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Chiquitina

Es domingo. Como suele hacer, mi chiquitina se despertó temprano, la primera. Curiosamente, me pidió de bañarse. Así, mientras ella se baña y sus hermanos duermen, yo me preparo un mate y me siento a desayunar. La escucho cantar. A mi chiquitina le encanta cantar. Entonces me asalta una fantasía, una especie rara de melancolía prospectiva. Me imagino viejo, terminantemente viejo, pongamos setenta y tantos años, vaya a saber si recibiendo a mi chiquitina, para entonces una mujer madura, en una casa mía o estando yo de visita en su casa, sentado en una silla, en la cocina, tomando mate, y, mientras ella hace los que sean entonces sus quehaceres, se pone a cantar y al escucharla cantar yo recordaré estas mañanas de domingo en que mi chiquitina cantaba bajo la ducha, jugando, y yo tomaba mate o me sentaba a escribir estos ejercicios de nostalgia prospectiva. Será una tristeza mansa, casi feliz. Eso espero.

El don II

La historia del libro que voy a contar empieza, si no antes, en La Plata. Antes de su factura material, comenzó a ser deseado e imaginado allí. La parte que corresponde al papel y la tinta, se concreta en Barcelona. En el medio, claro, un viaje, una escritura, muchos años. Luego, dos amigos se encuentran a compartir un asado a la argentina en una terraza del Gótico. Hablan poco de los viejos tiempos y bastante más de las urgencias de la edad. El libro pasa de manos, junto a otros tres ejemplares. Vuela en la bodega de un Boeing hasta Buenos Aires, y de allí, nuevamente a La Plata. Las historias de libros que me gustan son morosas y suponen involuntarias esperas: pasan meses hasta que el amigo mete el libro en un sobre. Lo lleva consigo en su diario trajín a Buenos Aires y desde allí lo despacha en encomienda a la lejana Patagonia. El correo jura y perjura haber intentado la entrega y haber dejado el correspondiente aviso, nunca advertido por el destinatario, que meses después pregunta por el libro. Lo rastrean. El paquete fue devuelto al remitente, que tampoco advirtió el correspondiente aviso. A pesar de haber sido despachado desde Buenos Aires, el libro espera (esperamos que aún espere) en una sucursal del correo de las afueras de La Plata. Allí irá el amigo a buscarlo, si aún está, y no volverá a despacharlo, sino que lo guardará: el tercero vendrá por él desde el Sur en unos meses, para concretar por fin en La Plata el encuentro con un libro que fue soñado en esa misma ciudad, donde los tres amigos se conocieron, y que le está dedicado.

La caída de Tokio

"...cada cual tiene un trip en el bocho, difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo...'

Tomados de la mano dimos el paso.

Saltamos apenas un pozo más que nada nominal y ya del otro lado nos volvimos con nostalgia, pero seguíamos tomados de la mano.

Vimos a Tokyo desplomarse en silencio, mudo, "como leones ciegos".

Vimos la lava devorar las avenidas y achicharrar a los autos como caracoles y a los caracoles evaporarse como cabecitas de fósforos. Vimos amapolas y azahares abrazarse de júbilo, aferrarse a los muros y acariciar el musgo y la hiedra.

Vimos humo huir de Tokyo, perseguido por vapor y exhalaciones. El humo se dobló, rozó el vapor y burló a las exhalaciones. Corrió, se dispersó, ensambló los dedos de las manos como un sabio japonés que no espera nada. El vapor se coló de a poco, hasta quedar despegado, desdoblado, desmedido.

Se hizo agua el vapor y la lluvia les lavó los pies a las amapolas.

Llueve con ganas, a veces. Otras veces parece que fuera a morir un tigre o incendiarse una pagoda. Llovió con ganas, aquella vez.

Ganas de golpear tambores.

Las amapolas agradecieron el baño con flores de dos metros (o tres) y los azahares buscaron el sol con notorio esfuerzo, que les hinchó las mejillas blancas hasta que las venas verdes parecían avenidas.

Ni una rata murió en la tormenta (saben pararse en el lugar exacto donde no cae la lluvia, puesto que es sabido que las gotas caen siempre en el mismo lugar).

Los perros vergonzosos, en cambio, corrieron por los pasillos y las escaleras y con los rabos muy cerca del suelo fueron muriendo de a uno, de a dos, nunca de a tres.

Amarillas máquinas despejanieve los apilaron.

Un alma piadosa arrojó un caracol encendido que prendió como un rumor en las uñas resecas, en los dientes picados.

Lo vimos todo, tomados de la mano.

Giramos sobre un pie (el derecho yo, el izquierdo vos) y nos alejamos del pocito nominal que se estaba llenando de lava o de lluvia, según quien de nosotros se volviera a mirar.

Érase una vez un restorán

-Un irlandés con poca crema.

Fue decirlo y comprender que estaba empezando a convertirme en un personaje. ¿Cuántas veces puede uno llegar a un bar, sentarse solo en una mesa, sacar un libro de la mochila, esperar al mozo y repetir la misma orden?:

-Un irlandés con poca crema.

No creo que hagan falta muchas repeticiones. Mucho antes de que el mozo empiece a preguntar:

-¿Lo de siempre?

ya sabe que uno es “el que viene a tomarse un irlandés con poca crema y leer un libro”.

El pedido contiene el rasgo de capricho (“poca crema”) que enseguida le permite al mozo recortar una individualidad, aunque más no sea negativamente, “qué hinchapelotas”. Recorte al fin.

Y creo que no digo esto por deseo de ser reconocido, individualizado, sino porque trabajé casi diez años de cafetero y aún recuerdo a la que pedía el exprimido “colado, sin pulpa”, o al que pedía un café con leche “primero la leche”. O el del whisky con hielo, “pero el hielo traelo en un vaso aparte”. Y la de la fanta con crema, toda ella inexplicable.

Esas personas se convierten en personajes, individuos. El personal los vé venir y los identifica. Si sus costumbres son muy regulares, sirven para puntuar el tiempo indiferenciado de la jornada laboral.

Me acuerdo que había uno que venía a cenar un rato antes del cierre, cuando ya no quedaba nadie en el salón. Era el dueño de otro restorán. La patrona del nuestro consideraba eso una suerte de halago. Curiosamente, no recuerdo qué solía pedir, pero recuerdo que su presencia marcaba el fin de la noche: si él estaba cenando en nuestro salón era porque su restorán, uno de los más importantes de la zona del puerto, ya había cerrado.

Se sentaba en una mesa rinconera, cerca de la barra. Cada noche invitaba a uno distinto de sus empleados. Tomaba vino, blanco, de eso me acuerdo porque yo era el que servía las bebidas. No esperaba a que el mozo se acercara; ordenaba desde la mesa, en voz bien alta, directamente a la cocina, como si fuera el patrón y con aire de saber cómo se cocina el bacalao; nunca más apropiada la expresión.

Su presencia significaba un riesgo. Si otro comensal llegaba en ese momento, era una descortesía contraria a la cultura de la casa negarse a atenderlo y en ese restorán estábamos orgullosos de atender a la antigua. Había reglas de cortesía estrictas: en sus tiempos muertos, los mozos debían mirar siempre hacia las mesas, por ejemplo. Es el día de hoy que me resulta irritante ir a un bar o a un restorán donde los mozos se acodan en la barra, de espaldas al salón, obligándote a los malabares más ruidosos para llamar su atención y pedir el postre.

A veces sucedía que el salón quedaba vacío temprano, antes de la hora de cierre habitual. Esas noches, los empleados rogábamos que nadie entrara sobre el límite de la hora, porque la política de la casa era esperar a que se retirara el último comensal para poder cerrar. Lo peor eran las parejas. Y si se sentaban en una mesa a pelear, sabíamos que la noche podía hacerse interminable. Dos cafés eternos y escenas de llanto son corolarios indigestos para una noche agitada.

Pero por suerte este hombre dueño de un restorán del puerto que llegaba a cenar cuando todos ya se habían ido nunca se demoraba más de lo necesario y nos hacía saber que sabía que estábamos esperando que se fuera para poder ir a descansar. No recuerdo si dejaba propinas. Debía de hacerlo, porque los mozos lo atendían de buena gana. Saludaba a todos al salir, con una sonrisa satisfecha y un “gracias por todo” que sonaba sincero. Era un modo amable de terminar la jornada.

