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Nubes y viento en el horizonte

“Siempre habrá vasos vacíos...”
LFC.

Berenice tomó de un sorbo su trago y se recostó. Noel se acercó y le tocó el hombro. Berenice se sobresaltó, no mucho, un momento fugaz. Estaba muy en lo suyo, concentrada en el sol, o en el viento, en cualquier cosa, menos en Noel, imperceptible para ella, perdido, lejano, como en otro mundo.

-Te perdiste -dijo Noel.

-Si, perdón -dijo Berenice, sin convicción.

-Pero te encontré...

Ella siguió con la vista en el horizonte. Noel no supo qué hacer con ese silencio obstinado, duro y definitivo.

-Traje otro trago -dijo Noel.

-¿Y?

-¿Querés? -insitió él.

-No.

Noel no supo cómo seguir. Dudó, y al fin se sentó en el suelo, junto a Berenice, sobre la arena húmeda, viejísima, un vaso en cada mano. Miró la arena, buscó en ella alguna señal. Luego, miró el horizonte, hacia donde miraba Berenice. No vio lo mismo, seguramente. Sólo nubes. Y horizonte. Puto horizonte. Homogéneo horizonte. Liso e infinito horizonte.

-¿Qué ves? -dijo.

-No mucho -contestó ella, impasible.

-Nubes, veo yo. Vienen del sur.

-Si, hay nubes -admitió Berenice.

-Y viento. Bueno, el viento no se ve, pero se siente.

-No me jode. El viento, digo, no me jode.

Los ojos de Noel volvieron al suelo. Quedaron en silencio. Enorme y liso silencio, como el horizonte.

-Me voy -dijo Noel.

-Al fin -dijo Berenice.

Y el sol tibio, y el viento que no jode y el vaso vacío.

La estupidez (propia) es (la más) insondable

-Disculpe, señor, ¿ésta qué estación es?

-No venía mirando, pero debe ser Hudson...

Mirá que hay que ser pelotudo. ¿En qué cabeza cabe responder esa pregunta empleando para la palabra "hudson" una sin dudas inexacta pero en todo caso aceptable pronunciación inglesa? Qué boludo. Si en ese momento el Sur hubiera decidido ejercer su legendaria justicia arrojando a mis manos un cuchillo, habría tenido el puntazo bien merecido por nabo y por fifí.

Y no era la primera vez. "Sí, el otro día anduve por Hurlingham", te dije, ¿te acordás? "Se dice Úrlingan", me corregiste, un poco maternal y como abarajando la desgracia. Y eso que había pronunciado la "u" como tal y la "h" como una jota carrasposa. Pero no hay caso.

-Lo que pasa es que yo vivo en Jaedo-. El chiste, repetido hasta el cansancio, de un amigo de mi viejo...

Crueldad II

Sólo veo las luces opacas. Escucho los suspiros de Beatriz a mis espaldas y me voy sin mirar atrás. No quiero ver, no quiero enterarme. Sé que está llorando pero piso firme, aprieto el paso, me voy...

Nat había prendido todas las luces de su casa, que destacaban el blanco de las paredes y el amarillo de los almohadones, dispuestos en el suelo para que nos sentemos en ronda. Beatriz me busca, se me acerca por la izquierda y yo cierro conversación con Quique, a mi derecha. Llega Lu, "Lumía". Unos días antes, habíamos vuelto a encontrarnos, después de mucho tiempo. ¿Un año? Creo que dos. ¡Dos años! ¿Y cómo estás? Bien. Sabés a qué me refiero. Si, bien, estoy en pareja, ¿vos?. Nada... te quiero, todavía. Yo también te quiero, no es ese el punto, Lucas. Supongo que no. Ahora, Nat pone música, algo de Diego Frenkel, y trae las pizzas. Beatriz me saca conversación y yo miro a Lu. Beatriz trata de tomarme del brazo. La miro como para matarla. Qué marcás. No contesta. Lu no me dedica mirada. Se sienta cerca de Nat, le desea feliz cumpleaños y se pone a charlar con el Oso, que tiene locuacidad cervezal. Se ríen. El Oso es inofensivo, pienso, inútilmente. La noche pasa. Decido irme y me despido de todos y de nadie, único beso para la anfitriona, que lo termines lindo, nos hablamos. Chau a todos. Yo también me voy, dice Beatriz, dando casi un salto. No sé cómo llegamos a siete y 57, caminando. No sé de qué pudimos hablar todas esas cuadras ni sé como es que Beatriz está llorando y yo me siento frío de frialdad absoluta. No quiero nada con vos. Pero bien que me cogiste. Pero no quiero nada con vos. ¿Es por Lu? No me jodas, ella está en pareja. Pero es por Lu. Por lo que sea: no quiero nada con vos. Me siento mal, creo que me voy a desmayar. No hagas teatro, es tarde y estoy cansado. Te digo que me siento mal. No vas a hacer que me quede con vos desmayándote. Te digo que me siento mal. Pasan varios taxis y no le paro ninguno. Al contrario, doy media vuelta y, frío de frialdad absoluta, empiezo a caminar. Sólo veo las luces de la avenida, el amarillo lúgubre y tembloroso, opaco, suma de todos los haces insuficientes del alumbrado, los negocios y los autos. Escucho los suspiros de Beatriz a mis espaldas y me voy sin mirar atrás. No quiero ver, no quiero enterarme. Sé que está llorando pero piso firme, aprieto el paso, me voy. No me putea, no grita, nada. Si no escuchara su sollozo pensaría que se ha desmayado en serio, al final. Cuando paso por el frente del ministerio, sólo veo el frío halógeno y ya no escucho a Beatriz. En un rato me voy a perder en la oscuridad de Plaza Rocha, habiendo consumado un acto de cobardía y pensando por qué, pudiendo evitarlo, pude ser tan cruel.

