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Postal

Muchas veces, como hacemos todos, seguramente, he intentado reconstruir o recuperar recuerdos de la infancia. La memoria de mis primeros años es un árbol bastante seco del cual sólo extraigo cada tanto unos pocos frutos no muy jugosos. Son retazos, o más bien postales, casi fotografías y, en muchos casos, ni siquiera auténticos recuerdos sino la reimplantación de un recuerdo a través de un relato de alguien mayor.

Mi madre, sin ir muy lejos. De ella guardo algunos recuerdos, pero sobre todo muchas palabras.

Si algo es mi madre, por ejemplo, es su historia del abuelo gallego. Y esa historia es a su vez vaga e incompleta. Es la historia de mi madre comiendo almejas. Recogía las almejas con mi bisabuelo, en días de caminata por la arena. Ella era un niña de unos cinco o seis años, la edad que tiene ahora una de mis hijas. Caminaba con su abuelo por una playa que podría ser Mar de Ajó, en esa zona donde el mar todavía está sucio de la afluencia del Plata (hay otra anécdota de mi madre que involucra a Mar de Ajó, un destartalado ómnibus de pasajeros y el esfuerzo de mi abuelo, su padre, para ayudar a mover el ómnibus, que se había encajado en la arena).

Caminaban por esas playas, que hace sesenta años habrán sido desoladas y rústicas, y recolectaban almejas. El abuelo las abría vivas, las rociaba con limón y las comía. El abuelo gallego le enseñó a mi madre a comer almejas crudas, lavadas con la misma agua del mar, apenas laceradas un poco por el ácido del limón.

Y yo me pregunto qué habrá sido eso que tanto impresionó a la niña de seis años, qué cosa señaló ese recuerdo de entre el cúmulo de experiencias, si el gesto del hombre, si el acto primal de devorar al animal crudo y todavía vivo, si el sabor fuerte y agresivo del molusco y el cítrico, si el ritual, la coreografía del gesto que imagino (la danza de las manos para despegar la valvas con un cuchillo, apretar el limón, adivinar el reventar de la pulpa, la caída de alguna gota en los ojos de la nena que mira, fascinada, incrédula, al animal reaccionar y retorcerse), si habrá sido el atardecer o la figura del hombre contra el sol, o tal vez el juego, el estar de rodillas en la arena, buscar con la vista los pequeños y redondos agujeros que delatan el lugar donde la almeja se ha enterrado, cavar con la pequeña palita de metal, atrapar al animal antes de que logre hundirse más profundo, cuidar de no romper las valvas con la pala, juntar la cosecha en un balde lleno de agua de mar.

Mi madre nunca contó que se riera entonces. Siempre ha presentado la escena como un momento pleno de felicidad, pero no recuerdo risas en la historia. Aquel hombre, del que sólo sé que juntaba almejas con su nieta y que las comía bañadas en limón, dejó en la niña que después fue mi madre una impronta tan profunda que se concentró en un único acontecimiento, relatado una y otra vez (ahora lo pienso) como cuento para ir a dormir (y afloran recuerdos de mi madre: sentada en un banco, entre mi cama y la de mi hermana, dándole una mano a cada uno para evitar celos y competencias, y contando la historia del abuelo, una historia con tan escasos elementos como aquí los repito: un hombre y su nieta caminan por la playa buscando almejas para comerlas crudas, rociadas con limón). Ese era el cuento. Ese o el de los tres chanchitos, una canción de cuna y a dormir.

Algo fascinante habrá tenido la voz de mi madre. La certeza de una forma del amor, algo próximo al encantamiento causado por un único gesto, una escena simple y acotada, aguda y exigua como una espina, y clavada con igual tenacidad.

Y el cuento pasó finalmente a mi memoria. Aquel inmigrante gallego en las costas del Plata, que imagino taciturno, dejó, diría casi con certeza que sin saberlo, su ciega marca para que una madre la pasara a su hijo. Creo que no fue tanto la historia como la pura voz de mi madre, su inexplicable entusiasmo, aquello inefable que el relato no podía contener pero que la voz revelaba.

