Es muy triste ver surgir un entusiasmo, chiquito, tímido, debilucho. Verlo asomar como una plantita minúscula que rebrota entre el polvo cruel de la sequía o entre las cenizas que siguen al incendio. Es descorazonador verlo estirar esas hojitas como bracitos, como desperezándose, como venciendo una tendencia a la inmovilidad que le viene de dentro. Y después, verlo malograrse. Los anteriores entusiasmos fueron arrasados por cataclismos furibundos y rapaces y no ha quedado de ellos más que un germen que se repliega y repliega y repliega y se va hondo en la tierra y huye de la luz y todas esas cosas que ya se sabe que hacen los entusiasmos cuando a su alrededor el tiempo no es propicio y rugen tempestades o rechistan alambradas eléctricas. Pero nunca un cataclismo es tan fuerte ni tan duradero. Se acaba, un buen día, y entonces un minúsculo entusiasmo asoma su cabecita y empieza a desperazarse. Y cuando parece que este minúsculo entusiasmo, un entusiasmo que es apenas la evocación o el resto de otros entusiasmos voraces o feroces, entonces, se acerca la cabra inevitable, el hervíboro del caso y pum, se lo come, o lo pisa la manada de elefantes o lo arrastra un torrente inesperado que, en realidad e igual que el propio entusiasmo, señala el fin de la sequía.
Y después queda ahí el hueco de ese minúsculo entusiasmo, la sensación del brazo amputado que es énfasis de una ausencia, y uno se queda mirando como diciendo "¿y? ¿ya pasó?" y ahí no queda nada y otra vez a esperar, a cuidar semillas invisibles y minúsculas, que las trae y lleva el viento, y repararlas del clima y de los pájaros y esperar a que brote, otra vez, un entusiasmo que, para llegar a baobab, tiene primero que ser brizna.
-¿Baobab?
-Si, Antoine, las rosas me chupan un huevo. No quiero un entusiasmo de rosa. Quiero un entusiasmo fuerte como un baobab...
-Pero es que yo pensé... creí... bah, la idea era...
-Si, Antoine, ya sé cuál era tu idea. Era una linda idea.
Antoine me mira. Se lo ve apesadumbrado. Se ve que, de alguna manera, lo he decepcionado. Se recuesta en su silla y juega con la cuchara del café. Abre la boca como para decir algo y escucho la pequeña apnea que prepara la salida de la voz. Se calla, sin embargo.
-¿Sabés, Antoine? Hace años, había en el patio del departamento donde vivía una bolsa de tierra. Brotó algo, ahí. Lo cuidamos y lo dejamos crecer. Resultó un jacarandá. O la semilla estaba en la bolsa, o cayó con la mierda de algún pájaro, andá a saber. Lo dejamos en la bolsa hasta que estuvo lo suficientemente grande como para pasarlo a una maceta. Lo transplantamos. Luego nos mudamos y lo llevamos con nosotros. Tuvimos que pasarlo a una maceta más grande. Alcanzó un par de metros de altura. Se ve que el macetón donde lo teníamos no lo favorecía. El tronco era un palito fino y flexible que tenía en la punta un penacho de esas hojitas compuestas propias de los jacarandaes, pero resistió vivo, aguanto tormentas y heladas y resolanas. Pero nunca nos decidimos a plantarlo. Ningún lugar parecía lo suficientemente bueno. Yo me fui de esa casa, con dolor, con furia. Ahora, necesito un baobab. ¿Me entendés, Antoine? Un baobab...