Ahora soy yo el que está pasando regularmente por un café, el mismo cada vez, las tardes escasas pero no improbables en que el tiempo por venir no se puebla de expectativas, y se sienta a repetir una costumbre, una manía.

Me pregunto si llegaré a habitué y si llegará el día que el mozo me diga: “¿lo de siempre?”.

Lo humano inconmensurable

Arno Farías ama cantar. Se le nota, quiero decir. Uno lo ve cantar y nota que se está divirtiendo. Canta verdaderamente muy mal. O muy feo. En realidad, no podría decir que canta mal porque, en principio, da las notas. Arno Farías es afinado, quiero decir. Pero coloca la voz en un registro chillón e imposta un tono desprolijo. Digamos que juega al anticantante. Pero es divertido. Y transmite la alegría de cantar. Arno Farías es dionisíaco.

Uma no podría nunca apreciar el arte de Arno Farías. Ella es apolínea. Ama el deporte y la competencia. Cuida su indumentaria, su vocabulario, su “presencia”. Le gusta saberse entre los ganadores. Uma es competitiva. Si escuchara (cosa que nunca hará) la música de Arno Farías, se declararía indiferente, o, simplemente, lo despreciaría.

En eso se parece a Adela. Para Adela la excelencia es divisa. El arte de Arno Farías sería para ella un gesto pueril. La técnica, Arno Farías, el rigor, Arno Farías, la forma, Arno Farías, diría Adela.

Para Arno Farías, Adela y Uma serían dos putas estiradas. Porque todas las mujeres son putas, diría Arno Farías, más que nada para irritar. Porque él es así de rebelde. El tema es, explicaría Arno Farías, que hay algunas putas que se llaman a sí mismas “modelos” o “esposas”.

Para Adela y Uma, Arno sería un bruto, o un inmaduro. A Adela, hablando de música, le gusta Mozart. A Uma, Peter Gabriel. Son pretenciosas y se consideran parte de una aristocracia de la sensibilidad que se adorna con las mejores galas de los cánones establecidos.

Para Arno Farías no hay mejor música que la que hacen sus amigos. ¿Y por qué va a ser? ¡Porque son sus amigos!

Al contrario, Adela y Uma tratan de ser amigas de los que hacen la mejor música. Como verán, Uma y Adela me resultan antipáticas. Eso no es signo de nada bueno ni de nada malo. Es sólo que yo también soy dionisíaco.

La cualidad nutricia

El relato conecta dos hechos, separados en el tiempo por un par de meses. Un par largo, se diría, para sugerir que, tal vez, "un par" significa algo más que simplemente dos.

Son, los dos hechos, banales.

El más antiguo de los dos corresponde a un día que estaba preparando pasta. Había puesto el agua al fuego y, cuando rompió el hervor, quise abrir el paquete, un paquete de esos fideos cortos con forma de tirabuzón.

Se me rompió el celofán y la pléyade de fideítos se consteló por la cocina. Aquello del universo en constante expansión, supongo. Barrí y junté los fideos que pude, pero algunos habían caído en el hueco entre la cocina y la mesada, de donde, a decir verdad, ni intenté, en ese momento, retirarlos.

Me olvidé de ellos hasta el segundo acontecimiento, que fue por estos días. Una invasión de hormigas. Había dejado la mesada llena de trastos sucios y se vé que la cualidad nutricia de los restos atrajo a unas hormigas chiquitas y negras que yo sé que viven conmigo en esta casa.

La mesada y la propia cocina eran un, como se dice, hervidero de hormigas. Estaban sobre los platos, las fuentes, los vasos, entre las hornallas, abigarradas, móviles,  apretaditas, como los murciélagos de Luca, recortando, troceando, trasegando los restos para ellas tan valiosos.

Me puse a lavar, que no era otro el problema. Lavé los trastos, limpié la mesada y la cocina, pasé lavandina, y las hormigas se fueron retirando, espantadas, a medida que mi tarea avanzaba.

Lo que conectó ambos hechos fue descubrir, al limpiar el espacio entre la cocina y la mesada, intactos, los fideos que se me habían caído aquella vez que se me rompió el paquete.

Es decir, algo un poco inquietante, ver que, en su voracidad, las hormigas habían ignorado un alimento, supuestamente, de origen orgánico.

Rocié el área con veneno para hormigas y me fui a hacer otra cosa.

Postal

Muchas veces, como hacemos todos, seguramente, he intentado reconstruir o recuperar recuerdos de la infancia. La memoria de mis primeros años es un árbol bastante seco del cual sólo extraigo cada tanto unos pocos frutos no muy jugosos. Son retazos, o más bien postales, casi fotografías y, en muchos casos, ni siquiera auténticos recuerdos sino la reimplantación de un recuerdo a través de un relato de alguien mayor.

Mi madre, sin ir muy lejos. De ella guardo algunos recuerdos, pero sobre todo muchas palabras.

Si algo es mi madre, por ejemplo, es su historia del abuelo gallego. Y esa historia es a su vez vaga e incompleta. Es la historia de mi madre comiendo almejas. Recogía las almejas con mi bisabuelo, en días de caminata por la arena. Ella era un niña de unos cinco o seis años, la edad que tiene ahora una de mis hijas. Caminaba con su abuelo por una playa que podría ser Mar de Ajó, en esa zona donde el mar todavía está sucio de la afluencia del Plata (hay otra anécdota de mi madre que involucra a Mar de Ajó, un destartalado ómnibus de pasajeros y el esfuerzo de mi abuelo, su padre, para ayudar a mover el ómnibus, que se había encajado en la arena).

Caminaban por esas playas, que hace sesenta años habrán sido desoladas y rústicas, y recolectaban almejas. El abuelo las abría vivas, las rociaba con limón y las comía. El abuelo gallego le enseñó a mi madre a comer almejas crudas, lavadas con la misma agua del mar, apenas laceradas un poco por el ácido del limón.

Y yo me pregunto qué habrá sido eso que tanto impresionó a la niña de seis años, qué cosa señaló ese recuerdo de entre el cúmulo de experiencias, si el gesto del hombre, si el acto primal de devorar al animal crudo y todavía vivo, si el sabor fuerte y agresivo del molusco y el cítrico, si el ritual, la coreografía del gesto que imagino (la danza de las manos para despegar la valvas con un cuchillo, apretar el limón, adivinar el reventar de la pulpa, la caída de alguna gota en los ojos de la nena que mira, fascinada, incrédula, al animal reaccionar y retorcerse), si habrá sido el atardecer o la figura del hombre contra el sol, o tal vez el juego, el estar de rodillas en la arena, buscar con la vista los pequeños y redondos agujeros que delatan el lugar donde la almeja se ha enterrado, cavar con la pequeña palita de metal, atrapar al animal antes de que logre hundirse más profundo, cuidar de no romper las valvas con la pala, juntar la cosecha en un balde lleno de agua de mar.

Mi madre nunca contó que se riera entonces. Siempre ha presentado la escena como un momento pleno de felicidad, pero no recuerdo risas en la historia. Aquel hombre, del que sólo sé que juntaba almejas con su nieta y que las comía bañadas en limón, dejó en la niña que después fue mi madre una impronta tan profunda que se concentró en un único acontecimiento, relatado una y otra vez (ahora lo pienso) como cuento para ir a dormir (y afloran recuerdos de mi madre: sentada en un banco, entre mi cama y la de mi hermana, dándole una mano a cada uno para evitar celos y competencias, y contando la historia del abuelo, una historia con tan escasos elementos como aquí los repito: un hombre y su nieta caminan por la playa buscando almejas para comerlas crudas, rociadas con limón). Ese era el cuento. Ese o el de los tres chanchitos, una canción de cuna y a dormir.

Algo fascinante habrá tenido la voz de mi madre. La certeza de una forma del amor, algo próximo al encantamiento causado por un único gesto, una escena simple y acotada, aguda y exigua como una espina, y clavada con igual tenacidad.

Y el cuento pasó finalmente a mi memoria. Aquel inmigrante gallego en las costas del Plata, que imagino taciturno, dejó, diría casi con certeza que sin saberlo, su ciega marca para que una madre la pasara a su hijo. Creo que no fue tanto la historia como la pura voz de mi madre, su inexplicable entusiasmo, aquello inefable que el relato no podía contener pero que la voz revelaba.