Con los años, mi madre formalizó un manifiesto deseo de conocer Galicia. El tiempo le dio la oportunidad. Viajó a España a visitar a una hija, inmigrante de la oleada de los años dos mil. Y fue a Rajó. Y vio las rías. No sé si comió almejas. Honró la memoria de su abuelo, conoció olvidados y vagos parientes.

En las costas del Atlántico argentino hace años que ya no se ven almejas. De chico, yo todavía las juntaba cuando íbamos de vacaciones a San Clemente. Era un juego y la ocasión para que mi madre repitiera la historia del abuelo gallego. Nos divertíamos, mi hermana y yo. No recuerdo haber comido jamás esas almejas. Apenas si recuerdo si alguna vez mi madre hizo con ellas algo parecido a una paella, hirviéndolas, creo, hasta que las valvas se abrieran.

Hace unos días leí en un diario que se habían vuelto a ver almejas en la costa. Pedían a la gente que no las recolectara, para no fracasar su regreso.

En fin. Así son las postales: parece que tienen un origen, una causa o un motivo y, sobre todo, que se dirigen hacia otro, un lugar o un destinatario, pero en realidad son retazos encallecidos de algo que, suponemos, pasó, sin causa ni efecto, sin trama ni desenlace.

El don

Habría que intentar otro pesar, 
otra alegría, un sitio 
distinto para esta alma que se espeja...


El libro inició su recorrido hace meses, años, tal vez. Fue pergeñado, deseado, escrito y fabricado en Córdoba. Fue dedicado a una decena de personas. Otros tantos ejemplares fueron entregados en don a un mensajero y transportados por unas primeras manos humanas desde La Docta hasta la Reina del Plata. Ese primer mensajero podía guardar un ejemplar para sí, pero debía acercar al resto a otro destino. Un tiempo humano, que no se mide sino por los azares de las ganas y la voluntad, transcurrió hasta que las manos del primer mensajero se encontraron con otras y conversaron y entregaron en don los ejemplares del libro. Manos humanas lo transportaron desde la Reina del Plata hasta algún lugar del Oeste. La cruda y bruta materialidad del libro esperó otra vez un tiempo humano hasta que tuvo lugar un nuevo encuentro. El segundo mensajero guardó un ejemplar para sí y transportó camino al Sur la ruda materialidad del papel y la cartulina. Mis manos recibieron un don y un testigo. Guardé un ejemplar para mí. Otros dos ejemplares más esperaban aún para encontrar su destino. Más tiempo humano pasó. Hoy, mis humanas manos pasaron los dos últimos ejemplares a un nuevo mensajero, que guardará un ejemplar para sí. Sólo falta un libro. En estos tiempos interesantes que nos tocan, la historia que quiero contar es la de un curioso libro, un libro de poemas, un libro impreso en papel, que recorrió por tierra, en bolsos, carteras, guanteras o mochilas, cientos de kilómetros para hilvanar una decena de puntos.

¿No ves que ya no somos chiquitos?

Es muy triste ver surgir un entusiasmo, chiquito, tímido, debilucho. Verlo asomar como una plantita minúscula que rebrota entre el polvo cruel de la sequía o entre las cenizas que siguen al incendio. Es descorazonador verlo estirar esas hojitas como bracitos, como desperezándose, como venciendo una tendencia a la inmovilidad que le viene de dentro. Y después, verlo malograrse. Los anteriores entusiasmos fueron arrasados por cataclismos furibundos y rapaces y no ha quedado de ellos más que un germen que se repliega y repliega y repliega y se va hondo en la tierra y huye de la luz y todas esas cosas que ya se sabe que hacen los entusiasmos cuando a su alrededor el tiempo no es propicio y rugen tempestades o rechistan alambradas eléctricas. Pero nunca un cataclismo es tan fuerte ni tan duradero. Se acaba, un buen día, y entonces un minúsculo entusiasmo asoma su cabecita y empieza a desperazarse. Y cuando parece que este minúsculo entusiasmo, un entusiasmo que es apenas la evocación o el resto de otros entusiasmos voraces o feroces, entonces, se acerca la cabra inevitable, el hervíboro del caso y pum, se lo come, o lo pisa la manada de elefantes o lo arrastra un torrente inesperado que, en realidad e igual que el propio entusiasmo, señala el fin de la sequía.

