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Chiquitina

Es domingo. Como suele hacer, mi chiquitina se despertó temprano, la primera. Curiosamente, me pidió de bañarse. Así, mientras ella se baña y sus hermanos duermen, yo me preparo un mate y me siento a desayunar. La escucho cantar. A mi chiquitina le encanta cantar. Entonces me asalta una fantasía, una especie rara de melancolía prospectiva. Me imagino viejo, terminantemente viejo, pongamos setenta y tantos años, vaya a saber si recibiendo a mi chiquitina, para entonces una mujer madura, en una casa mía o estando yo de visita en su casa, sentado en una silla, en la cocina, tomando mate, y, mientras ella hace los que sean entonces sus quehaceres, se pone a cantar y al escucharla cantar yo recordaré estas mañanas de domingo en que mi chiquitina cantaba bajo la ducha, jugando, y yo tomaba mate o me sentaba a escribir estos ejercicios de nostalgia prospectiva. Será una tristeza mansa, casi feliz. Eso espero.

Manos

Mi hijo mayor se durmió agarrado de mi mano. No sé si debería contar esto. Pienso en mis doce años y en que me hubiera avergonzado enterarme de que mi padre le contaba a alguien una cosa así. Pienso también en que hay diferencias de estilo sustanciales entre el padre que fue mi padre y el padre que yo soy, y en que hay diferencias de carácter sustanciales entre el hijo que yo fui y el que mi hijo es.

La cuestión es que se acostó y nos dimos la mano y se durmió. Tiene la mano grande. Casi tan grande como la mía. Y fuerte. Ya no es la mano de un niño. No es aún la de un hombre, pero ya no es la de un niño. Entonces agarré fuerte esa mano. Quería que esa forma, ese volumen, esa tensión, quedara grabada en mi mano, en la memoria de mi mano, porque intuí que esa era una última vez, que esa era una de una serie de últimas veces que ya han comenzado a ser.

La vida no se priva aún de ofrecerme primeras veces. Sorprendentes, excitantes, frustrantes o dolorosas, mi vida sigue llena de primeras veces. Pero empiezo a ser consciente ahora de las últimas. No sé cuántas veces más mi hijo se dormirá tomando mi mano.

Cualquier día de estos, serán esas las manos de un hombre que comprenderá que no hay nada que pueda sostenerlo guardado en las manos de su padre.

Notas sin vocación de desarrollo


Como consecuencia de la acción proselitista del mismo amigo que me dijo a mi que escuchaba música de viejo, mi hijo ha descubierto Kiss. "Ja, Kiss era viejo cuando yo tenía tu edad!", le dije. Qué viejo estoy.

Cosa que no puedo tomarme en serio, Kiss. Como no puede ser de otro modo, la canción favorita es "I was made to love you". Esa canción en particular adolece (y resulta tan apropiado el verbo en este caso) de toda una serie de defectos que básicamente podrían resumirse en una inconsistencia profunda que sólo nos autoriza a entender la canción como el momento cúlmine en que el sentido del humor de los setenta logra la síntesis estéril de sus dos grandes tendencias, inventando el disco metal, subgénero que, afortunadamente, no dejó herederos.

"Fui hecho para amarte" tiene esa guitarra a la Ozzy Osbourne al principio, que nos promete satánicos personajes maquillados con sus guitarras colgando a la altura de las rodillas para que, a los pocos compases un Gene Simmons haga ingresar en la pantalla de nuestra mente, de la mano de su bajo inequívocamente disco, un John Travolta de fiebre de sábado a la noche. Todo en la canción está fuera de registro, de lugar, de escala: la letra de amor empalagoso, la melodía que no envidiaría César Banana Pueyrredón, los coritos sin letra. No way. Esto no es rock, esto no es música, esto no es serio.

(Entre paréntesis, la canción me retrotrae a mis propios doce años, cuando la música dividía a los hermanos mayores de mis amigos entre los que escuchaban Kiss y los que escuchaban Queen, oposición que hoy no podemos advertir sino falaz, sino un único y ubicuo kitsch de los tardíos setenta y los primeros ochenta.)

