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Pueblo con fachada de ciudad, capital, pañuelo pixelado en el que todos se conocen. Aldea andina con todas sus mañas y trabas. Su encanto y nuestras historias. Y a pesar de todo cosmopolita. Contradictoria como un resumen total de lo que es éste, nuestro país de la canela.

Para mí dos Quito conviven paralelos; hay uno en el imaginario colectivo que se niega a sí mismo y se presenta como un espejismo, con el maquillaje necesario para venderse con un status inalcanzable y plagado de apariencias. Una imagen sostenida con imperdibles a punto de colapsar y que se nos muestra como realidad.

A la par, corriendo escondido y solo visible para cada uno, si desea verlo, hay otro Quito. Para mí es esa ciudad que se desborda por las laderas del Pichincha, que crece a fuerza de recibir sueños y desesperanzas, con barrios tan disímiles como contrapuestos, pero que, de alguna manera, se amalgaman en un solo ente. Es esa urbe que nos hizo como somos y que nos vio crecer y nos ha permitido sobrevivir en ella. Es mi relación amor odio más persistente. Es conmoverte profundo con solo dar un paseo y al siguiente instante querer que todo arda hasta los cimientos.
Y hoy es, con lo bueno y lo malo, sus defectos y tesoros, mi hogar.