Crueldad I

Recuerda. Una vez, un acto de la escuela primaria. De fin de curso, seguramente. Se hizo un sorteo. Cuando sacaron el último número escuchó que decían la cifra impresa en el ticket que tenía en la mano.

Recuerda. Que pensó: "¡Yo que nunca me saco nada!". Una exageración, seguramente. Pero auténtica expresión del tamaño y la ingenuidad de la alegría que experimentaba mientras avanzaba hacia el escenario, esperando recibir, como los anteriores agraciados, libros, lápices, mochilas.

Lo que no recuerda es si le comunicó a alguien, en voz alta, ese pensamiento. Recuerda, sí, los aplausos, el bullicio, un paréntesis en el tiempo y la sensación del vaivén de sus piernas, la misma sensación que tiene ahora al caminar, confusión de acto y recuerdo. Cuando llegó al escenario, le dieron un paquete similar a una caja de zapatos.

Era, efectivamente, una caja de zapatos: la abrió a la vista de todos y encontró unas viejas sandalias de hombre, marrones, tipo franciscanas, sucias y desvencijadas. Recuerda (o todavía siente) en la cara su gesto de desilusión, de incomprensión, de desamparo. No recuerda si miró al que voceaba los números, buscando una explicación, o si buscó la explicación en el borde del escenario, en las luces o en el enorme cuadro de Quinquela colgado en la pared derecha del salón.

No sabe eso, pero sí que escuchó la risa impiadosa del auditorio abalanzándose sobre él como esos vendavales que el pampero sucio decarga en la playa, esa mezcla imprevista de polvo, arena y papeles robados de manos que no vieron venir la nube negra que la tormenta levanta en el horizonte acercándose velozmente, un fugaz aviso que las almas reblandecidas por el sol de enero no están nunca dispuestas a presentir.

Volvió a su lugar entre sus compañeros, muerto de vergüenza y humillación (quizás por eso no recuerda si le comunicó a alguien aquel pensamiento desmesurado), sin lograr explicarse por qué, por qué, pudiendo evitarlo, alguien puede ser tan cruel.

Lamento de Exú

Yo tuve un bar. No, no fue nada cool. Lo puse en sociedad con mi mejor amigo y nuestras respectivas esposas de entonces. Mala fórmula.

Pero no iba a eso. Para esa época yo tenía otro amigo, de origen brasileño. Me acordé por los pochoclos. Ví gente comiendo pochoclo en un bar y me acordé: una de las características que habíamos elegido para el nuestro era un enorme macetón plástico que poníamos, lleno de pochoclo, junto a la puerta de entrada, para que cada quien se sirviera a su gusto. Eso, y los colores rojo y negro con que estaba pintado el interior y que habíamos decidido conservar.

La cuestión es que a los pocos días de inaugurar, este amigo brasileño que decía vino a tomar algo y conocer el bar. Cuando vió las paredes pintadas de rojo y negro, dijo “son los colores de Exú. ¿Ustedes sabían que el maíz y los colores rojo y negro son los atributos de Exú?”. Y se puso a contarnos.

Exú es uno de los espíritus del candomblé brasileño, mensajero de los Orixás. Es un demonio, o más bien un duende, para nada malvado, pero pícaro y travieso. Un jodón.

“Una de sus gracias es pintarse la cara mitad roja y mitad negra. Espera a ver pasar a dos amigos conversando, y los cruza interponiéndose entre los dos, de modo que cada uno vea una mitad de su rostro. Tal vez no sea lo que busca el duende, que sólo es un bromista, pero la maldad consiste en que esos amigos se pelearán por establecer si se cruzaron con alguien que llevaba la cara pintada de rojo, o de negro”.

“Bueno, brindemos por Exú, entonces”, hubiera sido bueno que alguien propusiera, pero no recuerdo si brindamos, si nos reímos, o si hicimos algún chiste. No me acuerdo. Tampoco sé si la versión de la leyenda de Exú de mi amigo es parte de la tradición o un cuento de su invención.

“Y fíjense también que una de las manifestaciones de Exú es la forma de un perro”, terminó mi amigo, señalando al cuzco que, teatralmente, se colaba en el bar e iba a ovillarse debajo de la mesa del macetón de pochoclos, como si supiera.

Palabra: supongamos que exagero un poco al decir que la observación de mi amigo y la entrada del perro fueron simultáneas. Pero convengamos que la exacta cronometrización de esos acontecimientos es irrelevante para referir esa noche en que, más o menos mientras un amigo contaba su versión de la leyenda de Exú, un perro entraba a un bar rojo y negro donde se convidaba maíz tostado a los parroquianos.