Entonces pienso en el lugar en que me descubro, pienso en los doce años de mi pibe y en algo que, de alguna manera, me alegra: el rock sigue siendo eso que, por su música, su actitud y su puesta en escena, irrita a tu padre.



(Más la escucho, más la pienso, más genial me parece, más me gusta).

Montaña rusa


La nena más chica mira el trencito subir, bajar y dar vueltas a una velocidad atemorizante. Arrastrada por el entusiasmo de sus hermanos mayores, se aferra a mi pierna con miedo y fascinación. Me pide upa cuando vamos llegando al acceso de la atracción. Nos sentamos los cuatro en un vagón, los mayores adelante, la chiquitina y yo detrás. No se despega de mi cuerpo y se agarra de la barra de seguridad con toda su fuerza. El trencito arranca. Son exactamente cuatro vueltas, ni siquiera tan vertiginosas, no más de cuatro minutos. Todos gritamos en las bajadas. Mezcla de montaña rusa y tren fantasma, hacemos bromas al pasar junto a un gigante calamar de espuma, debajo de un tiburón enorme. El tren se detiene y bajamos. La beba a upa. Al salir de la atracción, la dejo de vuelta en el suelo.


“Otra vez”, me pide.

Ellos son los jóvenes ahora...

Hace años, encontré la frase que uso como título de este post en un mail en cadena de esos que uno suele recibir de gente a la que no se atreve a decirle que, bueno, no tendría que molestarse. La cadena la corté, seguro, en aquel mismo momento, y el mail se perdió y nunca más lo volví a encontrar.

Pero la realidad es tan simple, a veces, como cabe en un mail de cadenas: uno envejece y de repente llegan ellos y se lo hacen notar. Ellos son los jóvenes ahora.

Esta es la música que escucha mi hijo. Y yo, viejo rockero, rockero viejo, no dejo de estar orgulloso de mi vástago. Cómo no entenderlo. No sé qué tan consciente de la letra es, tal vez mucho más de lo que pienso yo, el agente ahora de la sociedad opresiva, pero todos fuimos adolescentes y cada capa de adolescentes tiene, aunque uno sospeche tras este en particular una ni siquiera muy esmerada investigación de audiencia, un juglar que dice más o menos esto, esto que en realidad, con el correr del tiempo, aunque aprendamos a apuntalarlo con arquitecturas más complejas, o más cínicas, o de otro tipo, permanece ahí, como ese lóbulo del cerebro que siempre se menciona para hacer referencia a lo reptiliano que aún nos habita.

De la gramática

La niña A, de dos años, dice algo que puede más o menos transliterarse como “peshosha”, forma que no da fé de la ligera oclusión de la lengua contra el paladar, en una posición que imagino cercana a la que debe asumir durante la ejecución de una “ñ”, y que la niña intercala entre la “p” y la “e”. Tampoco da fe esa transliteración de la forma cerrada de la “o”, que sintetiza la “i” que ha desaparecido de su lugar luego de la primera “s”.

Que, aún indescriptible, suena adorablemente tierna esa pronunciación infantil, eso.

Y el niño B, el hermano, el mayor, destinatario del elogio, adopta un aire pedagógico y afirma: “no, vos sos preciosa. Yo... yo soy precioso”.

Como cada vez, entonces, sonrío de esa forma que le dicen "para mis adentros" y me doy cuenta, de vuelta, que los amo.

De lo irreversible

(Yo vuelvo a tomar nota del día en que uno de mis hijos se larga a andar en bicicleta. Esta vez, mi niña. No sé por qué pongo este énfasis, pero el día en que acompaño a mis hijos en ese aprendizaje tiene para mí un carácter muy simbólico: es un ritual de paso. Es un día en que el niño en cuestión levanta los pies del suelo, descubre que no necesita que lo sostengas, y expande su universo a unos cuantos, unos cuantos, metros más allá del área de control parental. Y, en darles ese empujón, me siento especialmente "padre", siento que ese es mi trabajo como padre -si, son muchos años de diván y de lecturas psicoanalíticas y conozco bastante acerca de la teoría que dice que en algo como eso consiste la "función paterna", pero es algo más que eso, es la "realidad" de estar haciéndolo, es la conciencia y la sensación de que uno corre y transpira y se agita para que el niño sienta que puede y, cuando descubre que puede, uno acepta y escoge como pago la sonrisa triunfal y definitiva. Y además, pienso en que en aprender a andar en bicicleta está eso que expresa el dicho, aquello de que hay cosas que son, justamente, como andar en bicicleta: que no se pueden olvidar, que son "irreversibles").

