Can you show me where it hurts?

Confortably numb es, IMHO, la más grande, densa, abigarrada y completa canción de la historia del rock. Parafraseando lo que dice Saer a propósito de Zama, “Comfortably numb es superior a la mayoría de las canciones que se han escrito, pero ninguna buena canción de rock es superior a Comfortambly numb”.

Aunque semejante afirmación puede parecer, y, en última instancia, muy probablemente sea, la declaración amorosa de un fan, me propongo el ejercio de desplegar por qué opino eso. Después de todo ¿desde qué otro lugar que no sea el del amor hablar de lo que nos gusta?

A moco tendido...

Cómo no va a emocionarnos ver al creador de una de las metáforas más productivas de la cultura en la que, queramos o no, estamos inscriptos, reencontrarse sonriente con el creador del solo de guitarra más inefable del roc.

(gracias Luis)


Éramos pocos...

Alice Cooper. También viene Alice Cooper. Argentina parece estar deviniendo una suerte de amable retiro geriátrico rockero.

(¿Ozzy ya vino? No me acuerdo. Cuando venga Ozzy echamo' lo fideo'...)

Érase una vez un restorán...

-Un irlandés con poca crema.

Fue decirlo y comprender que estaba empezando a convertirme en un personaje. ¿Cuántas veces puede uno llegar a un bar, sentarse solo en una mesa, sacar un libro de la mochila, esperar al mozo y repetir la misma orden?:

-Un irlandés con poca crema.

No creo que hagan falta muchas repeticiones. Mucho antes de que el mozo empiece a preguntar:

-¿Lo de siempre?

ya sabe que uno es “el que viene a tomarse un irlandés con poca crema y leer un libro”.

El pedido contiene el rasgo de capricho (“poca crema”) que enseguida le permite al mozo recortar una individualidad, aunque más no sea negativamente, “qué hinchapelotas”. Recorte al fin.

Y creo que no digo esto por deseo de ser reconocido, individualizado, sino porque trabajé casi diez años de cafetero y aún recuerdo a la que pedía el exprimido “colado, sin pulpa”, o al que pedía un café con leche “primero la leche”. O el del whisky con hielo, “pero el hielo traelo en un vaso aparte”. Y la de la fanta con crema, toda ella inexplicable.

Esas personas se convierten en personajes, individuos. El personal los vé venir y los identifica. Si sus costumbres son muy regulares, sirven para puntuar el tiempo indiferenciado de la jornada laboral.

Me acuerdo que había uno que venía a cenar un rato antes del cierre, cuando ya no quedaba nadie en el salón. Era el dueño de otro restorán. La dueña consideraba eso una suerte de halago. Curiosamente, no recuerdo qué solía pedir, pero recuerdo que su presencia marcaba el fin de la noche: si él estaba cenando en nuestro salón era porque su restorán, uno de los más importantes de la zona del puerto, ya había cerrado.

Se sentaba en una mesa rinconera, cerca de la barra. Cada noche invitaba a uno distinto de sus empleados. Tomaba vino, blanco, de eso me acuerdo porque yo era el que servía las bebidas. No esperaba a que el mozo se acercara; ordenaba desde la mesa, en voz bien alta, directamente a la cocina, como si fuera el patrón y con aire de saber cómo se cocina el bacalao; nunca más apropiada la expresión.

Su presencia significaba un riesgo. Si otro comensal llegaba en ese momento, era una descortesía contraria a la cultura de la casa negarse a atenderlo y en ese restorán estábamos orgullosos de atender a la antigua. Había reglas de cortesía estrictas: en sus tiempos muertos, los mozos debían mirar siempre hacia las mesas, por ejemplo. Es el día de hoy que me resulta irritante ir a un bar o a un restorán donde los mozos se acodan en la barra, de espaldas al salón, obligándote a los malabares más ruidosos para llamar su atención y pedir el postre.

A veces sucedía que el salón quedaba vacío temprano, antes de la hora de cierre habitual. Esas noches, los empleados rogábamos que nadie entrara sobre el límite de la hora, porque la política de la casa era esperar a que se retirara el último comensal para poder cerrar. Lo peor eran las parejas. Y si se sentaban en una mesa a pelear, sabíamos que la noche podía hacerse interminable. Dos cafés eternos y escenas de llanto son corolarios indigestos para una noche agitada.

Pero por suerte este hombre dueño de un restorán del puerto que llegaba a cenar cuando todos ya habían se habían ido nunca se demoraba más de lo necesario y nos hacía saber que sabía que estábamos esperando que se fuera para poder ir a descansar. Él mismo estaría cansado. No recuerdo si dejaba propinas. Debía de hacerlo, porque los mozos lo atendían de buena gana. Saludaba a todos al salir, con una sonrisa satisfecha y un “gracias por todo” que sonaba sincero. Era un modo amable de terminar la jornada.

Ahora soy yo el que está pasando regularmente por un café para sentarse a repetir una costumbre, una manía, las tardes escasas pero no improbables en que el tiempo por venir no se puebla de expectativas.

Me pregunto si llegaré a habitué y si llegará el día que el mozo me diga: “¿lo de siempre?”.

Furibundas

Hablando de chicas.



Este video no hace honor al sonido aplastante y al enorme disfrute de la cosa que transmiten; es apenas una pálida idea de lo que esta banda es en vivo.

Dirty Diamonds, un poco más allá de la avenida Rivadavia (donde, no sé si se acuerdan, Borges situaba el inicio del Sur).

Glam metal que me hiciste mal y sin embargo...

Unos señores bastante crecidos y con alta tolerancia al ridículo se calzan sus disfraces de rockeros y vienen a pasear sus raros peinados viejos por la ciudad de Buenos Aires.

También escuché que viene Whitesnake. Y Bon Jovi ya vino.

¿Y para cuándo Poison?

¿Y Cinderella?

[¡¡¡Les juro!!! Existió una banda que se llamaba Cinderella. De púber yo tenía un amigo que le gustaba el glam metal (o “hair metal”, como le llaman inspiradamente en Allmusic.com) y tenía todos los discos ¡en vinilo!; doy fe: yo los ví (y hasta los escuché).]

¿Y este grupo que eran todas minas? Cómo se llamaba... ahí lo encontré: Vixen; ¿estarán tocando o ya se les habrán caído mucho las tetas?

Ay, los ochenta, sus clichés, sus tics...