Los detalles no cuentan. El negocio fue horrible y el bar duró abierto no más de tres o cuatro meses. Mi amigo y yo terminamos peleados.

Yo creo que esa noche, Exú estuvo en nuestro bar. Y para mí, iba pintado de rojo.

Érase una vez un restorán...

-Un irlandés con poca crema.

Fue decirlo y comprender que estaba empezando a convertirme en un personaje. ¿Cuántas veces puede uno llegar a un bar, sentarse solo en una mesa, sacar un libro de la mochila, esperar al mozo y repetir la misma orden?:

-Un irlandés con poca crema.

No creo que hagan falta muchas repeticiones. Mucho antes de que el mozo empiece a preguntar:

-¿Lo de siempre?

ya sabe que uno es “el que viene a tomarse un irlandés con poca crema y leer un libro”.

El pedido contiene el rasgo de capricho (“poca crema”) que enseguida le permite al mozo recortar una individualidad, aunque más no sea negativamente, “qué hinchapelotas”. Recorte al fin.

Y creo que no digo esto por deseo de ser reconocido, individualizado, sino porque trabajé casi diez años de cafetero y aún recuerdo a la que pedía el exprimido “colado, sin pulpa”, o al que pedía un café con leche “primero la leche”. O el del whisky con hielo, “pero el hielo traelo en un vaso aparte”. Y la de la fanta con crema, toda ella inexplicable.

Esas personas se convierten en personajes, individuos. El personal los vé venir y los identifica. Si sus costumbres son muy regulares, sirven para puntuar el tiempo indiferenciado de la jornada laboral.

Me acuerdo que había uno que venía a cenar un rato antes del cierre, cuando ya no quedaba nadie en el salón. Era el dueño de otro restorán. La dueña consideraba eso una suerte de halago. Curiosamente, no recuerdo qué solía pedir, pero recuerdo que su presencia marcaba el fin de la noche: si él estaba cenando en nuestro salón era porque su restorán, uno de los más importantes de la zona del puerto, ya había cerrado.

Se sentaba en una mesa rinconera, cerca de la barra. Cada noche invitaba a uno distinto de sus empleados. Tomaba vino, blanco, de eso me acuerdo porque yo era el que servía las bebidas. No esperaba a que el mozo se acercara; ordenaba desde la mesa, en voz bien alta, directamente a la cocina, como si fuera el patrón y con aire de saber cómo se cocina el bacalao; nunca más apropiada la expresión.

Su presencia significaba un riesgo. Si otro comensal llegaba en ese momento, era una descortesía contraria a la cultura de la casa negarse a atenderlo y en ese restorán estábamos orgullosos de atender a la antigua. Había reglas de cortesía estrictas: en sus tiempos muertos, los mozos debían mirar siempre hacia las mesas, por ejemplo. Es el día de hoy que me resulta irritante ir a un bar o a un restorán donde los mozos se acodan en la barra, de espaldas al salón, obligándote a los malabares más ruidosos para llamar su atención y pedir el postre.

A veces sucedía que el salón quedaba vacío temprano, antes de la hora de cierre habitual. Esas noches, los empleados rogábamos que nadie entrara sobre el límite de la hora, porque la política de la casa era esperar a que se retirara el último comensal para poder cerrar. Lo peor eran las parejas. Y si se sentaban en una mesa a pelear, sabíamos que la noche podía hacerse interminable. Dos cafés eternos y escenas de llanto son corolarios indigestos para una noche agitada.

Pero por suerte este hombre dueño de un restorán del puerto que llegaba a cenar cuando todos ya habían se habían ido nunca se demoraba más de lo necesario y nos hacía saber que sabía que estábamos esperando que se fuera para poder ir a descansar. Él mismo estaría cansado. No recuerdo si dejaba propinas. Debía de hacerlo, porque los mozos lo atendían de buena gana. Saludaba a todos al salir, con una sonrisa satisfecha y un “gracias por todo” que sonaba sincero. Era un modo amable de terminar la jornada.

Ahora soy yo el que está pasando regularmente por un café para sentarse a repetir una costumbre, una manía, las tardes escasas pero no improbables en que el tiempo por venir no se puebla de expectativas.

Me pregunto si llegaré a habitué y si llegará el día que el mozo me diga: “¿lo de siempre?”.

There's a kid who had a big hallucination...

Tengo sed.

(Me sirvo un vaso de agua).

Ah, estás ahí.

El agua está caliente. Muy caliente (agarro el vaso así, como se dice, haciendo un cuenco con las manos, y lo siento: el agua está caliente).

No hace falta que digas nada. Ya sé que no te importa. Por qué habría de importarte, si es mi agua y es mi sed. Idiota yo.

Ya sé qué voy a hacer. Voy a poner el vaso con el agua caliente adentro de una cacerola con agua fría. Me imagino que el agua fría... si, eso: trepará por los bordes, no sé, por algún fenómeno físico que no conozco, la capilaridad, ponele, y se mezclará con el agua caliente...

Por lo menos el calor se disipará a través del vaso, ¿no? por contacto con el agua fría.

Ya sé que no te importa, que pensás que estoy hablando boludeces.

Creo que ya está, ya puede beberse.

¿Querés?

Te pregunté si querías: ¿querés?

Qué me importa.

