Underground



Descubro este video en una nota viejísima del Washington Post. Es el registro de una suerte de experimento que consistió en poner a tocar en la boca del subte a uno de los más prestigiosos violinistas del mundillo de la música clásica. La pregunta fue: “¿se detendrá la gente a escuchar la música?”. Sucedió lo previsible y la respuesta fue: “No”.

Para explicarnos la gravedad de esa circunstancia, los redactores (con esa mentalidad norteamericana que me es tan ajena) dan fe de la carrada de guita que vale el exclusivo Stradivarius con que toca este buen señor y nos informan cuánto puede llegar a pagarse por verlo tocar en un teatro prestigioso.

Y dan por supuesto, autocomplacencia burguesa, que quienes pagan eso lo hacen para admirar la música o apreciar belleza, como si no fuera bien otra cosa lo que se compra al pagar la entrada a un espectáculo exclusivo.

Y yo, todavía en línea con algo que tiene que ver con este post, me pregunto cuán desnudos de metatexto podemos enfrentar un hecho que se nos presenta como artístico, qué tan aligerados de información previa podemos estar para percibir por nuestros propios medios (medios que, en definitiva, no son sino metatextos), ya no digamos la belleza, esa entelequia metafísica, sino al menos el mérito de un composición rigurosa en sus términos y de una ejecución magistral.
(Yo soy de los que les prestan atención a los músicos callejeros, siempre que la oportunidad es favorable. Soy franco, no voy a detenerme especialmente para escuchar, pero si el tiempo de mi espera coincide con el de su espectáculo, les dedico atención. En la estación Independencia del subte E suele parar un pibe que toca la guitarra y canta canciones de rock clásico, Bob Dylan, cosas así. Por suerte, no toca la armónica. Pero canta con un compromiso y toca con tal claridad, que es un placer escucharlo. Siempre que lo veo le tiro unos mangos al estuche de la guitarra. Una vez estuvo tocando sobre el tren un violinista. Usaba un violín eléctrico, que llevaba conectado a un pequeño amplificador portátil. Recuerdo que tocó alguna pieza de Bach. El sonido del violín amplificado es un poco más hiriente que lo que el canon clásico admite, pero es igual de impiadoso ante una falla de ejecución. Este pibe tocó su pieza con certeza, seguridad y tino. Unos días después lo encontré en la estación Independencia, improvisando clásicos de rock con el guitarrista que mencioné. Y en el túnel que conecta la estación Carlos Pellegrini del subte B con la galería comercial que cruza Avenida Nueve de Julio suele haber un hombre que, tirado en el piso, canta con sus hijos canciones folklóricas. Los chicos cantan en una forma que señala claramente un aprendizaje, un entrenamiento de la voz. No sé si es una técnica muy refinada, pero es la impostación propia de nuestros folkloristas y, sin dudas, algo que les fue enseñado. Sus vocecitas llenan con un volumen resonante el pasadizo. Suelo dejarles unos pesos también. Y pienso en la generosidad de ese padre que les enseña a sus hijos el oficio que mejor conoce. Ahora bien, tiendo a ser también un poco cínico. En el Roca que va a La Plata suele subirse un pibe con una guitarra desvencijada que canta como arrugando la voz en la garganta, en un timbre que busca imitar a Joan Manuel Serrat. Tiene un repertorio de... dos canciones: la de Serrat del camino que se hace al andar y una de Víctor Heredia. Entra al vagón y saluda al vacío con una reverencia, levanta una mano y agradece a un público que no es el pasaje, uno que está un poco más acá o un poco más allá, pero no dentro del vagón. Nunca canta una canción completa. Toca, a duras penas, un par de estrofas, se interrumpe y repite su pantomima del artista que agradece. Se vé que no tiene todos los patitos en fila y eso hace que algún pasajero, las viejas por lo general, le tire unas monedas. Para mí es un ladri.)