"...y en la espera vagamos, indiferentes..."

Oye el sonido del agua cayendo en la ducha. Va al minibar. Se sirve un ron. Sin hielo. Busca el atado entre las botellas. No está. Palmea los bolsillos del pantalón y recuerda que ha dejado los cigarrillos en el saco. El saco está doblado, colgando del respaldo de una silla, al otro lado del cuarto. Al pasar frente a la puerta abierta del baño, ve claramente la sombra de Berenice proyectada contra el cristal esmerilado de la mampara de la ducha. Ama la idea del agua jabonosa escurriéndose entre sus tetas. El inequívoco cosquilleo que antecede a una erección lo complace. Llega junto a la silla. Encuentra el atado en el bolsillo interno del saco. Saca un cigarrillo y el encendedor. Golpea el filtro del cigarro contra el encendedor dos, tres veces. Luego, lo prende con una larga y profunda pitada. Suelta el humo bruscamente, creando un aura descompuesta y atolondrada alrededor de su cabeza. Mira por la ventana. El río se ve tan plácido y la noche tan serena. Abre el ventanal y entra una ráfaga de aire tibio. Con el cigarro entre los labios, va a buscar el sillón rojo que está junto a la cama. Lo acomoda frente al ventanal y vuelve sobre sus pasos para buscar un cenicero que ha visto entre las botellas. Pero al volver a pasar frente a la puerta abierta del baño, ve otra vez la sombra de Berenice proyectada contra el vidrio y se detiene. Se queda mirándola. Está quieta, con la cabeza gacha, dejando el agua correr por la nuca. Un vaho denso de vapor de agua se ha acumulado contra el techo del baño y empieza a bajar para escapar por la puerta. La sombra de Berenice se ve lánguida, apenas asimilable a ese cuerpo de mujer que él conoce bien y que ahora es apenas la sombra de un recuerdo, la sombra. Aspira el cigarro, que se consumía olvidado entre sus labios, cuando el inequívoco cosquilleo que precede a una erección le recuerda que está fumando y le impone la obligación de hacer algo. Se palmea los muslos como quien se sacude una inercia y mueve la cabeza a ambos lados. Sigue hasta el bar, agarra el cenicero y vuelve al sillón que ha dispuesto frente al ventanal. No se detiene frente al baño, pues no lo necesita para saber que Berenice sigue inmóvil bajo el agua. Conoce esa costumbre. Permanecerá así larguísimos minutos. Acomoda el cenicero en un posabrazos del sillón y sacude las cenizas. Recuerda el ron servido. Deja el cigarro en equilibrio en el borde del cenicero y cruza una vez más el cuarto para buscar su vaso de ron. Parado junto al minibar, casi de espaldas a la puerta del baño, prueba el trago. Le resulta innecesariamente agresivo y le agrega hielo. Vuelve al sillón. Aún no se sienta. Permanece junto a la ventana, mirando el río, degustando el ron (seco, siete años), escuchando el agua de la ducha golpear el cuerpo de Berenice, la loza de la bañadera, el cristal esmerilado. Se queda unos instantes absorto en el humo del cigarro. Luego vuelve a mirar el río. Parece tan calmo, tan quieto, tan mudo. Una camioneta negra llega desde el puente que conecta la isla por el sur y se detiene en la costanera. No ve bajar a los dos tipos que unos instantes después adivina por las brasas rojas que se encienden junto al vehículo. Se acerca al sillón y agarra el cigarrillo. Le da otra larga pitada y vuelve a expulsar el humo bruscamente. Finalmente, se sienta. Siente casi un sobresalto cuando advierte que el ruido del agua se apaga. En la oscuridad del cuarto, escucha la mampara deslizarse y abrirse. Berenice sale de la ducha.

Cierra los ojos. Proyecta en el cristal (esmerilado) de su mente una sombra del cuerpo de Berenice, tal como otras veces lo ha visto saliendo de la ducha. Su marioneta acompaña, supone, los movimientos casi rituales de Berenice, el pie derecho alzándose primero para sortear el borde de la bañadera, la mano izquierda estirándose para alcanzar el toallón mientras la cabeza se inclina a la derecha, arqueando el torso, para que el pelo negro y largo, empapado, cuelgue liso y pesado y escurra y pueda envolverlo con el toallón al mismo tiempo que endereza el torso y revuelve la toalla con ambas manos, que despliegan inmediatamente el paño para bajarlo por la espalda, envolver el pecho, secar los senos, el pliegue entre los senos, el abdomen, el vello de la entrepierna y luego el muslo derecho, que se levanta un poco mientras el pie se apoya de puntas en el suelo, para cambiar a la otra pierna, el mismo gesto, el mismo apoyarse en la punta de los dedos. En el momento en que el avatar de su mente toma el secador de pelo, el ruido de la máquina, desde el baño, le confirma la exactitud de sus recuerdos. Berenice se seca la cabeza moviendo el secador en círculos con la mano derecha, mientras la izquierda abre el pelo en hebras para facilitar el paso del aire caliente. Aunque lo espera, el silencio que sobreviene cuando Berenice apaga el secador lo sobresalta. Escucha el click de la llave de luz y la oscuridad en el cuarto es entonces absoluta. Él no se vuelve para ver a Berenice salir desnuda del baño. Le basta con saberla. Ella no dice una palabra y se le acerca. Le acaricia el pelo y le saca el cigarrillo. Aspira casi con el mismo ansia que él, pero expulsa el humo de manera más suave, empujándolo hacia arriba, en una bocanada larga. Le devuelve el cigarrillo, ya casi apenas filtro. Se acerca a la cama, donde está su ropa de ayer y de antes de ayer. Y de antes de antes de ayer. Se viste.

-¿Estás lista?- pregunta él, rompiendo el silencio.

-Si- le contesta ella.

-Dos matones de tu marido nos esperan afuera.

-Vamos- le dice Berenice.