El agua está sucia (turbia a contraluz, levanto el vaso y lo alzo hacia la ventana). Ya veo.

Si lo que tengo que hacer es  tomar agua sucia, tomaré agua sucia.

(Entonces te doy la espalda y vuelco el contenido del vaso por el drenaje)




[
Tras la lente panorámica
mis ojos nublados apenas si pueden delinear
el momento.

Lejos de volar hacia el cielo azul
caigo en espiral hacia el pozo en que me oculto.

(Si lográs sortear las minas a la entrada
golpear a los perros y engañar la vigilancia
si discás la combinación y abrís la trampa
Si estoy adentro
te diré...)


Hay un pibe sufriendo una gran alucinación
haciendo el amor con chicas de magazine
Se pregunta si tu nueva fe te permite dormir
si alguien podría amarlo
o si todo es un sueño.

Si te mostrara mi lado oscuro,
¿me abrazarías igual esta noche?
Si te abriera mi corazón
y vieras mi debilidad,
¿qué harías?
 

¿Venderías la historia a la Rolling Stone?
¿Te llevarías a los chicos?
¿Me dejarías solo?
¿O sonreirías complaciente
al otro lado de la línea?
¿Me mandarías a mudar?
¿O me llevarías a casa?

Yo creí en tener mis sentimientos al desnudo
Creí en tirar abajo las cortinas

He tenido la hoja en mis manos
Estaba listo

Pero sonó el teléfono.

Nunca tuve el valor de hacer el corte final.
]

Underground



Descubro este video en una nota viejísima del Washington Post. Es el registro de una suerte de experimento que consistió en poner a tocar en la boca del subte a uno de los más prestigiosos violinistas del mundillo de la música clásica. La pregunta fue: “¿se detendrá la gente a escuchar la música?”. Sucedió lo previsible y la respuesta fue: “No”.

Para explicarnos la gravedad de esa circunstancia, los redactores (con esa mentalidad norteamericana que me es tan ajena) dan fe de la carrada de guita que vale el exclusivo Stradivarius con que toca este buen señor y nos informan cuánto puede llegar a pagarse por verlo tocar en un teatro prestigioso.

Y dan por supuesto, autocomplacencia burguesa, que quienes pagan eso lo hacen para admirar la música o apreciar belleza, como si no fuera bien otra cosa lo que se compra al pagar la entrada a un espectáculo exclusivo.

Y yo, todavía en línea con algo que tiene que ver con este post, me pregunto cuán desnudos de metatexto podemos enfrentar un hecho que se nos presenta como artístico, qué tan aligerados de información previa podemos estar para percibir por nuestros propios medios (medios que, en definitiva, no son sino metatextos), ya no digamos la belleza, esa entelequia metafísica, sino al menos el mérito de un composición rigurosa en sus términos y de una ejecución magistral.
(Yo soy de los que les prestan atención a los músicos callejeros, siempre que la oportunidad es favorable. Soy franco, no voy a detenerme especialmente para escuchar, pero si el tiempo de mi espera coincide con el de su espectáculo, les dedico atención. En la estación Independencia del subte E suele parar un pibe que toca la guitarra y canta canciones de rock clásico, Bob Dylan, cosas así. Por suerte, no toca la armónica. Pero canta con un compromiso y toca con tal claridad, que es un placer escucharlo. Siempre que lo veo le tiro unos mangos al estuche de la guitarra. Una vez estuvo tocando sobre el tren un violinista. Usaba un violín eléctrico, que llevaba conectado a un pequeño amplificador portátil. Recuerdo que tocó alguna pieza de Bach. El sonido del violín amplificado es un poco más hiriente que lo que el canon clásico admite, pero es igual de impiadoso ante una falla de ejecución. Este pibe tocó su pieza con certeza, seguridad y tino. Unos días después lo encontré en la estación Independencia, improvisando clásicos de rock con el guitarrista que mencioné. Y en el túnel que conecta la estación Carlos Pellegrini del subte B con la galería comercial que cruza Avenida Nueve de Julio suele haber un hombre que, tirado en el piso, canta con sus hijos canciones folklóricas. Los chicos cantan en una forma que señala claramente un aprendizaje, un entrenamiento de la voz. No sé si es una técnica muy refinada, pero es la impostación propia de nuestros folkloristas y, sin dudas, algo que les fue enseñado. Sus vocecitas llenan con un volumen resonante el pasadizo. Suelo dejarles unos pesos también. Y pienso en la generosidad de ese padre que les enseña a sus hijos el oficio que mejor conoce. Ahora bien, tiendo a ser también un poco cínico. En el Roca que va a La Plata suele subirse un pibe con una guitarra desvencijada que canta como arrugando la voz en la garganta, en un timbre que busca imitar a Joan Manuel Serrat. Tiene un repertorio de... dos canciones: la de Serrat del camino que se hace al andar y una de Víctor Heredia. Entra al vagón y saluda al vacío con una reverencia, levanta una mano y agradece a un público que no es el pasaje, uno que está un poco más acá o un poco más allá, pero no dentro del vagón. Nunca canta una canción completa. Toca, a duras penas, un par de estrofas, se interrumpe y repite su pantomima del artista que agradece. Se vé que no tiene todos los patitos en fila y eso hace que algún pasajero, las viejas por lo general, le tire unas monedas. Para mí es un ladri.)
Si, ya sé, ya sé lo que me vas a decir. Que son casualidades, que estas cosas pasan. Sos un racionalista, y, por eso, tenés razón. Pero fijate. Fue poner un pie en la vereda y notar ese micro parado, casi en el medio de la calle, con todo su pasaje alrededor. Cuando pasé al lado, ví que tenía las puertas abiertas de par en par y que había un tipo tirado en el suelo, con una mina encima haciéndole reanimación. Yo seguí, hasta la parada. Desde ahí veía el transito esquivar al micro detenido para llegar hasta donde estaba yo. Llegaron varios bondis. El mío no. En cambio, pasaron un par de camiones cargados de manifestantes, golpeando sus bombos y cantando sus consignas. Mi micro no llegaba. A mis espaldas sonó una frenada y el seco paff de dos vehículos que chocan. Me dí vuelta para mirar. Un móvil de control urbano estaba en el medio de la bocacalle, con el paragolpes caido en el suelo. Unos metros más allá, un auto con el guardabarros trasero deshecho. Uno de los dos pasó en rojo. Bocinas. Mi micro no llega. Se oyen unas sirenas acercarse, no alcanzo a ver. Pasan más camiones cargados con manifestantes. Pasan más micros. El mío no. Una ambulancia pasa lentamente junto a mí, vacía. Una pareja llega a la parada. "No había nada que hacer", escucho. "Le dió un paro". Decido ir a tomar el subte. Desando lo andado y vuelvo a pasar al lado del micro detenido. El tipo sigue tirado ahí. Ahora lo cubre una manta y unos policías a su alrededor hacen lo que sea que hagan los policías en estas circunstancias. Ya sé lo que me vas a decir: accidentes hay todos los días. Pero, viste, hoy se murió Viñas y un terremoto hizo mierda Japón. Si, claro: los humanos nos morimos a carradas todos los días. Sos un racionalista y, la verdad, tenés razón: convivimos con eso. Hoy yo lo percibí.