Con los años, mi madre formalizó un manifiesto deseo de conocer Galicia. El tiempo le dio la oportunidad. Viajó a España a visitar a una hija, inmigrante de la oleada de los años dos mil. Y fue a Rajó. Y vio las rías. No sé si comió almejas. Honró la memoria de su abuelo, conoció olvidados y vagos parientes.

En las costas del Atlántico argentino hace años que ya no se ven almejas. De chico, yo todavía las juntaba cuando íbamos de vacaciones a San Clemente. Era un juego y la ocasión para que mi madre repitiera la historia del abuelo gallego. Nos divertíamos, mi hermana y yo. No recuerdo haber comido jamás esas almejas. Apenas si recuerdo si alguna vez mi madre hizo con ellas algo parecido a una paella, hirviéndolas, creo, hasta que las valvas se abrieran.

Hace unos días leí en un diario que se habían vuelto a ver almejas en la costa. Pedían a la gente que no las recolectara, para no fracasar su regreso.

En fin. Así son las postales: parece que tienen un origen, una causa o un motivo y, sobre todo, que se dirigen hacia otro, un lugar o un destinatario, pero en realidad son retazos encallecidos de algo que, suponemos, pasó, sin causa ni efecto, sin trama ni desenlace.

Aquellos viejos buenos cuentitos...

Siguiendo un recorrido de lecturas que no vienen al caso, caigo en la cuenta de que Psiqué es uno de los personajes de la fecunda mitología griega que cruza vivo al Inframundo. ¿Podríamos llamar a eso “atravesar el dolor”?

(La leyenda se reduce a que Eros, encargado por su madre de vulnerar la amenazante belleza de la mortal, se enamora de Psiqué y la secuestra. A Psiqué le agarra síndrome de Estocolmo y se deja garchar por Eros, que le exige sin embargo permanecer ignoto, no ser visto, entrar en la que deviene su mujer protegido por las sombras -pobre Psiqué: no le vé la cara a Dios, pero siente su potencia. Un día, Psiqué viola el pacto que los vincula y enciende una lámpara mientras el dios duerme el sueño del amor. “Sólo un monstruo puede exigir permanecer oculto”. Sin querer, le quema el rostro con el aceite de la lámpara. Decepcionado y seguramente dolorido, Eros repudia a Psiqué y vuelve con su mami, Afrodita. Psiqué, arrepentida, implora el perdón de Eros, el regreso de su amor. Como si la cosa dependiera sólo de ella, Afrodita exige a cambio a Psiqué reparar la belleza de su nene, dañada por la quemadura. Le encomienda ir al inframundo a pedirle a Perséfone una parte de su hermosura. Psiqué piensa en suicidarse para llegar rápido al Inframundo, pero tiene una iluminación que le da un par de ideas mejores. Obviando los detalles, Psiqué logra su objetivo: cruza viva el Aqueronte, llega al Inframundo, negocia con Perséfone y regresa al mundo de los vivos con un recipiente lleno de belleza. Imprudente, abre el recipiente con la intención de robar una parte para sí. Un sueño de los muertos la fulmina. Eros, con todo aún enamorado de Psiqué, la despierta. Final Disney. Comerán luego perdices y de su unión nacerá Placer.)

El fabricante de espejos

El arte de fabricar espejos era, en sus inicios, un arte delicado pero sucio. Exigía el trato con cristales frágiles y la manipulación del mercurio y del estaño, metales que contaminaban de a poco el cuerpo de los artesanos.

Los más célebres fabricantes de espejos exportaban sus maravillas desde Venecia, que era además un estado guerrero. Cuando la ciudad entró en guerra con el turco para detener su avance en los Balcanes, se encontró peleando del mismo lado que los ejércitos rumanos del príncipe Vlad III, rey de Valaquia. Petre Wajcescu era vidriero y no conocía el arte de fabricar espejos. Era uno de los tantos rumanos que habían sido arrastrados por la leva y habían quedado entre las tropas del Príncipe Radu, quien, en alianza con el turco, quería arrebatarle la corona de Valaquia a su hermano Vlad, entregando de esa manera el control de los Balcanes, las puertas del Sacro Imperio Romano Germánico, al Imperio Otomano.

El Papa no podía permitirlo, por lo que ejércitos de toda Europa enfrentaron al Sultán. Naves venecianas recorrieron el Adriático hostigando a los buques turcos. Una nave de la armada serenísima capturó el bajel (uno de tantos) en el que se hallaba Petre. Fue liberado a su suerte en tierra de la República cuando convenció a los oficiales de la nave de que era un cristiano prisionero del infiel. Abandonado en Venecia, encontró trabajo como vidriero en el taller de un fabricante de espejos, a cambio de casa y comida.

Ahí Petre aprendió a mezclar el estaño y el delicado mercurio. Aprendió a aplicar al cristal los paños de lana para fijar el azogue, desde ese momento, invisible al mirar el espejo.

Luego de violar a la hija de su maestro, huyó de Venecia y emprendió el regreso a Bucarest. Petre se instaló en Targoviste, la capital del reino, y llegó a ser el más famoso fabricante de espejos de los Balcanes.

Una noche, tres lacayos pálidos llegaron a su taller a encargarle la fabricación de 72 espejos. Vlad III, señor de Valaquia, quería adornar con ellos los recintos de su castillo de Poenari, para que las aguas tristes del Arges se multiplicaran en el interior de la fortaleza (como si pudiera de ese modo quitar las manchas de sangre de los boyardos que mandara a morir en su construcción).

72 era una cantidad que el modesto taller de Petre, donde sólo él trabajaba, difícilmente podría producir en el tiempo que se le ordenaba, pero no podía negarse: su señor era terrible (lo supieron 20.000 prisioneros turcos que colgaron empalados a las puertas de Targoviste, sacrificados para aterrorizar a los generales enemigos).

Una vez iniciados los trabajos, el príncipe en persona visitó una tarde el taller para conocer al artesano. Vlad se paseó (la larga capa negra de la orden del Dragón) entre los espejos terminados, sin pronunciar palabra, mientras Petre temblaba de terror. Al partir, prometió pagar un precio que ningún artesano de Valaquia hubiera imaginado obtener por su obra, si se cumplía con el plazo. Petre no necesitó más para entender las consecuencias de lo contrario.

Fue esa tarde que Petre comprendió, además, que su trabajo, esforzado y eximio, no sería jamás apreciado por su señor.

El plazo impuesto vencía cuando la última gota de mercurio había escurrido ya de los cristales. Había logrado los 72 espejos a tiempo (y había pensado en lo arbitrario del número durante las muchas mañanas que había dedicado a elegir las mejores láminas de vidrio). 72 espejos perfectos, incapaces de la más mínima distorsión, en los que había invertido todo lo que los venecianos le habían enseñado y todo lo que él les había robado antes de huir.

Los lacayos pálidos terminaron de cargar 72 impecables cristales en 18 carruajes tirados, cada uno, por 3 caballos (estaba previsto que algún cristal se rompiera durante el viaje a Poenari). Pagaron la suma convenida y el vidriero no pronunció una palabra, a pesar de haber salvado la vida y de haberse convertido en el artesano más rico de Valaquia.

Es que Petre Wajcescu, de oficio vidriero, fabricante de espejos, había descubierto durante aquella visita a su taller que, como el azogue, su amo, Vlad III El Empalador, hijo del príncipe Dracul, vaiboda de Valaquia, no se refleja en los espejos.

Persiste la duda

La condición y naturaleza de aquellos que son como yo es conocida. Fue establecida con precisión y hartazgo de detalles en el siglo diecinueve. O lo que es lo mismo, vengo aquí a declarar que me considero decimonónico.

Ya la palabra “decimonónico” es, por lo bajo, grotesca. Una cuestión de sonoridad: “monónico”. Cierren los ojos y díganlo en voz alta. ¿Lo oyen? Repitan, repitan: “monónico”.

Nada serio puede estar asociado con ese sonido.

La cuestión es que estoy aquí, apartado del mundo, como el Duque de Orsini, rodeado de bellos instrumentos que vienen a ser, tal como establecen las normas decimonónicas, un énfasis.

