I

El asunto es que, de repente, lo que pensé que era un ascensor empezó a desplazarse de costado. Fue incómodo porque giró sobre su eje transversal, como si el cable que hasta ese momento lo impulsaba hacia arriba hubiera comenzado a arrastrarlo sobre unas vías o algo así. Me acomodé a la nueva disposición de mi vehículo, obligado por la gravedad. Pensé que estaba en algo similar a un carrito de los que se usan en las minas. Esa impresión fue más fuerte cuando noté que mis pies, por inercia, se separaban del que ahora era el piso de mi transporte y tardaban en seguirlo en su abrupta caída. Es decir: caíamos. Debo aclarar que Santiago estaba conmigo, y no parecía sorprendido.

-Ahora parece una montaña rusa -exclamé.

-¿Por qué "ahora"? -me respondió, más extrañado por el adverbio que por los raros movimientos del que creí un ascensor. Caí en la cuenta de que hasta ese momento yo había estado callado y no le había participado mi pensamiento sobre el carrito minero. Le aclaré:

-Hace un momento pensé que estábamos en algo parecido a un carrito de los que se usan en las minas -dije, incapaz de hallar otra manera de denominar a la cosa que estaba imaginando-. Y ahora pienso que parece el vagoncito de una montaña rusa.

Una violenta pirueta me cerró la boca. Es decir: la fuerza de la gravedad y la inercia forzaron mi mandíbula hacia abajo, por lo que estrictamente debería decir que la boca se me abrió, pero el efecto fue el de obligarme a callar, lo que se dice "cerrar la boca". Aunque también se dice "mandar a callar", "hacer callar" y miles de otras expresiones en las que no pensé en ese momento. Un lío: no sé qué pensaba en ese momento, mientras el ascensor-carrito-vagón se sacudía como loco, temblaba que era un espanto y metía un ruido como para disimular una estampida de bisontes.

Tan sorpresivamente como había empezado a desplazarse de lado, el ascensor-carrito-vagón disminuyó violentamente la velocidad. Trastabillamos. No se detuvo completamente, sino que siguió moviéndose con la parsimonia con que un bote se arrima al muelle. La que era la puerta del que creí un ascensor había quedado sobre nuestras cabezas. Mientras el vehículo aún se movía, intentamos abrirla. Cedió. Nos asomamos. Parecíamos efectivamente dos náufragos que espían el acercarse de la tormenta por sobre la borda de su bote salvavidas.

Lo que se acercaba era, en cambio, un muelle. El ascensor-carrito-vagón-bote rebotó contra las tablas. Saltamos al muelle. Atrás, nuestro transporte se alejaba.