Sentí lo ominoso flotando en el aire.

De la gramática

La niña A, de dos años, dice algo que puede más o menos transliterarse como “peshosha”, forma que no da fé de la ligera oclusión de la lengua contra el paladar, en una posición que imagino cercana a la que debe asumir durante la ejecución de una “ñ”, y que la niña intercala entre la “p” y la “e”. Tampoco da fe esa transliteración de la forma cerrada de la “o”, que sintetiza la “i” que ha desaparecido de su lugar luego de la primera “s”.

Que, aún indescriptible, suena adorablemente tierna esa pronunciación infantil, eso.

Y el niño B, el hermano, el mayor, destinatario del elogio, adopta un aire pedagógico y afirma: “no, vos sos preciosa. Yo... yo soy precioso”.

Como cada vez, entonces, sonrío de esa forma que le dicen "para mis adentros" y me doy cuenta, de vuelta, que los amo.

Lucas Pizarro y sus actos altruistas

...cuatro dadores de sangre,
cualquier grupo o factor...

“Hoy es un día raro. Vengo de donar sangre y me siento para el orto. Ojo, ningún matiz moral en esto: me bajó la presión al piso y yo me fuí con ella. Me desmayé, por suerte, en la misma sala del hospital. No me dí ni cuenta. Cuando termina la extracción, te hacen pasar a una salita donde te dan un café y, me río ahora que lo voy a escribir y recuerdo, una madalena. Estaba sentado tomando mi café cuando de repente siento que la auxiliar que me lo había servido me está sacudiendo, diciéndome ‘Señor, señor’ (ya no sólo los pibes me dicen ‘señor’). Veo que hay otra mina que la ayuda y me dice ‘sentate en el suelo, acostate’ y me levanta los pies y me los apoya sobre una silla. Quedé tumbado ahí, justo atravesado frente a una puerta que da a la sala de espera. La médica (porque la otra mina resultó una médica), me levanta los brazos y me pregunta si me siento mejor. Ahí yo ya puedo pensar y responder, me doy cuenta de lo que pasó y agradezco, ‘sí, un poco mejor, gracias’ y reparo en que estoy a la vista de todos los que esperan para donar. Se lo señalo a la doctora. Cierto, me vas a espantar a los donantes’ y nos reímos. ‘Yo creí que bajaba la cabeza para leer’, me dice la auxiliar. Se vé que me estaba cayendo así nomás cuando atinó a atajarme. Cuando pude pararme, me llevaron a otra sala. Estuve cerca de una hora tirado en una camilla junto a la cual había un desfibrilador. Esa presencia me resultó entre cómica y siniestra. Todavía me siento flojo y algo mareado y pienso que la jodita se metió en mi día y me lo cagó a lo largo y a lo ancho, porque no tengo voluntad de hacer nada. Sólo quisiera permanecer tirado esperando a que la sangre vuelva a su caudal...”

Pater Putativus

Acabo de enviarle un mail a un amigo de nombre José. Ya no acostumbra a hacerse llamar así, pero de chico, para todos, era “Pepe”.

Supongo que conocen la leyenda acerca del origen del sobrenombre “Pepe”: vendría de Pater Putativus, que en las glosas de los textos teológicos se abreviaba “PP”, y era la manera en que se referían los estudiosos de la biblia a José, padre, como no puede ser de otro modo, adoptivo de Jesús el de Nazaret.

