Manos

Mi hijo mayor se durmió agarrado de mi mano. No sé si debería contar esto. Pienso en mis doce años y en que me hubiera avergonzado enterarme de que mi padre le contaba a alguien una cosa así. Pienso también en que hay diferencias de estilo sustanciales entre el padre que fue mi padre y el padre que yo soy, y en que hay diferencias de carácter sustanciales entre el hijo que yo fui y el que mi hijo es.

La cuestión es que se acostó y nos dimos la mano y se durmió. Tiene la mano grande. Casi tan grande como la mía. Y fuerte. Ya no es la mano de un niño. No es aún la de un hombre, pero ya no es la de un niño. Entonces agarré fuerte esa mano. Quería que esa forma, ese volumen, esa tensión, quedara grabada en mi mano, en la memoria de mi mano, porque intuí que esa era una última vez, que esa era una de una serie de últimas veces que ya han comenzado a ser.

La vida no se priva aún de ofrecerme primeras veces. Sorprendentes, excitantes, frustrantes o dolorosas, mi vida sigue llena de primeras veces. Pero empiezo a ser consciente ahora de las últimas. No sé cuántas veces más mi hijo se dormirá tomando mi mano.

Cualquier día de estos, serán esas las manos de un hombre que comprenderá que no hay nada que pueda sostenerlo guardado en las manos de su padre.