El exceso de dedos en las manos o los pies, las jorobas, la pilosidad descontrolada, tal o cual rasgo animalesco, preferentemente garras, colmillos, orejas o rabos, una voracidad desmedida, la fuerza sobrehumana, una lujuria desatada, todo ello justifica un aislamiento estricto.

Y para que la monstruosidad sea cabal, estas bellas estatuas griegas, los óleos renacentistas, los bordados orientales deben adornar las estancias donde el monstruo descansa su ira o su frustración, donde espera la llegada de jóvenes vírgenes a quienes someter impiadosamente o de apolíneos héroes dispuestos a medir su fuerza y su valor con un desesperado.

Es así que, en pleno siglo XXI, he logrado rehuir un destino de fenómeno televisivo, ocultando mi naturaleza en esta villa italiana abandonada. Está demás claro que no puedo explicar cómo es que una onerosa propiedad de esta clase permanece desocupada, cómo es que no es explotada por empresarios del turismo. Aunque ahora que lo pienso, como tampoco puedo explicar las comidas que están siempre frescas, recién preparadas y servidas, a mi alcance en los variados comedores, tal vez deba considerar la hipótesis de estar siendo criado como un oso, un león, un tigre, un elefante, que vive una vida despreocupada tras los almohadillados barrotes de su jaula de oro.

¿Pueden haber acaso cámaras tras las cortinas? ¿Puede haber acaso un público detrás de los espejos?

La idea de estar siendo observado es insultante.

¿No merece acaso, cualquier homínido, en estos tiempos de derechos y agotadoras regulaciones de las relaciones entre los hombres, y las mujeres, claro, su precioso aislamiento que lo mantenga a salvo del escarnio y, sobre todo, la provocación que podría llevarlo a destruir todo lo que lo rodea?

Ya se sabe: no soy yo cuando me enojo.

Sin embargo, mi monstruosidad es generalmente pacífica. Echo con tristeza una ojeada a los espejos que abundan en esta estancia. Me devuelven la mirada de mis puros ojos azules, el rostro cánido, e imagino una multitud agazapada contra el cristal. “¡El monstruo llora! ¡El monstruo llora!”, dirá alguno, necesariamente una jovencita, una prepúber, una niña sensible.

Un hálito de compasión recorrerá al grupo. Podría entonces bajar la mirada, reflexivamente, pararme, recorrer a paso lento la suntuosa habitación. El público tras el cristal contendría la respiración, suspendidos a la espera de mi próximo paso. Me acercaría entonces al delicado bouquet floral que viste el mismísimo espejo desde el cual me espían.

“¡El monstruo se ha acercado! ¡Nos mira!”, dirá el guía mientras clavo mis ojos azules en la perspectiva vacía del falso azogue.

Levantaría mi mano deforme y con las larguísimas garras como dagas que brotan de mis puños atravesaría una delicada rosa blanca y la acercaría a mi hocico, para aspirar su perfume.

Aguzaría el oído en ese momento para percibir el quedo murmullo que la audiencia no podría contener. Confirmaría así su presencia.

Habría completado un digno número de monstruo sensible de Disney. Sin embargo, persiste la duda: no logro escuchar nada detrás de los espejos.

Podría, en cambio, soltar las riendas que refrenan mi ira. Hacer jirones las finas prendas que contrastan con mi piel escamosa y arrojarme como un torpedo contra las paredes, los cristales de las ventanas. Haría volar los jarrones y las porcelanas, destrozaría los óleos, reduciría a astillas los marcos de los cuadros, los muebles, despanzurraría almohadones.

Rugiría con la solemnidad amenazante de una manada de leones cuando la noche llega y anuncian la cacería o la cópula. El público tras los cristales sentiría miedo y pavor. El guía les hablaría de los blindajes y otras precauciones.

Mientras yo correría hasta los patios, intentando alcanzar los bordes de las altas cercas, el guía tocaría, con más deleite que preocupación, el dispositivo de alarma que tendría preparado para estos casos.

Una jauría de perros vendría a buscarme. Cebados con cocaína, me atacarían inmediatamente. El espectáculo sería apoteósico.

No quedaría un solo perro vivo. Sé que podría partirles los lomos, abrirlos con mis garras y dejarlos con las vísceras expuestas. Los patios quedarían inundados de la sangre de los perros y la del monstruo que, exhausto, se tiraría a descansar sobre el charco inmundo.

Nuevamente aguzaría mi oído para captar el indiscreto sonido de los aplausos que la audiencia extasiada, ebria de adrenalina, no podría contener.

Sin embargo, persiste la duda: no logro escuchar nada tras los espejos.

Cierro los ojos, presto atención. No logro escuchar nada, nada más que el rumor casi imaginario de la sangre en mis oídos. Así, con los ojos cerrados, percibo mi respiración. Presto atención a la tensión de mis músculos. Recorro mi cuerpo, los puntos donde mi cuerpo está en contacto con el suelo, las caderas, los omóplatos, el rabo.

Imagino mi corazón agitado, la sangre corriendo por túneles oscuros, llegando a los músculos extenuados, llevando el reparador oxígeno. Pienso en mi metabolismo acelerado, las vísceras, el alambique del estómago, los turbios intestinos.

Busco otra vez el afuera, pero aún no abro los ojos: extiendo las manos y hurgo en el charco de sangre: siento el líquido viscoso y ya frío.

¿Lo siento? ¿Es acaso ese temblor mi respiración? Y ese rumor en mis oídos, ¿es el paso de mi sangre o un zumbido cuya naturaleza no alcanzo a explicarme?

Tal vez sea que no es otro el mío que el triste destino de un monstruoso cerebro, sin cuerpo ni órganos, que vive en un laboratorio, flotando en un nutricio caldo de fluidos sintéticos, conectado a una computadora, condenado a imaginar silenciosamente una vida, aunque más no sea la de un cautivo, la de un fenómeno, la de una fuerza contenida.

Duermevela

Es el cansancio de los músculos que, en la duermevela, se transforma en un sueño. Estoy en la calle, cerca de mi casa, y huyo de algo. Deseo avanzar rápidamente. Comienzo a dar grandes zancadas, pero el movimiento es como una coreografía que remedara la acción de correr: me desplazo lentamente. El esfuerzo por vencer la inercia y acelerar es insoportable. Me pesa el cuerpo, los músculos no responden. Me caigo. Inmediatamente me levanto, y para lograr avanzar intento ayudarme braceando, como si nadara. Siento el aire denso pasar entre mis dedos, con el peso y la densidad del agua. No avanzo. Intento serenarme, porque el sueño es angustiante y la frustración enorme. Lentamente, casi arrastrándome, sintiendo el simple aire pesar sobre mi, sintiendo los músculos agarrotados por la fatiga extrema, llego a mi casa, atravieso mi patio, entro a mi cuarto, me arrojo en la cama. A pesar del agotamiento, no me duermo. De hecho, me despierto. Tengo los músculos acalambrados por un esfuerzo, exhaustos, adoloridos...

Montaña rusa


La nena más chica mira el trencito subir, bajar y dar vueltas a una velocidad atemorizante. Arrastrada por el entusiasmo de sus hermanos mayores, se aferra a mi pierna con miedo y fascinación. Me pide upa cuando vamos llegando al acceso de la atracción. Nos sentamos los cuatro en un vagón, los mayores adelante, la chiquitina y yo detrás. No se despega de mi cuerpo y se agarra de la barra de seguridad con toda su fuerza. El trencito arranca. Son exactamente cuatro vueltas, ni siquiera tan vertiginosas, no más de cuatro minutos. Todos gritamos en las bajadas. Mezcla de montaña rusa y tren fantasma, hacemos bromas al pasar junto a un gigante calamar de espuma, debajo de un tiburón enorme. El tren se detiene y bajamos. La beba a upa. Al salir de la atracción, la dejo de vuelta en el suelo.


“Otra vez”, me pide.

Lucas Pizarro y sus largos duelos

"Cabe preguntarse para qué se manifiestan 
los furiosos deseos resumidos en esos labios..."
Alejandra Pizarnik


...estoy en el subte y me fijo en una mujer que me recuerda (pobre de mi) a mi ex esposa.

El mismo color de pelo, los mismos pómulos marcados, la nariz dura, el mismo tic nervioso de morderse el lado interno del labio inferior.