Y, vieron como es la cabeza de caprichosa a veces, que se queda rondando pensamientos inútiles, me fijé en algo, si lo piensan, curioso: esta leyenda supone que, para que en el idioma castellano la abreviatura “PP”, una referencia docta inscripta en textos de circulación, de suyo, restringida, se convirtiera en “Pepe”, apodo de todos los José, alguien que tenía acceso a esos textos y sabía leer debió comenzar a usar el “PP” para referirse a algún José, quizás el mismo José de Nazaret.

-Oiga hermano Bartolomé, ¿ha copiado ya la página sobre el PP?

-¿El Pepe?

-Si, hombre, José de Nazaret, el Pater Putativus.

-Procuraré haber acabado la página sobre Pepe antes de Completas, fray Ignacio.

-Ala, hermano Bartolomé, más respeto por nuestro Santo.

-Pero si se lo digo con todo respeto, Dios lo sabe.

(Y cabe imaginar a ambos monjes persignándose).

-¿Terminó la página, hermano Bartolomé?

-Si, como le prometí, fray Ignacio, y ya la he entregado al Padre Pepe...

-Discúlpeme usted, hermano Bartolomé...

-Que se la he entregao al padre José, como el Santo...

-Más respeto, hermano Bartolomé, que deberé indicarle penitencia.

(Y ambos monjes se persignan.)

Es decir que, en aquellos fantasmales, inquisitoriales, lúgubres y circunspectos monasterios del medioevo español habría habido un grupo de copistas poseedor de un celestial sentido del humor...

¿Lobo está?

"...cuando todos pasemos a ser neobonobos y
la única música valedera sea el free jazz..."
Tamarit, en Ignoto Braxton


¡Pero claro! Neobonobos en masa, bailando, desenfrenados, al ritmo de un free jazz from hell. Machos y hembras en rave milenarista, en torno a vaya a saber qué dorado becerro, ídolo de lata u oro, qué más da, si al fin y al cabo un signo es un signo es un signo y no el metal de que está hecho, y revolean los brazos y sacuden las piernas y aporrean tambores, arañan guitarras y contrabajos, resoplan en saxos y clarinetes, aúllan un scat animal y todo parece tan desarticulado como el más granado free jazz.

Es así: parece que no hubiera ley.

Eso parece.

Amaneceres confusos

Amaneceres, digo, en ese sentido de “amanecer” como despertarse o levantarse, pero también entrar de a poco en la conciencia. A solas, por suerte (es feliz despertarse solo, sin urgencias ajenas; hace unos días un amigo que escribe cuentos me lo hizo notar, no a mí personalmente, sino que me hizo reparar en eso a través de una observación de uno de sus personajes). Digamos: enfrentarse, a solas, con las propias ganas, las ganas ¿de qué? Estuve sentado un rato, sin hacer nada, sólo respirando. Estar estando, como decía Saer. Luego prendí la compu, leí blogs, varios blogs, derivé desde los conocidos (Vero, Carlos, Luc, Mara, Luis...) hacia los márgenes o los afueras de la barriada. Agregué un par de sitios nuevos a mis feeds, los leeré a ver que traen. Me hice un mate. La cocina es un asco. Ayer mis hijos comieron en mi casa. La beba jugó con su arroz. Metía las manos en su plato y hacía que los granos almidonosos se le pegotearan, y luego se los sacudía con el gesto de un migrante epiléptico que despide la costa. Hay arroz ahora en los más alejados intersticios. Me hice unas galletitas con manteca y me senté a escribir (no lavé todavía los platos). Me cebo el mate y pienso en lo bien que me sentaría un baño. Ganas de todo, a la vez. Pongo música (le permito un rato a Anne Calvi: compré la idea de que sería como la sucesora de PJ Harvey, en su música y en los afectos de Nick Cave; por ahora, me resulta demasiado parecida a su antecesora y mucho más pretenciosa).

Enfrentando las ganas.

Lucas Pizarro y el arte del patchwork

...“no hay que ser sentimental”. Consejo de padre. Privilegiar la estabilidad, el empleo, la obra social...

Es que la cosa es así: Lucas participa de conversaciones variadas, en momentos distintos, con gente diversa. No tienen nada en común, ni los lugares, ni la gente, ni las circunstancias. Qué va, no es lo mismo su padre, charlando mientras maneja, que María, mientras le convida tereré en el patio de su casa, a la sombra de las glicinas.

No embarcarse en aventuras. Morder la sal y decir que es dulce.

No es lo mismo la enfermera, ensobrada en su guardapolvo blanco, en el gabinete, la vista mirando nada, evitando, ni siquiera por maldad o desconfianza, el contacto visual. Todos esos interlocutores y momentos se desconocen mutuamente, se ignoran, son casi (¿por qué “casi”?) mundos paralelos, realidades independientes.

Mientras tanto, el cuerpo acusa recibo. “15-11”, dice la enfermera. La presión.

Es más, ni siquiera él mismo es exactamente el mismo en cada una de esas circunstancias. Un poco más hijo, un poco más paciente, un poco más vecino.