El 8 de febrero de 2011, diríamos que cerca de la puerta de Tanhäuser, mi hija segunda aprendió a andar en bicicleta...

Ayudando con un examen de ciencias

(y dejando claro el concepto de rima consonante)

Reptiles y anfibios, clasificación

Yo soy un anfibio,
y siento gran alivio,
sobre el piso tibio,
en lo de Tito Livio.

Yo soy un anuro,
y no tengo un duro,
vivo sin apuro:
me cuelgo del muro.

Soy el urodelo:
no tengo ni un pelo
ruedo por el suelo
de lo de mi abuelo.

Entre los reptiles,
los hay muy febriles,
suman mil abriles,
fuman en narguiles.

Yo soy un quelonio.
Me llamo Polonio.
Vivo en San Antonio.
Me gusta el otoño.

Este es un ofidio,
raro bicho libio,
busca el piso tibio
junto a los anfibios.

Y ese es crocodílido.
Es un poco tímido
y se pone lívido
si lo buscan vívido.

Y con rincocéfalo,
busco por mi encéfalo
sólo encuentro "acéfalo",
"macro" o "microcéfalo".

Y nos queda un saurio
de corto anecdotario;
juega en un armario
y se siente otario.

(Todo lo cual debe recitarse al ritmo de una monótona cantinela de mi invención o tramposa memoria que, por suerte, no tengo con qué grabar, si no, ¡¡¡ahhh!!, también les sacudía, vean)

(PS: al nene le fue bien con el examen).

Si veinticinco por cuatro es igual a cien...

"Floating down
through the clouds
memories come rushing
up to meet me now..."

Roger Waters, The gunners dream

Y sí, hijo, creo que tenés razón, yo pienso igual: el tiempo no existe. Creo que lo sé desde siempre, es decir, desde la época en que tenía más o menos tu edad, que es como decir ahora, hace un rato nomás, o mañana, no sé, depende. Depende de cuándo vuelva el sueño. Es así: el viento se pone como más denso y ahí pasa que me puedo colgar del viento. Cuando era chico, yo estaba parado frente a una pared blanca y el viento se arremolinaba y me empujaba hacia arriba. Siempre a mi lado había una planta espinuda con la que me había pinchado una vez, en la casa de tus abuelos. Al principio, no podía alcanzar el borde de la pared. Fue con el tiempo que aprendí a colgarme del viento. Ahora puedo pasear sobre la ciudad, de un techo a una terraza, a una cornisa, un balcón, un campanario. A veces el viento se pone violento, se enoja, se encabrita, y me da un poco de miedo. Pero igual puedo navegar como dando bandazos. Mi sueño tiene una concesión a lo que puede pasar en la realidad: siempre que lo sueño es de noche. Quiero decir que en el sueño es de noche. Y está nublado. Y siempre está la mujer conmigo. Me espera en las cornisas o se cuelga del viento conmigo. Nunca hablamos, o sí hablamos y no hay palabras, o hay palabras y no hay significados, esas cosas de los sueños. En mi sueño me doy cuenta de que me pasa lo del sueño. Esto no significa que me doy cuenta de que sueño, sino de que puedo colgarme del viento. "Otra vez me pasa", pienso en el sueño, advirtiendo lo extraordinario. Y cuando me despierto, pienso "otra vez pasó" y lo recuerdo (y no sé si me acuerdo de un sueño de la víspera o de un sueño que tuve de chico, cuando tenía más o menos tu edad y no podía ver más allá del borde de una pared blanca y había una planta espinuda con la que una vez me pinché). Por eso te digo: tenés razón, hijo, el tiempo no existe. Y ahora vos ahí tenés un misterio y no encontrás la respuesta. La clave es que 25 por 4 es igual a cien. Aunque no tiene por qué ser este, es un misterio que perfectamente puede ocupar toda la vida. Tomate tu tiempo.