Más allá de los rasgos físicos, similares unos a otros al evocarlos aisladamente, es esta manifestación del carácter la que captura mi atención.

¿Qué significa un tic? ¿acaso es la señal de algo? ¿es siempre síntoma de lo mismo? ¿es acaso la rumia de una misma rabia la que lleva a dos mujeres distintas a morder con igual insistencia su propio labio?

Por las dudas, aunque es bella y me sostiene la mirada, no le hablo.

Suena Zappa

Suena Zappa. Eso no significa mucho. Es decir: a lo sumo representa una declaración, eso que los gringos llaman “self-presentation” y, tratándose de Zappa, podría significar: me creo un perro verde, en algún sentido superior al promedio, de paladar sofisticado y distante del gusto del rebaño, de mayor o menor actitud crítica, bastante cínico, dispuesto a afectar, sino experimentar, el goce de composiciones retorcidas y contraintuitivas. Etcétera.

Es decir, y como sea: suena Zappa. Este sería un buen momento para colar en este relato la noción de que la música de Zappa es como un caleidoscopio, el efecto más o menos vertiginoso de la salvia divinorum, algo de carácter interdimensional, pero la verdad es que sólo se trata de un cuento, una historia que comienza diciendo “Suena Zappa”.

Como en todo cuento que se precie, lo interesante sería desentrañar la circunstancia, la razón, el meollo, el quid de la cuestión. No obstante, un listado de palabras surge entre mis documentos y me obliga a distraerme de lo esencial, de lo vital, del pulso rústico de los cuerpos, del tren rojo y alocado del pensamiento y de la acción. Eso: sobre todo de la acción. Puesto que ¿qué pasa en este relato?

De momento, sólo sabemos que hay un hombre (aunque bien podría ser una mujer, lo que demuestra cuán poco sabemos) que está escuchando a Zappa. Aunque eso tampoco es necesario. Es decir: es probable que suene Zappa en un ambiente deshabitado o en presencia de un sujeto (hombre o mujer, Juan, Pedro, Marcia o Michi) incapaz de percibirlo o al menos apreciarlo, o, lo que es lo mismo, que lo oye sin escuchar. Eso, quizás lo sepan, es perfectamente posible: suena Zappa y para nuestro sujeto es como si un tremendo acorazado hiciera retumbar los siete mares con un estrépito calmo, con vibración tectónica, casi como quien dijera un silencio ciego.

O pasa un camión.

Entonces tenemos que ante nosotros se encuentra un hombre (o una mujer) para el cual la música de Frank Zappa es como el silencio que precede a la llegada del circo.

Luego, llega el circo.

El payaso pasa haciendo malabares con mandarinas. Detrás vienen tres elefantes de diferentes razas, uno grande, gris, africano, uno pequeño, más claro, asiático, y uno que no. Todos saludan con las orejas y avanzan aferrados con la trompa al elefante de adelante. Hay uno que no.

Nuestro hombre (o mujer), se levanta del lugar donde reposaba sin escuchar a Zappa, se acerca al balcón que a este fin implantamos de pronto a su disposición y desde allí agita la mano como despidiendo a un barco, como aventando penas, como escurriendo un cristal que de pronto se hubiera empañado por la pesada respiración de los elefantes, los payasos, la troupe de acróbatas que viene detrás haciendo piruetas y del grupo de mimos que de pronto se congela como si una fotografía de mica los retratara, impávidos, grises, altamente resistentes al calor. Inmediatamente, una jauría de caniches se desparrama alrededor de los mimos como bolitas de mercurio en dos patas y con colitas ridículas.

Los mimos  permanecen en sus lugares. Devenidos mica, quedarán allí, tal vez por el resto de la eternidad, o lo que quede de ella. Nuestro hombre (o mujer) los mira a los ojos. Advierte allí nuevamente el silencio ciego que es como el tronar de un acorazado que perturba la quietud abisal de los siete mares y se le revela entonces: El Vacío.

Pero no es capaz de aprehenderlo. Así como nuestro hombre (o blah, blah) es inmune al sonido de Frank Zappa, el vacío es para él la quintaescencia de lo imperceptible y pasa a su lado como un ángel en un oasis de amapolas. El acceso directo a la experiencia mística que le revela el vacío le está vedado. Con todo, no está privado de esperanzas: nuestro hombre/mujer (tache lo que no corresponda) puede aún acceder a variados y exquisitos textos que por interpósita mediación, a través de una aciaga metaforicidad, le señalen el nudo, el centro, el hueco inasible de lo que no tiene nombre y no puede nombrarse, vale decir: El Vacío.

Tal vez nuestro sujeto (Juan, Pablo, Haydée, Carmina o Burana) se aproxime al estadío de la iluminación y todo esto (la ignorancia de Zappa, la llegada del circo, el saludo a los mimos que parecen fotografiados en mica) no sea sino el prólogo, el antecedente, el prolegómeno necesario para avanzar un paso hacia, bueno, hacia algún lado que por definición no es este.

Cantará un himno. Hare Krishna, Hare Krishna, Krishna Krishna, Hare Hare, Hare Rāma, Hare Rāma, Rāma Rāma, Hare Hare. Ayunará. Velará. Levitará. Caerá en picada y se dará de trompa contra el piso con la contundencia de cincuenta ícaros desgraciados, se partirá dos dientes y le quedará el tabique desviado (un poco a la izquierda).

Con el rostro hinchado, nuestro sujeto indagará los murales de Siqueiros, la filmografía de David Cronenberg, la Ética de Spinoza y llegará a la conclusión de que no ha entendido un carajo.

Se sentará nuevamente en su cómodo sofá (marrón) y cantará una canción que dirá más o menos así: "Gib zu mir etwas Fussbodenbelag / Unter diesen fetten fliessenden Sofa".

Luego, no pasará nada. Advendrá una vez más el silencio (ese, que es como un acorazado que blah, blah, blah, blah) y pensará: “¿Qué se puede hacer salvo ver películas?”. Pasará entonces a frecuentar clubes cinéfilos. Como nuestro hombre (o mujer) aún tiene de si mismo una visión aristocratizante, se dedicará especialmente al cine ruso o de Europa del Este que, es bien sabido, no mira nadie ni siquiera en Europa del Este.

Concluirá, en consecuencia, que ha perdido el rumbo, el tren, que le ha pifiado a todos los horarios, que se le ha ido la oportunidad evidente de apresar Aquello, eso que en Pulp Fiction brilla desde el interior escamoteado de un portafolio.

Como sea, un esquema se dibuja. Recapitulando: tenemos un hombre (o, está claro, una mujer; esta historia no hace diferencia de género) que se encuentra perdido y confundido y realizando un ciclo vital que de alguna manera supone la intuición de un Más Allá que, cual el consabido horizonte, se escapa. El personaje entonces realiza un periplo que, aparentemente, se prepara con la audición de la música de Frank Zappa, la cual no lo afecta, y se desencadena con la visión de un grupo de mimos que permanecen inmóviles como en una fotografía de mica y cuyos ojos le manifiestan oscuramente el vacío, revelación que no logra aprehender y lo lanza a la adoración de Krishna primero y a una búsqueda desesperada por todo tipo de superficies tales como textos o películas después.

Es entonces que lee El Fiord. ¡Para qué! Habiéndose asomado al pavor y la violencia, nuestro sujeto gritará como un conejo enloquecido y escapará corriendo por el living comedor. Saldrá al balcón aquél que convenientemente implantáramos a su disposición y saltará, presumiblemente, al vacío, que, vale aclarar, no es El Vacío, sino otra cosa mucho más prosaica. Sujeto afortunado: por arte de magia decidimos que su balcón se encuentre a escasos y melifluos 70 centímetros del suelo, con lo que su carrera (loca) apenas se verá perturbada.

