Año nuevo, vida nueva

La noción de "año" sirve para designar a un período de tiempo que está marcado por el movimiento que nuestro planeta hace alrededor del sol. Es lo que los astrónomos llaman el "año solar". Su manifestación notoria es el ciclo de las estaciones. Ahora bien, en el continuo de la naturaleza, establecer un principio o un fin de ese ciclo es sólo un capricho humano. Si imaginamos a unos primitivos sujetos nómades, cazadores y recolectores, imaginaremos unos hombres para los cuales el ciclo de las estaciones provocaba la alternancia de períodos de escasez y de abundancia. Cuando esa humanidad primitiva devino agricultora, el ciclo de las estaciones marcó el ritmo de las labores, de la espera, la siembra y la cosecha. Pero, siempre, el "año" ha sido el período a lo largo del cual la Tierra, por turnos, niega o entrega sus dones.

Ahí, los hombres escogieron su punto de referencia, un punto de inicio: el invierno, luego del cual comienza el tiempo en el que progresivamente la Tierra, por arte de magia o a causa del esfuerzo humano, entregará sus dones, será, para tantísimas sociedades, la primera de las estaciones.

Para tantísimas sociedades, será justo y necesario, entonces, celebrar el día del solsticio de invierno como el día maravilloso en que termina la decadencia del Sol y comienza su resurgir, el retorno de su luz benéfica, que engendrará en la Tierra receptiva, la nueva vida.

Con la cristianización de Europa, las celebraciones del solsticio de invierno serán subsumidas en la celebración del nacimiento de Jesús el de Nazaret. La metafórica no cambia en lo sustancial: los píos cristianos ya no hablan del Sol y de la Tierra o de otros dioses que sean sus metáforas, pero seguirán celebrando, alrededor del solsticio de invierno, un nacimiento.

Cuando el papa Gregorio da al mundo su exitoso calendario, lo organiza en función del ritmo de las estaciones y coloca su inicio por ahí cerquita del solsticio invernal de su hemisferio. Los europeos cristianizados se acostumbrarán, entonces, a expresar los deseos de feliz natividad y próspero año nuevo más o menos para la misma época en que los brutos e impíos paganos festejaban el renacimiento solar y el retorno de la prosperidad.

A nosotros, las celebraciones del año nuevo nos llegan a través de la conquista, que abolirá las fiestas invernales de los pueblos originarios y nos impondrán esta absurda costumbre de, a contramano de los ritmos de la vida y la naturaleza, celebrar el renacer y desear la properidad en el justo momento en que el ciclo de las estaciones se encamina hacia la decadencia.

No está mal. No quiero apelar a la retórica de la alienación o sus aledañas. El año gregoriano impone sus ritmos administrativos y me encanta brindar con amigos y selectos parientes en honor del final de ese ciclo y del comienzo del nuevo.

Para festejar cualquier excusa es buena y ninguna sobra.

Por eso mismo, permítanme reparar en que hoy, 22 de junio, es el primer día de nuestro austral año solar, detener mi atención en el hecho maravilloso de que, a partir de hoy, los días serán más largos y que, en breve, la explosión de los jazmines hará de cualquier caminata por mi calle una experiencia narcótica. Y disculpenme la cursilería de desearles que esa tenacidad inopinada de los astros los encuentre en felicidad y les traiga los dones de la Tierra.

Feliz año nuevo, eso.