Donde el narrador ofrece una versión de cómo ocupó su tiempo en el verano y reflexiona irresponsablemente a partir del cine para párvulos

En este verano nos sacudimos con mi niño con toda la saga de Star Wars. Hace un par de meses, en un ciber, se copó jugando un juego que se llama "Star Wars Battlefield" y lo ví tan entusismado que me dije que era una buena oportunidad de ver si se enganchaba en seguir un relato más largo y relativamente más complejo que lo que hasta ahora venía acostumbrado.

Así que dedicamos enero, en esas horas en que no podíamos hacer otra cosa más que boquear frente al TV esperando que el cabeceo del ventilador nos diera a cada uno su turno de apenas alivio, a ver la historia de Anakin Skywalker.

Le encantó. Le hice ver la saga en orden narrativo, temía que el envejecimiento visual de la primera trilogía le desilusionara, le cortara el intertexto con el juego, basado en las nuevas pelis, y le impidiera entrar en la historia, así que empezamos por el "Episodio I".

La verdad es que la historia de la caída de Anakin está bastante bien contada y logró dejar en mi retoño un cierto regusto de angustia ("papá, ¿se vuelve a hacer bueno, Anakin?").

Vistas en secuencia, el que ahora viene a ser el Episodio IV, la primera de la serie de cuando nosotros éramos chicos, resulta paupérrima tecnológicamente. Es notoria la ausencia de los encuadres grandilocuentes, más notoria porque los nuevos episodios son más épicos, con panorámicas de ejércitos desplegados. En el Episodio IV todos los planos son cerrados, cortos, casi no hay panorámicas (y sólo si podemos llamar panorámica a las vistas de planetas solitarios en un cielo negro y vacío) y toda la escala es más humana (hasta hay un dialogo en un momento, que obviamente no recordaba y que pasó a destacarse en el nuevo contexto, entre un par de soldados imperiales, esos blancos todos iguales, anónimos, impersonales, que se tratan de "tu" y comentan un nuevo aparato que uno de ellos estuvo probando).

Mientras yo me fijaba en cómo iba cambiando la manera de contar la historia, cómo se iba volviendo más épica, cómo iba mejorando la tecnología empleada, mi niño disfrutaba todo ese viejo relato, lo seguía con atención e ignoraba completamente los aspectos formales y técnicos en que mi mujer y yo nos estábamos fijando para concentrarse, como correspondía, en las peripecias del Halcón Milenario, en las enseñanzas de Yoda, en la habilidad con la espada de Luke, para dejarse llevar, en fin, por una historia eficiente.

Yo esperaba a ver qué cara ponía cuando llegara la famosa revelación de "no, Luke, yo soy tu padre", porque ese diálogo es una parte importante en una película que él vió de chico y que le encantó: Toy Story. En esa peli, hay una cita de esa escena en el momento en que Buzz Lightyear pelea con su archienemigo el malvado emperador Zorg y lo acusa: "¡tu mataste a mi padre!", "no, Buzz, yo soy tu padre". Yo me preguntaba: "¿verá la cita?", "¿reconocerá la escena?".

Y sí, la reconoció, claro: se cagó de risa. "Jajaja, como Buzz", nos dijo, y yo me dí cuenta de que esa escena de aspiración dramática, el corazón de la lectura trágica de la vida de Luke Skywalker, era para él una escena cómica, una cita invertida cuyo original era la parodia de Pixar. Quizás sea mejor así.

Ahora anda por la casa usando como sables de luz los palos de las escobas y unos abandonados caños de agua (de esos colorados, de PVC), asegurando que él va a pasar al lado oscuro de la fuerza.



...cerca de la puerta de Tanhäuser

En Mundo Marino, con mi hijo, hace meses. Es el espectáculo de la orca. Anuncian la prueba central, el momento que todos fuimos a ver. El bicho va a pegar un salto de más de cuatro metros y va a sacar todo su cuerpo fuera del agua. Recibe la orden (y mi niño me agarra fuerte el brazo). Se sumerge. No sabemos qué profundidad tiene la pileta, pero la voz que habita los parlantes aclara que el animal debe hundirse todo lo posible. Tarda en volver a salir. De pronto, una onda enorme se despliega sobre la superficie, desde el centro, algo descomunal mueve la masa líquida hacia afuera y hacia arriba. Se abre un vacío bíblico en medio del agua mientras los márgenes se elevan hasta desbordar. Entonces, la orca cumple su número, aparece y se descubre, toca con la nariz la bola-señuelo que le han colgado sobre el estanque y vuelve a caer, estallando la superficie. La tribuna aplaude (a rabiar, como se dice).

