Recuerdo aquella mañana en la que yo estaba en la cocina y apareció ella con mi padre detrás, para decirme que no se encontraba bien, que se iban al hospital porque le había salido un bulto en el cuello. Yo se lo miré, no noté nada raro, y esa noche me fui de marcha con mis amigos. Después tuve remordimientos de conciencia por haberlo hecho.
Recuerdo que se establecieron unos turnos de hospital. Recuerdo que yo me pasaba las horas que me tocaban sentada en la ventana observando las montañas de la sierra porque no sabía de qué hablar con ella y ella no parecía tener ganas de hacerlo conmigo.
Pasaron los días, también los meses, y aquel silencio pasó a ser sustituido por contestaciones ariscas que lo que me transmitían era que ella no me quería ver allí. Le costaba que la viera enferma. Le dolía. Su mirada al verme entrar por la puerta de aquella habitación se convirtió en algo muy duro de soportar. Así que me acostumbré a no mirarle a la cara, a entrar saludando con una sonrisa, siempre con la vista hacia el horizonte, hacia aquellas montañas. Pero aquello no cambiaba en absoluto tanto dolor.
En esa época fue cuando empecé a preocuparme de verdad. Antes me había pasado las noches de juerga con mis amigos por no querer mirar. Después tuve remordimientos de conciencia por haberlo hecho.
Yo sabía que tanto mi padre, como ella, como mis hermanos, trataban de protegerme escondiéndome cualquier información, y yo tampoco tenía agallas suficientes para preguntar. Pero el hospital ya se había convertido en parte de nuestra rutina, de nuestra vida, y nunca escuchaba a nadie de la familia un mínimo comentario del que intuir que aquello fuese a cambiar.
A veces, con la excusa de salir a fumar, bajaba en busca de mi coche, me encerraba en él, y lloraba desconsoladamente. Se me debía notar mucho porque en seguida ella empezó a dejarme fumar en la habitación, asomada a la ventana, echando el humo hacia afuera. Entonces lloraba desconsoladamente en el coche cuando se terminaba mi turno. A veces tanto, que se me hinchaban los ojos y tenía que esperarme una hora para poder ser capaz de conducir. Entonces conducía sin rumbo durante un par de horas, o hasta que se me dejara de notar que hubiera estado llorando. Porque en casa estaba mi padre y tampoco quería que él me viera.
Mi padre por aquel entonces se convirtió en una sombra. Caminaba encorvado, y se centraba en hacer recados, todos relacionados con alguna posible mejora en la comodidad de mi madre. Le compraba almohadas, revistas, camisones, zapatillas y libros, muchos libros... y ella siempre estaba enfadada porque no podía leer.
Una de mis tías vino a Madrid a verla y le cortó el pelo porque ya se le empezaba a caer. Creo que a partir de ese día todos la odiamos un poco.
Le compraron unos gorritos de lana y la pobre estaba rarísima, pero a ella le gustaba. No quería llevar peluca. Estaba ya tan delgada, se la veía tan pequeñita... Recuerdo sus piernecitas asomando por el camisón, colgando como las de una niña pequeña cuando se sentaba en la cama.
Entonces comenzó a darme órdenes: "tráeme tu libro de Literatura española, que se me están olvidando las cosas." Mi hermano Luis comenzó a leerle durante su turno un libro de Luis Landero en voz alta, y yo me sentía celosa en silencio porque conmigo no era capaz de compartir nada así.
Entonces sus órdenes cambiaron: "Tienes que dejar de fumar". "Estudia, trabaja, sé una mujer culta, completa, independiente. Jamás dependas de un hombre. Y escribe, escribe. Sé que llegarás a publicar". Yo le contestaba que sí a todo sin darle mucha importancia, hasta el día en que me dijo: "Cuida de tu padre. Tienes que conseguir que no coma cosas fuertes, que se cuide el estómago, que lo tiene delicado...". Antes de que terminará aquella frase, recuerdo que me tuve que salir al pasillo a respirar. Me estaba ahogando. Porque mi madre se estaba despidiendo.