Y después queda ahí el hueco de ese minúsculo entusiasmo, la sensación del brazo amputado que es énfasis de una ausencia, y uno se queda mirando como diciendo "¿y? ¿ya pasó?" y ahí no queda nada y otra vez a esperar, a cuidar semillas invisibles y minúsculas, que las trae y lleva el viento, y repararlas del clima y de los pájaros y esperar a que brote, otra vez, un entusiasmo que, para llegar a baobab, tiene primero que ser brizna.

-¿Baobab?

-Si, Antoine, las rosas me chupan un huevo. No quiero un entusiasmo de rosa. Quiero un entusiasmo fuerte como un baobab...

-Pero es que yo pensé... creí... bah, la idea era...

-Si, Antoine, ya sé cuál era tu idea. Era una linda idea.

Antoine me mira. Se lo ve apesadumbrado. Se ve que, de alguna manera, lo he decepcionado. Se recuesta en su silla y juega con la cuchara del café. Abre la boca como para decir algo y escucho la pequeña apnea que prepara la salida de la voz. Se calla, sin embargo.

-¿Sabés, Antoine? Hace años, había en el patio del departamento donde vivía una bolsa de tierra. Brotó algo, ahí. Lo cuidamos y lo dejamos crecer. Resultó un jacarandá. O la semilla estaba en la bolsa, o cayó con la mierda de algún pájaro, andá a saber. Lo dejamos en la bolsa hasta que estuvo lo suficientemente grande como para pasarlo a una maceta. Lo transplantamos. Luego nos mudamos y lo llevamos con nosotros. Tuvimos que pasarlo a una maceta más grande. Alcanzó un par de metros de altura. Se ve que el macetón donde lo teníamos no lo favorecía. El tronco era un palito fino y flexible que tenía en la punta un penacho de esas hojitas compuestas propias de los jacarandaes, pero resistió vivo, aguanto tormentas y heladas y resolanas. Pero nunca nos decidimos a plantarlo. Ningún lugar parecía lo suficientemente bueno. Yo me fui de esa casa, con dolor, con furia. Ahora, necesito un baobab. ¿Me entendés, Antoine? Un baobab...

Guilty

Me pregunto si la soledad favorece la escritura. No me refiero al hecho de estar solo para poder concentrarse y escribir. Pienso si no es el hecho de no tener con quién hablar el que, por lo menos a mí, ahora, me mueve a escribir. Así, la escritura sería como mi Viernes, o como la pelota Wilson de Chuck Nolan. Un lugar para un Otro indispensable.

Por ejemplo, no tengo a quién contarle, en este momento, que descubro esta mañana un mecanismo de culpabilidad que me perturba. Está relacionado con la comida. Anoche no tenía ganas de cocinar y me compré una pizza. Me la comí casi entera (dejé sólo una porción, lo cual constituye el primer gesto culposo). Ahora amanezco y encuentro que no me siento bien. Me siento hinchado, tengo acidez. Pienso en que estoy gordo y que no debí comer pizza.

Me pasó hace tres o cuatro días. Estaba en la oficina, era la hora del almuerzo y estaba más o menos apurado. Decidí ir a la pizzería del barrio. Pedí una porción de fugazzeta y una de fainá, para comer en la barra. Me encanta comer parado en la barra de una pizzería, mirando las noticias mudas en un televisor lejano. Ya esa tarde tuve la sensación de pesadez y de hinchazón. Pienso que son las levaduras. Que estoy gordo, bah. Y otra vez pensé “no debí”.

En estas dos circunstancias advierto el sentimiento de culpa. Pero son también aquellas en las que me di cuenta de que esto me pasa cada vez que como comida chatarra. Y eso me pasa bastante más seguido de lo que debería: no debería.

Entonces es así: como esta mañana y este encuentro son sueños, como en este sueño no tengo a quien contarle mis menudas angustias, escribo.


"I turned to look but it was gone..."