La pobre orca es impactante, sí. Mi niño y yo nos abrazamos, sobrecogidos.

Pero esa anacrusa que anticipa el salto, ese momento en que el agua se perturba con violencia, manifestación visible del esfuerzo y del impulso, es una de las imágenes de potencia no humana más vívidas que he presenciado.

Otra, es la del mar hechando espuma por la boca, justo antes de un temporal, mientras se acumula el viento. Ahora que lo pienso, dos anacrusas.

Listo, lo he narrado. ¿Y? Algunas de esas pueriles imágenes que, ya saben, se perderán en el tiempo como blah, blah, blah...

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Lunes otra vez, como dice la canción

Mi hijo empezó segundo grado. ¡Está tan grande! Anoche la mamá se puso a prepararle la ropa y descubrimos que todos los pantalones le quedan como cinco centímetros cortos. ¡Creció cinco centímetros durante el verano! A mí me impresiona comprobar en algo tan nimio qué tan ciego puede ser uno. Aunque hablar de ceguera es injusto, porque yo hace varios días que vengo notando en mi hijo un cambio en su porte, en su prestancia física, en sus modos, algo que es cada vez menos niño y que no podría precisar, un modo de poner el cuerpo, de usar los brazos, algo en la nariz que ya no hace a la nariz de un niño. En todo caso, lo de los pantalones pone una marca, ofrece un indicador, es como las muescas que los antiguos, dicen, hacían en un hueso para marcar el ciclo de la luna. O, desde mi punto de vista, como la marca que hace en la pared un condenado a muerte...

El viento reposa

Cuando el viento reposa... ¿es como un monje budista en el segundo antes del nirvana?

En el fondo del mar, donde ya no hay luz y la presión es inconmensurable, el agua, apenas fluída, ya casi inmóvil, ¿reposa?

¿O reposa el oranguntán que ve pasar la selva en su mínimo marchitarse?

¿Es como el aliento contenido?

El viento reposa: apenas un sustantivo y un verbo.

Para delimitar el sentido de la expresión probemos cambiar una vez más el sustantivo. Digamos: el hombre reposa. Seguramente no cualquier hombre reposa. La mayoría descansa. Reposa el hombre que puede elegir no usar una energía que, sin embargo, tiene.

Al hacer reposar al hombre, la voluntad ejerce.

Pero, ¿qué pasa si hacemos reposar a algo sin voluntad?

Digamos: los planetas reposan. Reposan suspendidos, apoyados o colgados de la nada mágica de que está hecho el universo.

Y ese reposo magnético es como la deriva retenida que precede al abrupto acontecer de una anacrusa.

La anacrusa ¿empieza con su primer sonido, o empieza antes, contra el fondo de silencio que de golpe se retira para permitirle ser figura?

La anacrusa del cosmos se resuelve en los acentos de la polirritmia que forman las estaciones de todos los planetas, primaveras de Júpiter o Saturno, que seguro tienen.

Anacrusa o compás de espera... y en el movimiento de los planetas, ha cambiado el verbo: los planetas esperan. El hombre espera. Algo del orden del futuro ha preñado de tiempo el reposo del hombre y de los planetas.

Como ese hijo nuestro, que en tu vientre reposa.

Como el viento.

Reloj biológico

Dícese de un dispositivo orgánico no creado para ese fin pero susceptible de ser empleado para medir el tiempo a causa de la regularidad de sus comportamientos. Ciertos modelos jóvenes pueden ser utilizados como infalibles despertadores. Estos últimos, sin embargo, resultan de difícil cuando no imposible reprogramación.

Como mi niña, sin ir más lejos, que, sistemáticamente, insiste en despertarse a las 6:00 de la mañana, incluso sábados, domingos, feriados y fiestas de guardar.