Normal alta, que le llaman, la presión. Será la de afuera hacia adentro, supone Lucas, que rebota, se expande, busca un lugar por donde salir, distenderse.

Pero también es cierto que todo lleva un hilván, ese hilván que se llama, por comodidad y costumbre, “Lucas Pizarro”, aquello que tienen en común esos momentos e interlocutores, la craquelada superficie sobre la cual todas esas conversaciones conforman un patchwork.

“15-11”. “Hay que cuidar el corazón”, afirma María. María de eso sabe: lleva un marcapasos. Marcarle el paso al corazón, ayudarlo a llevar un ritmo, que no se desboque ni renuncie ni enloquezca.

Y claro, la cosa es así: mediante el pase mágico de componer esa frazada de retazos, abrigo y prenda, paradójicamente y al mismo tiempo, no sin incomodidades, aparece algo, el hilván, que logra llamarse “Lucas Pizarro”...

Cuidar el corazón. Para Lucas, sería quizás aliviarlo de la presión que empuja de adentro hacia afuera. La cosa es así: el cuerpo avisa y el que avisa no es traidor.

Un toque de rojo

“Nunca imaginé que mi vestidor podía ser algo más.
Sólo necesitaba un toque de rojo...”*


Junto con ese pensamiento, la idea me asaltó tan obvia como debe hacerlo para ustedes. Sólo era cuestión de elegir bien y esperar el momento. Y el momento llegó con él, aquella noche. Lo invité a cenar. ¡Por Dios!, ¡los tipos pueden ser tan elementales! Después de comer y de tomar bastante vino, le dije aquello de “voy a ponerme algo más cómodo”. No sé cómo no se cagó de risa; esas cosas pasan en las películas. Lo llamé desde el vestidor: “¿a ver qué te parece cómo me queda esto?”. Ni siquiera empecé por lo más provocativo, apenas un solero bastante suelto, aunque sin corpiño.”¿Y esto cómo te quedará?”, me dijo. Y empezamos. Fue realmente fácil. Al rato ya me estaba dejando arrinconar contra el estante donde guardo un costurero. “Ay, no, dejame”, le dije, entre risas. Ya saben cómo es, una cosa con el cuerpo y otra con las palabras. “Ay, así no”, le susurré; con las manos lo guiaba por donde yo quería, con las piernas lo alejaba. Logré convertir el ansia en violencia. Me golpeó bastante los muslos, me marcó las muñecas con sus dedos. “Pará, pará, no quiero”, le dije. Era el momento en que todo me podía salir mal. Él podía ser más fuerte que yo, o podía escuchar mis palabras y detenerse. Seguir adelante fue su decisión. Arremetió para entrarme mientras yo alcanzaba la tijera grande. Le clavé el primer puntazo en la base del cuello, justo encima de la clavícula. Se deshizo como si fuera un monstruo de espuma. Retrocedió, espantado, sorprendido, medio ahogado. A la jueza le dije que después de eso había intentado asaltarme nuevamente. Pero ni siquiera se defendió: tres puntazos más bastaron para dejarlo inerte, en el suelo, desangrándose. Cuatro en total. Los conté. Los tipos son increíbles: lo último que se le murió fue la pija. Me quedé mirándolo, porque dicen que algunos eyaculan en el momento de morir. Este no. Pensé en metérmela para obtener la prueba del acceso carnal, pero eso hubiera sido necrofilia, y la idea me repugnó. Habría sido además innecesario: la jueza no dudó ni por un momento de que actué en defensa propia. ¿Y no fue así? Yo le dije que parara...

* Otro anuncio de la misma campaña

No dejéis a los niños jugar en la selva

"Hicimos un descubrimiento increíble
Una selva en el cuarto de nuestro hijo.
Con el verde, aparecieron las criaturas más exóticas.
Escuchamos chillidos, aullidos, rugidos..."*


Nos asustamos.

Una enmarañada foresta nos cerraba el paso. Debimos cortar lianas y raíces. Nos hundimos hasta los tobillos en el sustrato vegetal en descomposición. Serpientes e insectos corrían a nuestro paso. No todos escapando. Cientos de hormigas mordieron los pies de mi mujer. No pude evitar el shock anafiláctico. Tuve que dejarla y seguir. Enjambres de mosquitos llenaban los intersticios, mordían mis manos, atacaban mis ojos. Ojos. Pequeños y sagaces me escrutaban desde la fronda. Respiraciones, cuerpos que se deslizaban a mis flancos, volúmenes que no alcanzaban para quebrar las ramas. Finalmente hallé a mi hijo. No era sino un pegote de carne roída por las musarañas (reconocí su calzado).

En el perenne rocío de la selva, mis lágrimas son insignificantes. Tengo la boca seca, ya arde mi cuerpo por la fiebre. Debe ser malaria.



* Nueva campaña de Pinturas Alba ( o de por qué no trabajo de creativo publicitario).

Lugares comunes sobre la vida ordinaria


Es un momento extraño. Él duerme y ella, entonces, después de apagar el televisor, por impericia, descuido o rencor, viene a la cama y lo despierta.

Él se resiste a abandonar el sueño (está tan cansado), pero igual algo dice. En esos momentos, es de una franqueza irrestricta (huelga decirlo: en ese estado hay barreras que no funcionan).