En la versión de Londres de este año, en la que se reúnen Waters y Gilmour, podemos observar algo del orden escénico: Waters canta parado frente a la Pared. Gilmour toca desde allí arriba, del otro lado. La topología es casi freudiana: la voz cantante está aquí , de este lado de la pared, que lo separa de eso que puede que sea una voz pero que no significa nada, que simplemente es, aquello que no tiene letra (desdeño a mis fines el papel de Gilmour cantante, aunque, freudianamente, podríamos señalar que la parte que a Gilmour le toca cantar corresponde a los recuerdos infantiles: “when I was a child...”). Waters no nos deja dudas: golpea la pared hasta que una proyección crea la ilusión de que las piedras estallan descubriendo un sanguíneo cielo soleado. Los niveles de esta metáfora son muchísimos, más o menos obvios. Este viejo amigo que saluda a un adversario, en la reunión, pone un énfasis feliz y sobrecogedor, pero anecdótico. Algo que no debía estar separado por la pared se reunifica.

Pero decir más sería caer en zoncera o en pleonasmo. Creo que me entendieron. Ya lo dije: densa.

Paralingüísticas

Demoledora cristalización de recursos multimedia: letra, música, sonidos concretos, imagen. Pero vuelvo a cuestiones de “lenguaje musical”. La segunda parte del solo empieza en anacrusa. Dos notas de una sencilla escala menor se tocan antes de que la que en definitiva es la misma nota del primer solo caiga ahora como ojival quinta con todo su peso en el primer tiempo fuerte del compás. De este conjunto de tres notas, me interesa el siguiente detalle: en todas las versiones de este solo que he escuchado, Gilmour ataca la primer nota con una técnica que consiste en hacer que la parte externa del dedo que sostiene la púa toque la cuerda casi inmediatamente después de haberla pulsado. Esto produce un “armónico”, algo que usted puede quizás identificar como un “romperse” del sonido, algo como un atragantarse de la guitarra. Siempre, pero siempre siempre, Gilmour ataca esa nota de esa manera. Es, normalmente, la nota con la que a mí se me hace un nudo en el estómago (si, ya sé, usted puede hablar en mi caso de una suerte de fijación fetichista o morbosa; no veo por qué habría yo de discutirle; cada quien fija sus afectos donde puede).

“There’ll be no more...”

Sin embargo, sabemos que duele: ahí, en este fantástico anudamiento de los recursos multimediales de la forma canción, Waters elude la palabra y coloca un grito, el cristalizado “aaahhh” que toda versión de Comfortably numb debe contener.

(En la película, vemos que ese momento coincide con la primer reacción de Pink ante el mundo exterior, su respuesta con un grito desmesurado al pinchazo de la aguja, “just a little pin prick”; de hecho, al momento en que le quitan la aguja).

El verbo

La frase que hoy escojo como central en esta canción usa el verbo “to show”, mostrar. Podría haber sido: can you tell me where it hurts?, pero no: dice “show”. El dolor como algo observable, seguramente físico, presumiblemente situado en el cuerpo. El personaje no puede hablar (“just nod if you can hear me”), no puede decir qué le duele, pero se lo insta a mostrarlo. Doble imposibilidad: lo que le duele debería decirse más que mostrarse. Por eso, tanto porque no puede hablar como porque lo que duele no es del orden de lo físico, la pregunta queda sin respuesta.

Sobre esta piedra...

Esta canción es el centro de equilibrio de toda esa construcción que es The Wall: el hombre herido en su alma, destruido por una maquinaria de producción que lo aliena de sí mismo, reparado famacológicamente (y ahí tenemos el arco que va desde el uso recreativo de drogas, hasta la famacopea psiquiátrica, pero también a los suplementos dietarios) para seguir funcionando. “Can you show me where it hurts?”

Who minds.

El nudo

Y digo que esta canción es densa no en el sentido coloquial de ser angustiante, que puede serlo, sino en el sentido de que reúne en un espacio reducido (el proverbialmente reducido espacio de la “forma canción”) una cantidad enorme de significación.

Desde el vamos, está este nudo entre una “letra” (que hasta dice “I need some information, first”), y un solo de guitarra de una carga emocional que no precisa de palabras: la letra y lo que no tiene letra, frente a frente, o lado a lado, o como los quieran poner.

