Lucas Pizarro y sus eclipses de luz

"El resplandor de la ciudad es un eclipse de luz que nos impone una noche sin estrellas. Y así, la vida se nos pasa creyendo que el cielo estrellado es un magro privilegio para campesinos rústicos, que no compensa la falta de las potentes comodidades de la vida urbana.

(Publicidad de multivitamínicos: viva una vida de mierda pero tome estas pastillas para aguantarla.)

Quizás una de las cosas que le duele a Lucas es ver que ninguna promesa se ha cumplido y que treinta dineros es en definitiva un muy buen precio para casi cualquier alma:

El tiempo ha pasado y la adolescencia resultó un mal que se diluye como la mierda en la letrina, dejando rastros sucios y malolientes. En su lugar, la muerte crece despacio y la espera se convierte en una actividad casi excluyente. Para su espera, Lucas ha quedado solo, aunque teóricamente no esté más solo que al principio.

Pero su hagiografía se ha ido despoblando. Por falta de mérito, por indiferencia, por tiempo o por distancia, ha desaparecido él mismo del más modesto altar. ¿Qué pasa con un altar en el que sólo quedan velas?

Puede pasar que el resplandor sea un eclipse de luz que nos muestre la noche sin ángeles."

Lucas Pizarro y sus duelos

"Flaca, no me claves tus puñales..."
Flaca, Andrés Calamaro.

"Me mataste guacha. No es tu culpa, en sentido estricto. De hecho no has sido otra que la que siempre fuiste y siempre quisiste ser, apenas una brisa y una pradera, un no ser en el tiempo, un vegetal que se multiplica a sí mismo siendo uno y el mismo por siempre, no siendo al fin.

Ahora no tengo nada. No tengo canciones. No tengo poemas. Y por más que busco y rebusco es mi simple banalidad la que me abrocha a esta silla a ver pasar el tiempo, hasta que llegue la hora de la muerte liberadora, habiéndole pasado ya la maldición a otro, como una especie de enfermedad, la vida...

Algunos dirán que soy muy joven para morir de la forma que he muerto. Me he convertido en un fósil que no será jamás descubierto por paleontólogo alguno. Los fósiles de mi clase reposan como el vacío del cosmos más allá de lo que ve el Hubble. Por los siglos de los siglos convertidos en la nimia molécula que sólo le aporta número al universo."

363 cerebros


"...¿que tu y yo estamos locos, Lucas?.."

Nosotros tenemos conflictos más o menos neuróticos (y eso depende más que nada del observador) Y un rito neurótico que se precie del tal no puede prescindir de palabras mágicas. Nosotros sabíamos que algo fallaba.

Rellenamos entonces los cálices y sobreiluminamos los altares. Nos reunimos varias veces al día a ensayar los rituales, tanto era el temor de fallar cuando llegara el gran momento. Ejecutábamos los movimientos mandados con paranoico placer por los números. Medíamos mentalmente cada milímetro recorrido por nuestros brazos, nuestras piernas, y calculábamos las relaciones mágicas que encierran los números: lográbamos hacer aparecer magistralmente onces, sietes, tres y cada número místico que nos viniera en gana munidos de una matemática rígida como cerebros de monos y falaz como amistades eternas.

Y no parábamos de hablar. Dirigíamos nuestros movimientos con palabras precisas. Recuerdo que recitaste sin pausa 129  intervalos del paso de tu pierna sobre mi hombro y su vuelta a la tierra. Nos sentimos shaolines gigantes que abrazarían los calderos del mundo. Y lo decíamos.

Lo más difícil fue detenernos a recitar los movimientos de la boca recitando. ¡Ahí si nos sentimos aliados! Tuve que aprender tu boca matemáticamente, con la precisión del dibujante de cartoons, y detener mis labios para darte tiempo a seguir mis movimientos. Aprendimos a escuchar para adentro para reconocer nuestras voces y perfeccionamos nuestra habilidad de escuchar para afuera para poder seguir el relato del otro. Creímos tener dos cerebros, cuatro orejas, pero no pudimos tener dos bocas, que era lo que en realidad necesitábamos para poder independizarnos, pero entonces hubiésemos necesitado un cerebro más y otro par de orejas para poder seguir lo que decimos, lo que relatamos que decimos, lo que el otro relata que dice, lo que el otro dice.

Entonces caímos en la cuenta de que de lograr nuestro objetivo deberíamos descartar la teoría de los 90 signos de Pierce, porque eso multiplicaría por noventa por dos los cerebros necesarios para descifrar los noventa signos que componen lo que digo y lo que digo que digo, más otros 180  para seguir lo que vos decís y lo que decís que decís.

Deberíamos tener 363  cerebros. Nos tranquilizó entonces descartar la hipótesis de que el cerebro fuese el órgano de la cognición, suponiendo que cognición e interpretación de los signos fueran fenómenos emparentados (hipótesis, por otro lado, que no pudimos descartar). Pero el espanto ante nuestros cuerpos deformes creció al imaginar la multiplicación de estómagos, piernas, ovarios o testículos, según optáramos por uno u otro órgano del simbolismo.

Para más, me recordaste que no debíamos dejar de lado el par de órganos captores de los signos correspondiente a cada cerebro, que dada la imposibilidad empírica de descartar a las orejas para tal función, nos llenaría el cuerpo de 726  orejas, amén de las 363 bocas, lenguas y gargantas que constituyen el aparato fonador (puesto que no estábamos dispuestos a aceptar la posibilidad de la existencia de intercambio telepático de signos).

Tal configuración anatómica hubiera dificultado seriamente la realización de nuestras coreografías y hasta hubiera podido condenarnos a la inmovilidad, dejándonos sin nada que narrar y afectando seriamente la eficacia de los rituales.

Optamos entonces por sostener una postura animista acerca de la cognición, como corresponde a una buena neurosis.