Ella elige, normalmente, ignorarlo e intentar dormir.

Así pasan sus noches. Él se duerme, ella lo despierta y, cuando él se despierta, ella se duerme.

Las mañanas son peores. Ella ni se mueve. Él se despierta, se ducha, se va a laburar. Ella sigue durmiendo.

Los dos saben. El problema no está en un error de diagnóstico.

Última de espadas y dragones

Sir Patrick McNee
Sir Patrick McNee abrió los ojos y vio sobre sí el enorme cielo y la inabordable altura. Se apoyó sobre la diestra, que aún sostenía la espada, y se incorporó. Se puso de pie. Miró a su alrededor y vio el cuerpo del dragón que comenzaba a descomponerse imperceptiblemente. Miró en su mano la espada y no supo qué hacer con ella. La envainó. Sus leales perros le lamían los flancos, la siniestra lánguida, las piernas heridas. Caminó en círculos un buen rato. Reparó en el sol, en las sombras y en el líquen que crece en los troncos de los árboles. Escogió un rumbo. Partió hacia el oeste, de vuelta a la tierra de los druidas, a pie, seguido por los perros y por doce fantasmas.

La doncella

La doncella soñada por los druidas vió el combate desde el hueco de un árbol. No sintió nada cuando la espada apagó el corazón del dragón. Se quedó muda, inmóvil, pétrea, corazón de un árbol. Cuando vio a McNee incorporarse, sintió la dura quietud del odio. No dijo nada, pero advirtió los fantasmas que seguían al caballero. Escogió un perro, el que parecía más bravo. Cuando McNee se desdibujó en la foresta, salió de su escondrijo y caminó hacia el oeste.

El encuentro

McNee trastabilló o tropezó con una raíz. Sus piernas flaquearon y cayó. Quedó tendido entre el musgo y la humedad, respirando a duras penas, rodeado por los perros. La doncella se acercó a él, los perros no aullaron, pero tampoco agitaron los rabos. La mujer giró el cuerpo del caballero, le sostuvo la cabeza y le volcó agua en la boca. Los fantasmas se alarmaron, se entremezclaron en remolinos confusos, en haces de nada en agitación. La doncella lavó las heridas. Quieren estas leyendas una cura, un cuidado y un amor que hagan más brutal la venganza.

Los perros
El amor no es nada más que dos soledades y dos rencores reunidos en un único relato. La doncella acompañó a McNee. Los perros cazaron jabalíes, los fantasmas guiaron a los perros, los jabalíes nutrieron los cuerpos del hombre y la mujer. Cogieron al poco tiempo, con la independencia con la que cogen los cuerpos, porque estaban solos, porque eran un hombre y una mujer, porque habían compartido comidas, y porque se habían resguardado del frío. Con esa misma ausencia la mujer enloqueció al perro, con método y paciencia, gesto sobre gesto, humillación tras humillación. El perro finalmente la atacó y McNee se interpuso. Presos de su instinto, todos los perros se unieron al ataque. El hombre que había matado a un dragón, quiere esta leyenda, fue despedazado por una jauría rabiosa. La mujer vio todo sin sentir nada. Tomó la espada caída y mató uno a uno a los perros saciados. Parecía incandescente.

Los fantasmas
Doce fantasmas se arremolinan en haces de nada en agitación. Rodean a la mujer, que los percibe y enloquece. Se oculta en el hueco de un tronco, corazón de árbol. Los fantasmas la esperan. Cuando la mujer sale, la rodean, le susurran recuerdos al oído, le cuentan historias de espadas y dragones. La mujer corre desesperada, huye de los murmullos insistentes, tropieza con las raíces. Se oculta otra vez en el hueco de un tronco. Ya no sale. Los fantasmas la esperan. La mujer muere de hambre y de insomnio.

La espada
Permanece clavada en el cadáver de un perro, amenazada de herrumbre.

Otra de espadas y dragones

"¿No ves qué blanco soy, no ves?"
Serú Girán, Eiti Leda.

William Francis Fyrbildere murió de furia. Con el último aliento, entregó su espada a un noble caballero, Sir Patrick McNee, que aceptó así un compromiso de venganza. Otros doce nobles caballeros se le unieron en la batida y salieron en busca del dragón. Partieron hacia el este, más allá del Canal, más allá del Rin, más allá.

En el camino, los nobles caballeros lucharon con osos, lobos, hombres y otros demonios. Fueron atacados, emboscados y despedazados. Murieron de a uno, de a dos, nunca de a tres.

Sir Patrick McNee fue el único en llegar a la tierra que todavía sueñan los druidas galeses. Sus leales perros identificaron el rastro del dragón. Lo siguieron, lo cercaron.

El combate fue colosal, como quieren las historias de espadas y dragones. Lacerado y quemado, Sir Patrick McNee logró arrancar los ojos de la bestia.

En un aullido de furia, el dragón descubrió el pecho. Sir Patrick McNee hundió su espada vengadora hasta el mismo corazón incandescente.

Con la muerte del dragón, hubo un flamear de palomas, un remover de arenas, terror de mangostas e hilos e hilos de zorros, blancos, pánicos, fugaces.

Sir Patrick McNee yace exánime en algún lugar de la tierra soñada por los druidas.