Lo inefable

Todos vimos The Wall y todos sabemos que la anécdota central de esta canción es la del cantante arruinado por las drogas que no logra ponerse en pie para salir al escenario, mientras un manager desesperado por su inversión intenta que lo reanimen. Todos nos hemos acostumbrado a suponer a esta escena (y a toda la película, y a toda la obra de Floyd) como un relato autobiográfico de Waters.

Pero, yendo más allá de su biografía, Waters formula la pregunta del millón: can you show me where it hurts?

Keep It Simple

Este solo tiene algo conmovedor: es increíblemente simple. Sobre todo, la nota mágica con la que empieza es la gloria de lo elemental: es una de las notas más obvias (la tercera) de las que se puede escoger de una sencilla escala mayor, tocada en el primer tiempo fuerte del compás. Musicalmente, es como colocar un yunque sobre un pedestal sobre un sólido cimiento. Es algo así como la resistencia y la estabilidad de una ojiva. Usted puede estudiar música por milenios y nunca podrá llegar a una solución tan económica sin sentirse avergonzado. Pero aquí estamos nosotros, conteniendo el aliento y pensando “ahí viene, ahí viene”, esperando que se compruebe el milagro.

El goce infantil de la repetición

Todos sabemos (todo aquel que, como dice Luis, “tenga unos añitos” y participe de un espacio cultural que por comodidad resumo como “cultura rock”), decía, todos sabemos cómo empieza este solo. Sepamos o no sepamos música, conocemos las notas, podemos cantarlas. Lo esperamos. “Ahí viene, ahí viene”. Musicalmente, esa espera se señala y enfatiza con un compás (o varios, a veces) neutro, de negras machacantes. No hay ninguna pretensión de causar sorpresa. Y cuando llega, bueno, ya saben, llega.

Uno que es dos, dos que son uno

Y estamos hablando de “el” solo de Comfortably numb. Si se fijan, estrictamente hablando, los solos son dos. Uno después de cada estribillo. Sin embargo, esos solos constituyen el centro único, uniforme, continuo, permanante de la canción: son la respuesta a “can you show me where it hurts”. You know, I can’t, but it hurts.

El respeto del ritual

David Gilmour sabe, imagino que sabe porque está claro que no me consta y no puedo documentarlo, que cualquier oyente de Comfortably numb espera el solo.

A lo largo de las innumerables versiones de la canción, el solo ha sufrido más o menos notables variaciones. Sin embargo, es fácil advertir que Gilmour es muy cuidadoso con tres o cuatro elementos: vaya hacia donde vaya la improvisación o la variación, que siempre goza de algún espacio, ciertos pasajes son tocados por el oficiante con fidelidad religiosa. Son los resortes emocionales de la composición.

El solo

Esta canción es famosa por su solo de guitarra. No sé cuántas veces, ni en qué compulsas, este solo ha sido caracterizado como “el mejor”, “el más” esto o lo otro de la historia del rock. Es un tópico. Es como el arpegio de Escalera al cielo. Pero no hay necesidad de jugar el juego de los rankings. No hay dudas de que, sea como sea, es el solo, una construción no lingüística, uno de los rasgos más sobresalientes de esta canción (por definición, una forma que consagra la importancia de la “letra”).

Can you show me where it hurts?

Confortably numb es, IMHO, la más grande, densa, abigarrada y completa canción de la historia del rock. Parafraseando lo que dice Saer a propósito de Zama, “Comfortably numb es superior a la mayoría de las canciones que se han escrito, pero ninguna buena canción de rock es superior a Comfortambly numb”.

Aunque semejante afirmación puede parecer, y, en última instancia, muy probablemente sea, la declaración amorosa de un fan, me propongo el ejercio de desplegar por qué opino eso. Después de todo ¿desde qué otro lugar que no sea el del amor hablar de lo que nos gusta?

There's a kid who had a big hallucination...

Tengo sed.

(Me sirvo un vaso de agua).

Ah, estás ahí.

El agua está caliente. Muy caliente (agarro el vaso así, como se dice, haciendo un cuenco con las manos, y lo siento: el agua está caliente).

No hace falta que digas nada. Ya sé que no te importa. Por qué habría de importarte, si es mi agua y es mi sed. Idiota yo.

