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III

...entonces la corrí, la alcancé y la detuve. Le dije "mentira: vine a verte, vine a buscarte porque no te dije toda la verdad, porque te mentí estúpidamente, porque soy un loco idiota enamorado de tu fantasma y los fantasmas aúllan toda la vida si uno no los acalla, porque sí, porque no quiero quedarme viendo cómo te alejás de mí, porque quiero tenerte aunque sea una vez, una noche; vine a buscarte".

Me pareció que el fantasma iba a decirme algo. Le cerré la boca (esa boca que pretendía usar para manifestarse) de un beso.

II

-Debe estar por allá -dijo Santiago. Lo seguí; parecía resuelto. Entramos a un gran salón comedor. Había varias decenas de mesas, todas ocupadas. El ruido de las voces era alto. Los comensales parecían muy animados. Iban y venían de una mesa a la otra, al bar, al buffet; se servían frutas (papayas, mangos, guayabas), nachos, raclette, ceviche, cuscús. Bocas llenas, muchas, numerosas, infatigables.

Santiago y yo recorrimos el salón. Lo perdí en la multitud. Ví que a mi izquierda se abría una arcada y la atravesé. Entré a un pasillo al cual daban unas puertas numeradas, adornadas con pomos dorados y brillantes. Los números, metálicos, estaban escritos en una tipografía que podía ser la Georgia. Las descendentes eran más exageradas, sin embargo.

Yo no tenía idea de cuál era la puerta que buscaba. Ella me había dicho: "mi departamento es uno bien modesto entre dos fastuosos". Busqué signos que me permitieran advertir eso. Todas las puertas eran iguales, todos los números estaban igual de pulidos. A todo lo largo del pasillo, un torrente de gente que iba y venía del comedor me empujaba y me hacía imposible observar detenidamente las puertas.

Hasta que noté que al final del corredor, en el extremo opuesto al salón, estaba el mostrador de la conserjería. Me acerqué.

-Busco a la señorita Sakina Blanche- dije.

-El 15 -me contestó una chica joven y morocha, bella e indiferente.

"El 15", pensé, y lamenté la obviedad con que a veces se desmerece a sí misma la realidad.

El 15 estaba, claro, entre el catorce y el dieciséis. Nada en esos números me hacía pensar en departamentos fastuosos. Lucían mas bien banales. Y a decir verdad, el 15 no parecía mucho más modesto.

No alcancé a golpear; Sakina estaba abriendo la puerta y nos encontramos frente a frente.

-¿Qué hacés acá?- me preguntó conjugando a la manera rioplatense.

-Nada -mentí. Ella, que no había detenido la marcha iniciada al abrir la puerta, al pasar a mi lado, me dió el beso que las costumbres argentinas imponen. Por un momentó creí que iba a abrazarme y mi cuerpo se dispuso al contacto. Siguió, sin embargo, de largo. Creo que la disposición de mi cuerpo no alcanzó a ser manifiesta. Si ella la hubiera notado, me hubiera sentido humillado.

Me sentí humillado. La ví alejarse con total indiferencia e intercambiar palabras gentiles con los conocidos que la cruzaban. No iba al comedor, iba en sentido contrario, más allá del mostrador de la conserjería.

No sé qué hay ahí.

I

El asunto es que, de repente, lo que pensé que era un ascensor empezó a desplazarse de costado. Fue incómodo porque giró sobre su eje transversal, como si el cable que hasta ese momento lo impulsaba hacia arriba hubiera comenzado a arrastrarlo sobre unas vías o algo así. Me acomodé a la nueva disposición de mi vehículo, obligado por la gravedad. Pensé que estaba en algo similar a un carrito de los que se usan en las minas. Esa impresión fue más fuerte cuando noté que mis pies, por inercia, se separaban del que ahora era el piso de mi transporte y tardaban en seguirlo en su abrupta caída. Es decir: caíamos. Debo aclarar que Santiago estaba conmigo, y no parecía sorprendido.

-Ahora parece una montaña rusa -exclamé.

-¿Por qué "ahora"? -me respondió, más extrañado por el adverbio que por los raros movimientos del que creí un ascensor. Caí en la cuenta de que hasta ese momento yo había estado callado y no le había participado mi pensamiento sobre el carrito minero. Le aclaré:

-Hace un momento pensé que estábamos en algo parecido a un carrito de los que se usan en las minas -dije, incapaz de hallar otra manera de denominar a la cosa que estaba imaginando-. Y ahora pienso que parece el vagoncito de una montaña rusa.

Una violenta pirueta me cerró la boca. Es decir: la fuerza de la gravedad y la inercia forzaron mi mandíbula hacia abajo, por lo que estrictamente debería decir que la boca se me abrió, pero el efecto fue el de obligarme a callar, lo que se dice "cerrar la boca". Aunque también se dice "mandar a callar", "hacer callar" y miles de otras expresiones en las que no pensé en ese momento. Un lío: no sé qué pensaba en ese momento, mientras el ascensor-carrito-vagón se sacudía como loco, temblaba que era un espanto y metía un ruido como para disimular una estampida de bisontes.

Tan sorpresivamente como había empezado a desplazarse de lado, el ascensor-carrito-vagón disminuyó violentamente la velocidad. Trastabillamos. No se detuvo completamente, sino que siguió moviéndose con la parsimonia con que un bote se arrima al muelle. La que era la puerta del que creí un ascensor había quedado sobre nuestras cabezas. Mientras el vehículo aún se movía, intentamos abrirla. Cedió. Nos asomamos. Parecíamos efectivamente dos náufragos que espían el acercarse de la tormenta por sobre la borda de su bote salvavidas.

Lo que se acercaba era, en cambio, un muelle. El ascensor-carrito-vagón-bote rebotó contra las tablas. Saltamos al muelle. Atrás, nuestro transporte se alejaba.