Perderemos de vista a nuestro sujeto. Eso es necesario, sino no sería posible explicar que súbitamente comencemos a recibir correo de su parte. Nos dice:

“Queridos amigos. Les escribo desde tierras inhóspitas y distantes a las que he sabido llegar impulsado por el pavor que me fuera provocado por Osvaldo Lamborghini. Demostré el pavor de una manera peculiar y no he sabido burlarlo: aún me lame los pies con fidelidad canina y me despierta por las noches. Procuro hacerme una vida ejerciendo oficios actuales y antiguos, tales como el diseño de aplicaciones móviles y la caligrafía china. La crisis económica es terminal, tal vez lo sepan por la prensa. Aquí, los jóvenes se suicidan en masa a la espera del final de los tiempos y los viejos simplemente esperan, más sabios, más resignados, tal vez apenas más débiles o simplemente privados ya de toda voluntad. Yo hago lo que puedo. Espero que el navegador no se cuelgue mientras escribo. Tiene esa costumbre. Mi PC apesta. Bueno, en realidad ni siquiera es mía. Me la presta el cocinero de la pensión donde vivo. Es un viejo hippie con pretensiones budistas. Le conté de mi pasado Hare Krishna y eso le simpatizó. Me hace comida macrobiótica, o al menos vegetariana. O al menos no usa carne y pone mucho curry. No está mal. El curry cansa, eso sí. Y extraño la carne. Hoy encontré un restorán argentino. No saben: hacen mollejas al cava. Me metí y las probé. Me costó caro, pero son lo más parecido a la gloria que he conocido en materia gastronómica. Algún día tendrán que ceder al pavor y venir a estas tierras inhóspitas y distantes. Yo los llevaré al restorán argentino que hace mollejas al cava. ¡Ahhhh! ¡Ya me dirán! Bueno, les mando saludos, especialmente para esa chica que extraño y deseo por las noches cuando el pavor me lame los pies y me humedece.

Besos.

Juan, Pedro, Marcia o Michi”

Y así pasará el tiempo. Años, pasarán.

En semejante plazo, los largos años de una vida, es más que factible encontrar lugar para que un personaje escuche mp3, utilice scanners, aspire cocaína,  compre una nueva alfombra y redecore su cuarto, conciba un nuevo género lírico-narrativo, vea alguna noche, solo o en compañia, la película American Horror Story, se enamore de una mujer y la abandone. Las vidas humanas tienden a ser banales.

Pero los detalles nos parecen de mal gusto y no tenemos la paciencia de Roberto Bolaño para urdir vidas enteras en un solo cuento. Lo último que sabremos de nuestro personaje (hombre o mujer, a los fines de esta historia es indistinto) es que conseguirá empleo en una empresa de Silicon Valley como diseñador de tipografías y ya no buscará eso que brilla desde el interior escamoteado de un portafolios.

"...y en la espera vagamos, indiferentes..."

Oye el sonido del agua cayendo en la ducha. Va al minibar. Se sirve un ron. Sin hielo. Busca el atado entre las botellas. No está. Palmea los bolsillos del pantalón y recuerda que ha dejado los cigarrillos en el saco. El saco está doblado, colgando del respaldo de una silla, al otro lado del cuarto. Al pasar frente a la puerta abierta del baño, ve claramente la sombra de Berenice proyectada contra el cristal esmerilado de la mampara de la ducha. Ama la idea del agua jabonosa escurriéndose entre sus tetas. El inequívoco cosquilleo que antecede a una erección lo complace. Llega junto a la silla. Encuentra el atado en el bolsillo interno del saco. Saca un cigarrillo y el encendedor. Golpea el filtro del cigarro contra el encendedor dos, tres veces. Luego, lo prende con una larga y profunda pitada. Suelta el humo bruscamente, creando un aura descompuesta y atolondrada alrededor de su cabeza. Mira por la ventana. El río se ve tan plácido y la noche tan serena. Abre el ventanal y entra una ráfaga de aire tibio. Con el cigarro entre los labios, va a buscar el sillón rojo que está junto a la cama. Lo acomoda frente al ventanal y vuelve sobre sus pasos para buscar un cenicero que ha visto entre las botellas. Pero al volver a pasar frente a la puerta abierta del baño, ve otra vez la sombra de Berenice proyectada contra el vidrio y se detiene. Se queda mirándola. Está quieta, con la cabeza gacha, dejando el agua correr por la nuca. Un vaho denso de vapor de agua se ha acumulado contra el techo del baño y empieza a bajar para escapar por la puerta. La sombra de Berenice se ve lánguida, apenas asimilable a ese cuerpo de mujer que él conoce bien y que ahora es apenas la sombra de un recuerdo, la sombra. Aspira el cigarro, que se consumía olvidado entre sus labios, cuando el inequívoco cosquilleo que precede a una erección le recuerda que está fumando y le impone la obligación de hacer algo. Se palmea los muslos como quien se sacude una inercia y mueve la cabeza a ambos lados. Sigue hasta el bar, agarra el cenicero y vuelve al sillón que ha dispuesto frente al ventanal. No se detiene frente al baño, pues no lo necesita para saber que Berenice sigue inmóvil bajo el agua. Conoce esa costumbre. Permanecerá así larguísimos minutos. Acomoda el cenicero en un posabrazos del sillón y sacude las cenizas. Recuerda el ron servido. Deja el cigarro en equilibrio en el borde del cenicero y cruza una vez más el cuarto para buscar su vaso de ron. Parado junto al minibar, casi de espaldas a la puerta del baño, prueba el trago. Le resulta innecesariamente agresivo y le agrega hielo. Vuelve al sillón. Aún no se sienta. Permanece junto a la ventana, mirando el río, degustando el ron (seco, siete años), escuchando el agua de la ducha golpear el cuerpo de Berenice, la loza de la bañadera, el cristal esmerilado. Se queda unos instantes absorto en el humo del cigarro. Luego vuelve a mirar el río. Parece tan calmo, tan quieto, tan mudo. Una camioneta negra llega desde el puente que conecta la isla por el sur y se detiene en la costanera. No ve bajar a los dos tipos que unos instantes después adivina por las brasas rojas que se encienden junto al vehículo. Se acerca al sillón y agarra el cigarrillo. Le da otra larga pitada y vuelve a expulsar el humo bruscamente. Finalmente, se sienta. Siente casi un sobresalto cuando advierte que el ruido del agua se apaga. En la oscuridad del cuarto, escucha la mampara deslizarse y abrirse. Berenice sale de la ducha.

Cierra los ojos. Proyecta en el cristal (esmerilado) de su mente una sombra del cuerpo de Berenice, tal como otras veces lo ha visto saliendo de la ducha. Su marioneta acompaña, supone, los movimientos casi rituales de Berenice, el pie derecho alzándose primero para sortear el borde de la bañadera, la mano izquierda estirándose para alcanzar el toallón mientras la cabeza se inclina a la derecha, arqueando el torso, para que el pelo negro y largo, empapado, cuelgue liso y pesado y escurra y pueda envolverlo con el toallón al mismo tiempo que endereza el torso y revuelve la toalla con ambas manos, que despliegan inmediatamente el paño para bajarlo por la espalda, envolver el pecho, secar los senos, el pliegue entre los senos, el abdomen, el vello de la entrepierna y luego el muslo derecho, que se levanta un poco mientras el pie se apoya de puntas en el suelo, para cambiar a la otra pierna, el mismo gesto, el mismo apoyarse en la punta de los dedos. En el momento en que el avatar de su mente toma el secador de pelo, el ruido de la máquina, desde el baño, le confirma la exactitud de sus recuerdos. Berenice se seca la cabeza moviendo el secador en círculos con la mano derecha, mientras la izquierda abre el pelo en hebras para facilitar el paso del aire caliente. Aunque lo espera, el silencio que sobreviene cuando Berenice apaga el secador lo sobresalta. Escucha el click de la llave de luz y la oscuridad en el cuarto es entonces absoluta. Él no se vuelve para ver a Berenice salir desnuda del baño. Le basta con saberla. Ella no dice una palabra y se le acerca. Le acaricia el pelo y le saca el cigarrillo. Aspira casi con el mismo ansia que él, pero expulsa el humo de manera más suave, empujándolo hacia arriba, en una bocanada larga. Le devuelve el cigarrillo, ya casi apenas filtro. Se acerca a la cama, donde está su ropa de ayer y de antes de ayer. Y de antes de antes de ayer. Se viste.

-¿Estás lista?- pregunta él, rompiendo el silencio.

-Si- le contesta ella.

-Dos matones de tu marido nos esperan afuera.

-Vamos- le dice Berenice.

Una de clausura

1938, 13 de agosto. San Ponciano, Papa y mártir.

