Eras tan Lelouch

Era Ginebra y era gris y era resplandor la llovizna sobre la Rue Lausanne. Nos encontramos compartiendo el desayuno en una mesa de hotel. Su inglés era notablemente mejor que el mío, pero teníamos ganas de hablar.

Tardé en darme cuenta, en cierto momento de la conversación, de que ese sonido cerrado y rígido que ella emitía era el modo ruso de pronunciar "guevara". Me reí, sin sarcasmo, mas bien como una palmada en la frente. Repetí: "guevara", con mi dicción rioplatense. Ella también se rió y trató de imitar ese sonido. Fracasó.

Ella tomó té y noté que guardaba en los ojos la furia de guerra que se agita tras las ventanas, casa por casa. Yo preferí el café.

Quedamos en encontrarnos a la noche. Bailamos unos tangos inevitables (es decir, fatales).

Llego entonces a un punto de mi relato que no puedo sortear, aunque podría intentar escaparle diciendo aquello, banal, de que estaba, de pronto y sin saber cómo, besándola. Después de todo, ese instante desapercibido es parte de una serie imposible de segmentar, como la que incluye a la gota que hace rebalsar al vaso. Sin embargo, tengo una pista.

Fue un chiste tonto lo que puso su boca a tiro de mi boca. Yo había descubierto hacía un rato que podía hacerla reir (que ella estaba dispuesta a conceder ese premio a la vanidad de mi ingenio), y cuando un hombre (este hombre) descubre que puede hacer reir a una mujer, se siente temerario y audaz. Mientras ella reía, decidí "arriesgar la boca a beso o cachetada". Salió beso.

Y fuimos a su habitación. Ya no hablamos. La desvestí. Era Ginebra. Y era lento. Y era resplandor su piel blanca en ese hotel de la Rue Lausanne. Empezó a hablar otra vez, palabras sueltas en ruso. Entendí el juego y nos dedicamos a elaborar nuestro privado diccionario bilingüe de los pecados y los vicios.

Nunca más volveré a saber los nombres rusos de las partes del cuerpo que importan en estas circunstancias. "Boca", "рот", quizás. Los demás los he olvidado, al menos lo suficiente.

Pero, al final, capricho de mujer, eligió cambiar otra vez el juego, volver al inglés que al principio nos había ofrecido la esperanza de entendernos.

"I come", murmuró, y me sorpendió. Todavía sujeto por las reglas del otro juego, yo iba a decir: "me voy". Y supe que ese diverso rumbo, la contradictoria dirección, era un sino.

Dormimos juntos. Por la mañana, cada uno salió para cumplir sus propios compromisos sin acordar nada para después. La crucé por la tarde caminando por la Rue du Rhône. Me saludó con una sonrisa indiferente, como dedicada a un extraño que cubriera con su capa un charco a fin de franquearle el paso, en una galantería que ella se vería obligada a agradecer pero cuyas consecuencias se impondría conjurar.

Después de eso, como dice el tango, no la ví mas.



19-Juan Pablo Bochatón, Tomo lo que encuentro