Ya sé qué voy a hacer. Voy a poner el vaso con el agua caliente adentro de una cacerola con agua fría. Me imagino que el agua fría... si, eso: trepará por los bordes, no sé, por algún fenómeno físico que no conozco, la capilaridad, ponele, y se mezclará con el agua caliente...

Por lo menos el calor se disipará a través del vaso, ¿no? por contacto con el agua fría.

Ya sé que no te importa, que pensás que estoy hablando boludeces.

Creo que ya está, ya puede beberse.

¿Querés?

Te pregunté si querías: ¿querés?

Qué me importa.

El agua está sucia (turbia a contraluz, levanto el vaso y lo alzo hacia la ventana). Ya veo.

Si lo que tengo que hacer es  tomar agua sucia, tomaré agua sucia.

(Entonces te doy la espalda y vuelco el contenido del vaso por el drenaje)




[
Tras la lente panorámica
mis ojos nublados apenas si pueden delinear
el momento.

Lejos de volar hacia el cielo azul
caigo en espiral hacia el pozo en que me oculto.

(Si lográs sortear las minas a la entrada
golpear a los perros y engañar la vigilancia
si discás la combinación y abrís la trampa
Si estoy adentro
te diré...)


Hay un pibe sufriendo una gran alucinación
haciendo el amor con chicas de magazine
Se pregunta si tu nueva fe te permite dormir
si alguien podría amarlo
o si todo es un sueño.

Si te mostrara mi lado oscuro,
¿me abrazarías igual esta noche?
Si te abriera mi corazón
y vieras mi debilidad,
¿qué harías?
 

¿Venderías la historia a la Rolling Stone?
¿Te llevarías a los chicos?
¿Me dejarías solo?
¿O sonreirías complaciente
al otro lado de la línea?
¿Me mandarías a mudar?
¿O me llevarías a casa?

Yo creí en tener mis sentimientos al desnudo
Creí en tirar abajo las cortinas

He tenido la hoja en mis manos
Estaba listo

Pero sonó el teléfono.

Nunca tuve el valor de hacer el corte final.
]
Si, ya sé, ya sé lo que me vas a decir. Que son casualidades, que estas cosas pasan. Sos un racionalista, y, por eso, tenés razón. Pero fijate. Fue poner un pie en la vereda y notar ese micro parado, casi en el medio de la calle, con todo su pasaje alrededor. Cuando pasé al lado, ví que tenía las puertas abiertas de par en par y que había un tipo tirado en el suelo, con una mina encima haciéndole reanimación. Yo seguí, hasta la parada. Desde ahí veía el transito esquivar al micro detenido para llegar hasta donde estaba yo. Llegaron varios bondis. El mío no. En cambio, pasaron un par de camiones cargados de manifestantes, golpeando sus bombos y cantando sus consignas. Mi micro no llegaba. A mis espaldas sonó una frenada y el seco paff de dos vehículos que chocan. Me dí vuelta para mirar. Un móvil de control urbano estaba en el medio de la bocacalle, con el paragolpes caido en el suelo. Unos metros más allá, un auto con el guardabarros trasero deshecho. Uno de los dos pasó en rojo. Bocinas. Mi micro no llega. Se oyen unas sirenas acercarse, no alcanzo a ver. Pasan más camiones cargados con manifestantes. Pasan más micros. El mío no. Una ambulancia pasa lentamente junto a mí, vacía. Una pareja llega a la parada. "No había nada que hacer", escucho. "Le dió un paro". Decido ir a tomar el subte. Desando lo andado y vuelvo a pasar al lado del micro detenido. El tipo sigue tirado ahí. Ahora lo cubre una manta y unos policías a su alrededor hacen lo que sea que hagan los policías en estas circunstancias. Ya sé lo que me vas a decir: accidentes hay todos los días. Pero, viste, hoy se murió Viñas y un terremoto hizo mierda Japón. Si, claro: los humanos nos morimos a carradas todos los días. Sos un racionalista y, la verdad, tenés razón: convivimos con eso. Hoy yo lo percibí.

Sentí lo ominoso flotando en el aire.

Não achei

Metáfora: hojeaba una edición en portugués de Los Detectives Salvajes (Os Detetives Selvagens, reza la tapa). Buscaba (yo también) los poemas de Cesárea Tinajero.

No los encontré y devolví el libro a su estante...