres o cuatro días. Estaba en la oficina, era la hora del almuerzo y estaba más o menos apurado. Decidí ir a la pizzería del barrio. Pedí una porción de fugazzeta y una de fainá, para comer en la barra. Me encanta comer parado en la barra de una pizzería, mirando las noticias mudas en un televisor lejano. Ya esa tarde tuve la sensación de pesadez y de hinchazón. Pienso que son las levaduras. Que estoy gordo, bah. Y otra vez pensé “no debí”.

En estas dos circunstancias advierto el sentimiento de culpa. Pero son también aquellas en las que me di cuenta de que esto me pasa cada vez que como comida chatarra. Y eso me pasa bastante más seguido de lo que debería: no debería.

Entonces es así: como esta mañana y este encuentro son sueños, como en este sueño no tengo a quien contarle mis menudas angustias, escribo.


Xerox e infinito

“Definiremos esta última como la manifestación irrepetible
de una lejanía
(por cercana que pueda estar).”
Walter Benjamin, ya saben dónde 
y a propósito de qué (y si no, googleen)


Vengo al teclado luego de haber estado escuchando el hermoso y delicado concierto de Köln de Keith Jarret. Como tal vez sepan, esta es una célebre grabación de un concierto de 1975. Es el registro de una improvisación de un poco más de una hora. Las piezas no tienen siquiera nombres y los “tracks” están identificados como “Part 1, Part 2”, y así, cuatro partes, sólo para caber en el imperativo tecnológico de los “20 minutos por lado, máximo” que regía en la era del LP de vinilo (cuatro partes, cuatro lados: este concierto se editó originalmente en un disco doble).

Tal vez sepan también que esta, la de ser completamente improvisados, es una característica de los conciertos de Jarret solo. Es decir: cada concierto es completamente único. La música que usted escucha en este disco no había sido tocada nunca antes. Y no volvió a ser tocada nunca más.

(Más allá de que le encuentre una utilidad didáctica, carece de sentido que un músico se esfuerce por aprender a tocar alguna de sus partes.)

Vean qué diferencia con Comfortably numb, puestos en envión. Esa canción de Pink Floyd participa de alguna manera de la naturaleza de los fractales: sean de la envergadura que sean las variaciones, permanece siempre idéntica a si misma. En un comentario a esta (a mi juicio, insignificante) versión de la canción, un usuario que firma PkCynthialover expresa la idea: “yo creía que Comfortably numb era inversionable”.

Es que, de alguna manera, lo es. La ejecución de esa canción, se me antoja hoy, invierte la teoría benjaminiana del aura y de la reproductibilidad técnica: cada performance es la actualización de un registro inamovible, es, por sobre cualquier otra cosa, un acto de repetición.

En cambio, cada vez que alguien se aproxima a la grabación del Concierto de Köln (incluso hasta la obscena cercanía que ofrecen los auriculares de un reproductor de MP3), no puede evitar la conciencia sobrecogedora de que eso que oye existió sólo una vez y que la grabación es la manifestación distante de algo irrepetible.