Comenzaron a darle "permisos". La dejaban quedarse en casa algunos días seguidos. Entonces se pasaba las horas sentada en el sofá del salón. Nunca estaba de buen humor. Nos hizo quitar algunos cuadros porque le parecían macabros o tenebrosos, y la verdad es que alguno lo era. Un día me pidió que la llevara en coche al Parque del Oeste, y nada más llegar y salir del coche me dijo que la llevara de nuevo a casa. Me sentí fatal, me acababa de sacar el carnet, y me sentía útil haciéndole de conductora. Me hizo mucha ilusión que le apeteciera pasar tiempo conmigo en el parque, Luis le leía libros en voz alta y yo la llevaba de paseo. Pero no, aquello no funcionó tampoco.
La comida le daba asco, también ciertos olores. Parecía como si se hubiera sensibilizado contra todo y todo le sentara mal.
Después volvió al hospital y poco a poco fue empeorando. El día que la cambiaron de planta y tuve que entrar con una especie de bata azul, el pelo recogido en un gorro y los pies en una especie de pantuflas, todas del mismo color, ese día la mirada que me lanzó a verme entrar desde la cama fue como si me hubiera disparado un dardo directo al corazón. Aquel día me morí un poco. Y a partir de entonces las visitas se hicieron cada vez más duras.
Aquel era un hospital militar. Estaba lleno de soldados, y dos veces al día pasaba una monja a visitar cada habitación. Recuerdo que, para mi sorpresa, se llevaba bien con ella. Porque mi madre había llegado a ese punto en el que le decía a cada uno lo que se le pasaba por la cabeza. Y casi siempre eran verdades difíciles de manejar. Parecía una niña grande. De hecho, al cura del hospital sí le tuvimos que prohibir entrar. Hubiera sido capaz de lanzarle un vaso a la cabeza al verle asomar por la puerta.
La enfermedad le agrió el carácter. Mi madre había perdido la paciencia.
Una mañana sonó el teléfono de casa. Contestó mi hermano y con solo una mirada supe que había llegado el momento. Que nos íbamos al hospital. Cogí el coche, a mitad de camino una mujer me dio un golpe con el suyo por detrás, pero ni paré. Recuerdo que iba por la M30 a una velocidad muy superior a la permitida y mi hermano se tenía que agarrar en las curvas para no caerse encima de mí.
Entramos en el hospital a toda prisa. Subimos en el ascensor, y allí estaba mi padre, absolutamente desencajado. Quise entrar en la habitación, pero mi padre me lo trató de impedir. Le solté el brazo, entré, y me dijo mi tía, sentada junto a ella, que me saliera, que mejor no recordase así a mi madre. Le dije que saliera.
Mi madre estaba delirando. Me senté a su lado. Le agarré la mano. Se la comí a besos. Susurraba cosas, se movía, le daban como pequeños espasmos de vez en cuando. No fui capaz de decirle lo que le quería decir hasta que supe que ella no me entendía. "Mamá, no te mueras. Por favor, mamá. Mamá. No te mueras". Recuerdo que al escuchar mi propia voz, me di cuenta de que aquella sería la última vez en mi vida que pronunciaría la palabra "mamá".
No le vi entrar, pero mi tío se había sentado silenciosamente a mi lado. Me incorporé, la besé por toda la cara, la abracé. Sentí su cuerpo caliente. Su olor. Ese olor que nunca volvería a sentir. "Mamá, por favor, no te mueras". "Te quiero con locura". Entonces, con un movimiento brusco se destapó del todo. Estaba desnuda. Mi tío se levantó. Nos miramos y me dijo en voz baja: "Ya está. Se ha terminado.". Fue como si al terminar con el pudor, hubiera dicho: "hasta aquí hemos llegado".
A los pocos minutos, mi madre había dejado de existir.