El relato conecta dos hechos, separados en el tiempo por un par de meses. Un par largo, se diría, para sugerir que, tal vez, "un par" significa algo más que simplemente dos.
Son, los dos hechos, banales.
El más antiguo de los dos corresponde a un día que estaba preparando pasta. Había puesto el agua al fuego y, cuando rompió el hervor, quise abrir el paquete, un paquete de esos fideos cortos con forma de tirabuzón.
Se me rompió el celofán y la pléyade de fideítos se consteló por la cocina. Aquello del universo en constante expansión, supongo. Barrí y junté los fideos que pude, pero algunos habían caído en el hueco entre la cocina y la mesada, de donde, a decir verdad, ni intenté, en ese momento, retirarlos.
Me olvidé de ellos hasta el segundo acontecimiento, que fue por estos días. Una invasión de hormigas. Había dejado la mesada llena de trastos sucios y se vé que la cualidad nutricia de los restos atrajo a unas hormigas chiquitas y negras que yo sé que viven conmigo en esta casa.
La mesada y la propia cocina eran un, como se dice, hervidero de hormigas. Estaban sobre los platos, las fuentes, los vasos, entre las hornallas, abigarradas, móviles, apretaditas, como los murciélagos de Luca, recortando, troceando, trasegando los restos para ellas tan valiosos.
Me puse a lavar, que no era otro el problema. Lavé los trastos, limpié la mesada y la cocina, pasé lavandina, y las hormigas se fueron retirando, espantadas, a medida que mi tarea avanzaba.
Lo que conectó ambos hechos fue descubrir, al limpiar el espacio entre la cocina y la mesada, intactos, los fideos que se me habían caído aquella vez que se me rompió el paquete.
Es decir, algo un poco inquietante, ver que, en su voracidad, las hormigas habían ignorado un alimento, supuestamente, de origen orgánico.
Rocié el área con veneno para hormigas y me fui a hacer otra cosa.