Antes de Vísperas

Llueve. Tenía grandes planes para hoy por la tarde, pero el Señor ha querido desencadenar una lluvia no muy fuerte pero persistente. Habrá que acatar Su voluntad y recogerse en oración, puesto que no es posible salir a hacer obras.

O, tal vez, Él quisiera que hoy saliéramos a predicar bajo la lluvia para dar testimonio de fe. ¡Señor!, ¡a veces es tan difícil interpretar tu Voluntad!

Sor Ludovica llama a Vísperas. Me dispongo a orar.


Después de Vísperas


Durante la oración he cometido un curioso error con el Padrenuestro. He dicho “y perdona nuestras vidas, así como nosotros...”. Pienso que el Señor me llama a meditar sobre algo con ese error. No es que otorgue crédito a las enseñanzas de este judío alemán acerca del cuál no sé más que las anatemas lanzadas en su contra por el Padre Antonio, pero he comprendido que es mi vida entera la que me hace merecedora del castigo de Adán.

Pido perdón al Señor de los cielos si con este pensamiento he dudado de las enseñanzas de la Santa Iglesia. Temo haber incurrido en herejía.

Espero conversar de esto mañana con el Padre Antonio, durante la confesión. Es que siento que con mi vida no he honrado suficientemente la misión que el Señor tenía prevista para mí. No he sido madre, no he sido esposa, no he hecho de mi vida un camino abnegación. Aún estoy a tiempo de consagrarla a la oración y la penitencia y al servicio a los pobres.

Pero temo que no he honrado tampoco mis votos.  ¿Acaso dudo de mi fe?

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. ¡Dios mío!


Retomo la escritura luego de orar. No pude refrenar el impulso de arrodillarme sobre el suelo frío para mortificar la carne. Nunca es suficiente. Sin embargo, sospecho de la vehemencia con que me arrojé en oración.

¡Dios mío! ¡Cuántas pruebas nos trae el día a cada hora! ¡Qué vigilante el espíritu debe permanecer para mantener lejos la duda, la pasión, la tentación!

Sor Ludovica llama a cenar. Tengo hambre. Otórgame, Señor, mesura en la mesa y un caldo bien cocido.


Antes de Completas

Vengo ahora del refectorio. Agradezco al Señor las papas crudas que nos sirvió hoy Sor Inés. ¡Ay, mi Dios!, sé que no debería utilizar este lenguaje irónico y que debería ser piadosa con la torpeza de Sor Inés, pero es que toda esta semana ha sido igual. Todo el convento acusa los efectos de las papas crudas. Pido al Misericordioso que perdone la desidia de Sor Inés, pero sobre todo le pido que la ilumine en el cumplimiento de sus deberes. Que cocine las papas como Dios manda.

¡Ay Dios! Pido también perdón al Altísimo por mis palabras.

Debo tal vez leer los Evangelios para aquietar mi espíritu.


Sor Ludovica llama a Completas. Interrumpo la lectura de los Evangelios y me dispongo a orar.


Después de Completas

En mis intenciones de hoy, he orado por Sor Inés y he pedido perdón por mis pecados.

Hoy la hermana Albertina anunció que dejaba el convento y los hábitos. No ha querido dar explicaciones y la Madre Superiora cubrió su vergüenza con un piadoso manto de silencio, pero todas sabemos que la hermana Albertina ha cedido a la tentación de la carne. ¡Señor! ¡Los medios del Malo pueden ser tan evidentes! ¡El carnicero! Sor Inés no cocina tanto estofado como para requerir los servicios del carnicero tres veces por semana. La hermana Albertina lo recibía y se quedaba con él largas horas, que me perdone el Señor si exagero, en el locutorio. No puedo decir que los haya visto jamás comportarse en modo inapropiado, quiero decir, no es que los haya espiado, Dios no lo permita, pero, ¡Señor!, han pasado ahí muchas horas a solas. No sé por qué la Madre Superiora tardó tanto en someter los encuentros a estricta vigilancia. ¡Ya lo maliciaba yo desde mucho antes! ¡La hermana Albertina es tan joven! Y el carnicero, a decir verdad, tan buen mozo.

¡Señor! Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.


Después de Maitines

Estoy nuevamente en mi celda. Me ha traído la hermana Josefina. Dice que me halló helándome bajo la lluvia. Aparentemente, me he desvestido y he corrido desnuda por el claustro. Cuando la hermana Josefina me encontró, dice, estaba yo repitiendo maníacamente el Padrenuestro. ¿He sido poseída, Señor? Sin dudas que mi intención ha sido nuevamente mortificar la carne con el frío, pero no logro recordar nada. ¡He repetido el Padrenuestro! Dijo Nuestro Señor Jesucristo: “Cuando recéis no uséis muchas palabras”. Lo sé, lo sé, lo sé. De memoria, lo sé. Está en Mateo, 6 7-15. Pero dice la hermana Josefina que no podía detenerme. Ha debido propinarme unas buenas nalgadas para hacerme volver en mí. Testimonio son mis posaderas enrojecidas. Ella me besó y cubrió de amor a Dios para aplacar mi espíritu atormentado.

¡Señor! ¡Cuánta Gloria en el amor de nuestras hermanas, cuán piadosos corazones habitan esta casa!

Es muy tarde. Debo otorgar descanso a mi cuerpo y a mi alma. La hermana Josefina me ha prometido no informar de los acontecimientos a la Madre Superiora. Temo que se esté condenando.

Antes de dormir, rezaré por ella y por su alma.

Remedios para el dolor

“...como si Dios nos hubiera dado
a cada uno un círculo a llenar. A mí, con esto –y levantó la
trompeta–. A usted, con lo que sea –se interrumpió–. De qué trabaja usted.”

Noche para el Negro Griffiths, Las panteras y el templo, Abelardo Castillo.


-Si no te gusta, andate.

Ahí estaba yo, con todo mi mal genio de cuarentón divorciado, echándola.

En resumen: que había empezado a venir sin llamar, que ya se había dejado un cepillo de dientes, que tenía varios pares de aros tirados en mi mesa de luz, que ya había asumido la responsabilidad de mantener la heladera provista de queso blanco y sin sal. Hasta ahí, vaya y pase.

Pero hoy había hecho una sugerencia inaceptable.

- Esa trompeta... ¿podrias meterla en el estuche y sacarla del medio, no? Si al final yo no te he visto tocarla jamás.

Punto final. Es asi, uno lo sabe. Como que a uno le ha tocado estar del otro lado y ser el infeliz que dice exactamente la frase que informa al otro que nada de eso tiene sentido: que no tiene swing. Esta vez, le tocaba a ella.

Fijate, boluda, pensé, o casi ni pensé, sí, a veces toco esa trompeta. Normalmente, cuando vos no estás, fijate. Pero además su presencia ahí, de pie en ese aparador, junto a los libros, o tirada sobre la mesa del comedor, entre las migas, es un testigo, un testimonio. Un recordatorio de mi tiempo perdido. Debe estar ahi para que yo no pueda olvidar.

En cambio, fui más sintético:

-Si no te gusta andate.

-Mirá que sos pelotudo- fue su reacción.

-Más a mi favor. Andate y listo.

-Solo, te vas a quedar.

¿Pero no ves que ya estoy solo? ¿Que hace años que estoy solo y que tu presencia, tus gustos decorativos, tus manías alimentarias, las tuyas o las de cualquier otra, no van a cambiar eso? Yo ya sé que estoy solo. Hace rato que sé que estoy solo. No es que me haya sido fácil de aceptar, pero ahora lo comprendo. Lo sé desde la primera mañana a solas con las pesadillas de la víspera, con mi mujer todavía al lado, desde la primera noche después de mi divorcio, desde que la nena me preguntó qué era morirse.

La hice más corta:

-Por eso, haceme el favor y andate.

Después que se fue, saqué la basura, puse música de Youtube y me fui a dormir.


Día de los muertos

Ya sé, me van a decir que exagero, que manipulo los hechos, que enmiendo, corrijo, que busco el efecto. Pero les juro (por Todos los Santos, pulgar e índice en cruz sobre los labios) que lo que les voy a contar corresponde a la verdad, que hoy, a las siete y media de la mañana, el remisero que me llevaba a la parada del micro, sin que viniera a cuento de nada, porque sí, por mera necesidad de desahogo, me dijo que estaba mal por su padre, por lo que había pasado con su padre, que se había ido a Mar del Plata, que se había metido en el mar. Que no había vuelto a salir. Que sufría acúfenos, esa enfermedad del ruido permanente en los oídos, que tenía 82 años y que estaba harto, que no lo soportó más. Se fue a Mar del Plata y se metió en el mar. Y no salió.

Y es así como se los cuento, les juro (por Todos los Santos, pulgar e índice en cruz sobre los labios), que por si no bastara ese asomarse de la Parca, recién, hace un rato nomás, el taxista que me traía de vuelta a casa, a cuento de nada, por mera necesidad de desahogo, me contó de su mujer, del accidente cerebrovascular a miles de kilómetros, de que tuvo que traerla, con una pierna paralizada, de los 7000 pesos que le cobraron, que la plata no importa. Que la operaron, que ella no quería que la operaran, que no quería que él firmara la autorización. Que la operaron igual, que si no la operaban se moría, o quedaba en silla de ruedas. Que después de la operación él la vió bien, dormida, pero bien, respiraba, y que al otro día todavía dormía, y al otro y al otro y que le dijeron que era por los sedantes, para ayudar al cuerpo a recuperarse y que se murió al día siguiente. Que la hizo cremar. Que le compró una cajita y que ahora está con su madre, que ahora descansa en paz. Que ya pasaron unos días pero todavía no abrió el ropero. Que lo va a hacer uno de estos días, con su hija.

Es así, les juro, como les cuento. Una de esas cosas que se cuentan creyendo que así uno se libera de ellas.



A la memoria de mis muertos queridos.

Una de facinerosos

Araujo, querido, qué semana del orto. Este laburo de mierda, qué te voy a contar. El lunes me agarró una contractura de esas que te matan. La cuestión es que tenía un mareo que no podía ni pensar. Peor que borracho, todo el tiempo. No se puede laburar así, podés hacer cualquier cagada, viste. Ya me pasó una vez. No me podía ni parar. Dicen que son las preocupaciones. Esta vez, no perdí tiempo y me empastillé de una, y ayer fui ver al Tordo.

Resulta que tengo el cuello rígido y un principio de artrosis. Qué mierda. Artrosis es enfermedad de viejo. ¿Estoy viejo, Araujo?

La cuestión es que no pude ir a hacer ese laburito que te dije, viste. Yo creo que el Roto me va a salir a buscar a mí. Decí que tuve tiempo de avisarle a Karpasczy. El polaco ese es bueno, no se le escapa ni un cliente, pero siempre deja todo muy enchastrado, llama mucho la atención y después el Roto se tiene que andar bancando los titulares "Triple crimen en Pereyra: ¿mensaje mafioso?". Si dan ganas de mandar un anónimo y decir "si, boludo, qué te pensás que es, ¿un libro de versos?".

Pero claro, al Roto no le hace gracia el chiste. Es muy serio. Le gusta más como laburo yo. Dice que lo mío es más "quirúrgico". Le gustan esas palabras, al Roto. Pero imaginate, con el mareo que tenía la semana pasada a ver si me queda alguno boqueando o me la pegan a mí, qué se yo. Yo no podía. Y Karpasczy aceptó un cincuenta; después de todo, era laburo mío. Un cincuenta está bien, ¿no? ¿Vos decís que me zarpé? No creo, un cincuenta está bien. Creo. Por ahí un sesenta. Ya está, el laburo está hecho y ahora el Roto me busca.

Me dijo Artiola que está caliente. Que dice que no puedo borrarme sin avisarle. Que Karpasczy es medio bocón y la puede cagar con cualquier pelandrún que hace policiales para Diario Popular. Por mandarse la parte, nomás.

Qué merda. Me vuelve el mareo. No puedo pensar, Araujo. Yo no creo que Karpasczy sea tan boludo. En este laburo no durás 7 años, como él, si sos tan boludo. Siete años amasijando giles. No, boludo no podés ser.

El Tordo me dijo que siga con las pastillas. De la artrosis no me dijo nada. ¿Se puede seguir en este laburo con artrosis? Yo no sabría qué hacer y no me da para jubilarme. Si yo me siento un pendejo. Preguntale a la jermu de Rodríguez, si estoy tan viejo, je. Rodríguez se tiene que cuidar. La mina anda boconeando boludeces. Que se queda con vueltos. Yo creo que el Roto se la tiene jurada. Lo anda dejando arrimarse mucho, lo trata de amigo. Si el Roto te trata de amigo, tenés que desconfiar. Miralo al Tano Petruzzi. Que parecía que el jefe era él. Y todavía buscan pedacitos en Parque Pereyra.

Ese laburo lo hice yo. Me dio pena, el Tano. Habíamos tenido varios encargos juntos y nos cagamos de risa, como cuando se nos desparramaron las tripas de un buchón por el camino de Boca Cerrada. Lo llevábamos para Ensenada y se nos abrió la caja de la chata. También, a quién se le ocurre llevar un fiambre en una chata. Estábamos bastante del orto. Para relajar después del laburo, viste. Pero qué problema nos íbamos a hacer, si por esa zona no pasa nada, es tranqui. Viste cómo es Boca Cerrada. El pozo más chico entra un chabón parado. Nos comimos un pozo y se desenganchó la puerta. El fiambre rodó al asfalto. Menos mal que nos avivamos. Lo habíamos tenido que coser a puntazos y con la caída se le fueron las tripas por los agujeros. Rodó como cincuenta metros y dejó el desparramo. Nos bajamos con el Tano y juntamos lo que pudimos. Después de todo, la idea era que hiciera de carnada de los dorados. Y el Roto que dice que lo mío es quirúrgico. Quedaron restos de tripa, igual, y pensamos que los caranchos se iban a ocupar. Pero algún pescador lo tiene que haber notado, porque me dijeron que salió en El Día de La Plata un suelto sobre la ineficacia de los transportes de los mataderos. Como si los mataderos no estuvieran por el lado de Gorina, bien en la otra punta. Menos mal que no salió lo del mensaje mafioso.

Pero bueno, lo tuve que amasijar al Tano. El jefe se la tenía jurada, por agrandado y bocón. Le dimos el Bola y yo. Lo agarramos saliendo de la casa y lo metimos en el auto. Como era de los nuestros, lo fusilamos en Parque Pereyra. El Bola lo descuartizó; medio que le gustan esas cosas, mucho morbo. A mí el Bola no me da confianza. Estuvimos como hasta las cuatro de la mañana dando vueltas por Pereyra, a oscuras, sin luces, sembrando pedazos por acá y por allá. Al primo del Tano, que es tira y manejaba con él los camellos de Altos de San Lorenzo, le mandamos el dedo con la alianza en un ataúd chiquito. La idea fue del Roto. Lo había leído en algún lado. Al Roto le gustan esas cosas.

Por eso te digo, que Rodríguez se cuide. Y por eso te digo que Karpasczy no puede ser tan boludo.

Pero no hay que abusar. Mañana le salgo al cruce y lo voy a ir a ver al Roto, explicarle y ver si garpa. A ver si encima me tengo que arreglar con Karpasczy. Pero todavía estoy mareado.

Qué poronga. Me tocan las pastillas de mierda.

Cuidate, Araujo, aunque yo sé que a vos difícil que te hagan cantar ninguna.

Días que cambiaron al mundo

Nuestro hombre tuvo una idea. Pensó que sería muy provechosa, que lo haría rico y que cambiaría el mundo. Sin embargo, no podía plasmar sus fantasías sin ayuda. Buscó socios. Los encontró. Comenzaron el desarrollo y les fue bien, la idea funcionó. Muchos otros hombres, por todo el orbe, reclamaron haber tenido la misma idea o haber pensado sus bases. Eso no cambió nada: nuestro hombre y sus socios siguieron adelante, lograron seducir a los más ricos, a los poderosos, y se posicionaron como líderes en un nicho nuevo y prometedor. No obstante, a nuestro hombre no le fue tan bien con sus socios. Lo hicieron a un lado y se quedaron con la empresa. Terminaron los proyectos, mejoraron los desarrollos, expandieron la obra y nuestro hombre, al final, como no puede ser de otro modo, se murió gozando del reconocimiento de los ricos y poderosos.

¿Jobs? ¿Qué Jobs?

Yo estoy hablando de Johannes Gutenberg y su socios, Peter Schöffer y Johann Fust.